jueves, 31 de diciembre de 2020

Magistral

Magistral (Jekyll & Jill, 2006), de Rubén Martín Giráldez, es un libro raro, rarísimo. Literatura experimental, le llaman. Y ante el experimento solo cabe la unanimidad: o se le repudia o se le idolatra. O se le rechaza de inmediato o, con la misma inmediatez, se le coloca en un pedestal.

¿Y de que va un libro tan raro como este (si es que los textos experimentales pueden resumirse)? Dicho de manera simple, el asunto del libro es el lenguaje. Desde el inicio se anuncia la inutilidad del castellano. El narrador se pregunta: «¿Para qué voy a seguir dejando por escrito este idioma melancólico, una lengua que ha perdido toda tenacidad?». Y luego propone que «a lo mejor deberíamos ir pensando en cambiar algunas cosas, en cambiar lo que ya no sirve. Tal vez sea hora de cambiar de idioma».

Si no resulta muy enrevesado, y a efectos de esta reseña, hay que decir que existe un segundo Magistral que se menciona en el libro y cuyo autor es el narrador. Este, sin pudor alguno, lo califica de obra maestra porque, entre otros atributos, marca el final de la literatura escrita en castellano. Este libro, lo dice el narrador, es un libelo que ha sido alabado por los lectores comunes y por la crítica oficial, y nos cuenta que «en las presentaciones todos compraban Magistral, lo empezaban a leer allí mismo (...) hasta llegar a la última página». 

Volviendo al texto de Rubén Martín Giráldez, se puede decir que su libro aborda al castellano como tema central: sus usos y carencias, su inferioridad con respecto a otras lenguas, su insalvable decadencia, la necesidad de encontrar otra cosa que lo sustituya.

Por eso el narrador confiesa que está encerrado en una «Boca Norteamericana de la que pretendía llevarme la lengua». Ha hurgado aquí y lo que ha descubierto es una novela superlativa: Notable American Women, de Ben Marcus. Su fascinación por lo escrito por Marcus lo lleva a reproducir extractos de esa novela (portada, contraportada y algunas páginas aleatorias).

Existe también una inquietud sobre los límites del lenguaje que entraña una reflexión sobre la traducción (dicho sea de paso, Rubén Martín Giráldez es un experto traductor). En estos pasajes, Magistral se emparenta con el ensayo literario, aunque también existen partes que lo acercan a la poesía en prosa. 

Como catador de venenos, mi sentencia es que vale la pena sumergirse en este psicodélico libro.

jueves, 24 de diciembre de 2020

Panza de burro

Hay una expectativa alta en los libros que tienen resonancia en redes sociales. Son libros que, de a pocos, van ganando una visibilidad que es anterior a su consagración en los medios tradicionales. Un ejemplo de esto es Panza de burro (Barrett, 2020), la primera novela de Andrea Abreu.

Lo que se narra aquí es, en pocas palabras, la amistad entre dos niñas. En pocas palabras porque, claro está, este libro es mucho más. Es un poema salvaje cuya historia es contada por una de estas pequeñas. Lo que ella nos dice se centra en su mejor amiga, Isora, a quien idolatra y tiene como modelo («yo quiero ser como ella, tan echadita palante, tan sin miedo»).

En sus primeras páginas, Panza de burro parecería el simple anecdotario de una niña en un pueblecito de Islas Canarias, y, llegado a este punto, el lector podría experimentar cierta decepción si se toma en cuenta que el libro de marras ha granjeado excelentes comentarios.

No obstante, pronto uno se va sumergiendo dentro de un lenguaje. Abreu se ha dado el trabajo de edificar un mundo a partir del habla canaria, y es entonces que la novela resulta envolvente. Asimismo, la historia de amistad entre las dos niñas (la narradora e Isora) se va tornando cada vez más estrecha. Hay además un despertar sexual que no es nada sutil, sino feroz, y que cobra tensión a medida que la novela avanza.

Otro acierto del libro es el contexto temporal en el que está inscrito porque conecta con determinado público. La autora, nacida en 1995, nos cuenta una niñez decorada por un programa de mensajería instantánea (el «mésinye», que es como llama la narradora al antiguo MSN), una telenovela (Pasión de gavilanes) e incluso canciones de bachata (de Aventura, para ser más precisos). Es decir, los elementos con los que se formó una parte de la generación milenial.

Sin duda, lo que más agrada del libro es el tono lírico que adquiere por momentos y que discurre con una portentosa naturalidad: «isora tenía los ojos verdes como un verdino verde como una mosca en agosto sobre el bocadillo de salpicón de atún en la playa de teno (…)».

Hoy Panza de burro ya es un fenómeno editorial con más de 20 mil ejemplares vendidos. Ha cumplido de sobra las expectativas que las redes sociales sembraron en ella y esta reseña no tiene más que agregar.

lunes, 5 de octubre de 2020

El fuego de cada día

Editorial Hipocampo ha tenido a bien publicar un conjunto de cuentos titulado El fuego de cada día: nuevas violencias. Antología de narrativa peruana última. Nada me alegra tanto como aparecer aquí, acompañado además por tan buenas plumas. Se ha incluido, por cierto, un interesante prólogo escrito por Juan Manuel Robles. Habrá versión impresa, pero por el momento se puede descargar entrando a este enlace:

http://www.hipocampoeditores.com.pe/muestras/

jueves, 21 de mayo de 2020

Alegría


Lo conocí muy poco —con lo poco que se puede conocer a alguien en las salas de espera de los aeropuertos, durante los vuelos o en las sobremesas—. En realidad, creo que lo conocí un poco más de lo que imaginaba.

El día en que nos reunieron a los ganadores del premio, se le veía muy contento. Feliz. Pero con esa felicidad natural del alma que es independiente de la suerte que le toca a uno, de tal manera que podría habérmelo cruzado bajo otra circunstancia y lo hubiera visto o percibido igual de feliz. En el breve tiempo libre que tuvimos durante la sesión de fotos de los ganadores, conversamos sobre el poder. Su libro —aún inédito en ese entonces— tocaba ese tema, y yo, que lo he estudiado aunque desde otra perspectiva, estaba particularmente interesado.

Más tarde, cuando nos encontrábamos haciendo las primeras presentaciones de los libros ganadores, me dijo que presentar un libro ante un auditorio y hablar de él le parecía la cosa más extraña del mundo. Quizá un acto absurdo. Es como hablar de una película sin que el resto la haya visto, me dijo. Y agregó que los libros deberían presentarse quizá luego de un año de impresos y distribuidos, cuando ya han conversado con la sociedad, cuando ya se puede hablar de ellos con un mínimo de conocimiento.

En las sobremesas que compartimos lucía como un tipo alegre. Feliz. Y acompañaba su felicidad con una botellita de cerveza. Solo una. Y nos decía —porque hablaba para todos los que estábamos en la mesa— que en Alemania, donde vivió, muchos tenían un problema con la bebida, a tal punto que esos muchos se veían obligados a beber cerveza sin alcohol. Pero esas eran anécdotas intrascendentes. Estuvo en Alemania cuando cayó el muro de Berlín.

Alguna vez, en un taxi, y debido a un tema que venía investigando, le pregunté sobre los métodos de tortura que se aplicaron en Latinoamérica. Mencionó, entre otras cosas, el manual KUBARK. Aquí el gesto se le volvió sombrío. Participó en las investigaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Interrogó a altos mandos de la Marina y su labor era pescar las incoherencias en sus relatos, que las había y muchas.

La última vez que conversé con él fue durante un festival. Se le veía muy alegre. Feliz. Con esa felicidad que nos genera el hecho de comprobar que las cosas que deseamos se van cumpliendo.

Ciro Alegría Varona falleció el domingo pasado. Creo que lo admiré más de lo que imaginaba.

jueves, 12 de marzo de 2020

Novelas por WhatsApp


Estoy algo escandalizado. B me ha dicho que está escribiendo una novela por WhatsApp. Esto quiere decir que, en lugar de utilizar un procesador de texto común y ordinario como Word, B ha creado un grupo de WhatsApp (donde ella es la única integrante) para escribir allí su novela.

Todo comenzó, me cuenta B, el día que fue a su cita con el dentista. Esa mañana le comunicaron que tenía que esperar. Y B desesperó. No había llevado nada para leer y en su celular no tenía acceso a internet para distraerse revisando las redes sociales. Estaba comenzando una nueva novela (tiene una ya publicada) y pensó que sería una buena idea apuntar algunas cosas en WhatsApp.

Pero lo que comenzó como una simple anotación, al poco rato se convirtió en una narración fluida. B estaba escribiendo el tercer capítulo de su novela allí, en su celular, con una concentración que solo nace cuando el océano de palabras que tienes en la cabeza pugna por escapar de ti para convertirse en lenguaje escrito.

B me contó que no le fue difícil hacer a un lado la escritura que antes ejecutaba desde de la laptop. Y en este punto creo entender el motivo. El celular es una computadora que uno lleva en el bolsillo y con la que muchos pasan gran parte del día. El celular es ya una extensión más de nuestro cuerpo.

A este respecto debo aclarar que B no ha abandonado por completo a su laptop, pero ha reducido considerablemente su uso. Apenas la utiliza para editar y corregir y pulir lo que ha escrito por WhatsApp (esta, en realidad, es la labor de la escritura en sí: corregir y corregir). Para lo otro, para el caos de palabras que surgen cuando uno se mete de lleno en el oficio de escribir, usa solo el celular. Y así ha avanzado un gran tramo de su novela. Quizá, me confiesa, ahora escribe más que antes. En todo momento y en lugares impensables.

Decía que esto me escandaliza porque, en lo particular, encuentro un poco extraño que alguien utilice el celular para hacer literatura. Sin embargo, se sabe que renombrados escritores como Ricardo Sumalavia o Mario Bellatin han escrito algunos libros usando estos aparatos.

A lo mejor el anticuado soy yo, quien aún está anclado a resolver la escritura en un cómodo escritorio y con ambas manos tendidas sobre el teclado, como si fuera un pianista. Aunque, ahora que lo pienso, ¿no es más cómodo estar recostado en el sillón y escribiendo con los pulgares? Escribiendo esta columna, por ejemplo.

jueves, 5 de marzo de 2020

Clase maestra

En una entrevista a propósito de Opus Gelber. Retrato de un pianista, Leila Guerriero afirmó que «el periodismo narrativo no se puede hacer sentado en una redacción doce horas al día y haciendo entrevistas por teléfono». El periodismo, en efecto, es hacer calle, salir, ensuciarse los zapatos. Ya luego, como consecuencia de la constante aventura, uno llega a tener calle.

Luis Miranda tiene mucha calle y pluma rigurosa, de cirujano. La editorial Colmillo Blanco le reeditó el año pasado El pintor de Lavoes y otras crónicas.

Si queremos resumirlo, este libro es una clase maestra de crónica periodística. En pocas páginas, Miranda nos demuestra que es un excelente cazador de historias. Su osadía y buen olfato lo han llevado a lugares llamativos, como una discoteca donde miles de muchachos se reunían para bailar tecno o a las zonas más peligrosas de un distrito para seguirle la pista a un hosco grafitero.

Miranda domina el lenguaje y con este captura la esencia de las calles y los seres que las habitan y nos entrega personajes deslumbrantes, a los que uno puede oler y escuchar mientras se sumerge en este universo. En el prólogo de esta edición, y refiriéndose a las páginas donde aún perviven sus propias criaturas, Miranda expresa así el logro de dar vida a través de la palabra: «sus personajes siguen vivos, a pesar de que muchos estén muertos».

Al leer estas historias, uno puede intuir que el autor se divirtió mucho involucrándose con ellas y, posteriormente, arrojándolas sobre el papel. Su especialidad es la frase hilarante e ingeniosa. En una crónica sobre la urinoterapia transcribe un testimonio: «Un amigo dice que cada vez que toma cerveza Cristal, su orina sabe a Pilsen». También es consciente de que al lector hay que robarle la atención desde la primera línea. Una crónica sobre la compra y venta de ropa usada inicia así: «De Tacora se puede salir calato, pero también bien vestido».

Cada tanto, Miranda riega sus textos con imágenes que se le incrustan a uno en la cabeza con una pasmosa facilidad: «Una cicatriz le marca el cráneo pelado como una larga cremallera» o «ella pone carita de niño, achori, con un Hamilton colgado de la sonrisa».

¿Hay alguna norma para escribir crónicas que resistan al tiempo? Tras esta lectura solo se me ocurren dos: hacer calle y pisarle el cuello al lenguaje para que este diga lo que queremos que diga, palabra por palabra.

jueves, 27 de febrero de 2020

Apendicitis

Mary Henrietta Dering Curtois. Ruston Ward, Lincoln County Hospital (1891)

Contrario a lo que se piensa, en los hospitales uno jamás consigue leer gran literatura.

La literatura de los hospitales se reduce a la que contiene el diario o la revista –lo mismo que en las salas de espera del dentista o el peluquero–, que es, en realidad, una literatura en estado prematuro, urgida por las prisas del cierre. Una prosa apurada cuyo canto solemne se mezcla con las lejías de los que limpian y los quejidos de los dolientes y los ronquidos de los que sueñan.

La literatura de los hospitales debería pertenecerle a la poesía porque ella convive con el dolor y es fragmentaria –entre quejido y quejido puedo leer un verso– y también porque la poesía parece sobrevivirnos a todos. De hecho, la poesía misma habita en las salas donde reposan los enfermos: en las moscas que, sobre la piel, duermen un sueño violento y veloz; en el agua lenta de las cánulas que llevan el suero salvador allí donde antes descansaba la esfera de nuestros relojes; en el susurro de los enfermos que hablan consigo mismos o con Dios y se hacen promesas y se las hacen a Dios también («si salgo vivo de esta, juro no volver a fumar»).

La muerte aún está por aquí y lo que se espera es que se retire de a pocos. Al muchachito de al lado, mi vecino después de la operación del sábado, el ser con quien más he intimado en estos últimos días porque lo he visto sufrir y yo no le he negado mi callado llanto, a este muchachito, decía, la muerte se le ha dormido sobre los riñones como un pesado gato, y los doctores van y examinan al gato, lo tocan con cuidado, no vaya a ser que despierte malhumorado y clave sus uñas sobre la debilitada carne.

Por la noche he observado a ese gato oscuro y de ojos encendidos y le he dicho, con lo que intenta decir una mirada, que se largue ya. Pero cada cual tiene su felino aquí, y el mío es tierno y me ha mordido en el costado y ya espabila un poco y los doctores me dicen que quizá, a lo mejor, se marcha en la mañana.

Por la noche salgo a leer al pasillo —camino lento, como poeta desconocido por las masas o decano de universidad— y confirmo esto que venía diciendo. Que en los hospitales no se puede leer gran literatura (quizás la única excepción sea la Biblia, que aquí se lee mucho porque es poesía). No se consigue la concentración necesaria. Quizá escribir sea, en estos momentos, la única señal que uno puede emitir para que no lo den por muerto.

jueves, 13 de febrero de 2020

Melancolía

Adagio, según la RAE, es una «sentencia breve y, la mayoría de las veces, moral». Son adagios, entonces, los refranes o proverbios que la sabiduría popular ha derramado sobre las personas para ayudarlas a expresar una idea usando un lenguaje mínimo y depurado.

De estas palabras u oraciones que encapsulan pensamientos ancestrales se ha valido Ciro Alegría Varona para escribir Adagios. Crítica del presente desde una ciencia melancólica, texto con el que ganó el último Premio Copé en la categoría de ensayo.

Este libro se compone de 43 ensayos agrupados en tres partes: «Persona», «Poder» y «Asombro». Los títulos de cada texto sugieren sutilmente el tema que abordará. Así, «Dime con quién andas y te diré quién eres» trata sobre el conocimiento que surge cuando dos personas entablan una relación, «Vendepatria» hace referencia a la corrupción entendida como un mal de la razón y «Allí penan» presenta una sentida reflexión sobre el aura de humanidad que pervive en los lugares públicos, como las cárceles o los hoteles.

Algunas de estas cavilaciones están escritas desde la intimidad. Lo advierte el autor en la introducción: «Estos ensayos son fotos que he tomado a mis pensamientos durante años». Este llamativo rasgo de quien no teme mostrarnos las profundidades de su ser, sumado a un lenguaje claro y sencillo, por momentos nos remite a las Prosas apátridas, de Ribeyro.

Es notoria, además, la honda investigación que Alegría Varona le ha dedicado a cada tópico de este libro. Él mismo lo afirma así: «Posiblemente mis ensayos den la impresión de no ser investigaciones filosóficas porque tienen una pretensión literaria. Pero la verdad es que sí investigo, y mucho, cuando ensayo».

Asimismo, llama la atención la amplitud temática de este libro tan breve. Hay agudas reflexiones sobre los asuntos más habituales, como el sufrimiento o el amor, y otras que afrontan cuestiones menos convencionales, como las redes sociales, el consumo de música y la embriaguez. También asombra y agrada que, para ilustrar sus ideas, el autor se sirva no solo de los clásicos de la tragedia griega (Esquilo, Sófocles y Eurípides), sino también de escritores más contemporáneos (Hermann Hesse, Francis Scott Fitzgerald y Roberto Bolaño).

En Minima Moralia, Adorno —a quien Ciro Alegría Varona llama «Virgilio de mis investigaciones filosóficas»— definió a su filosofía como una «ciencia melancólica». Y aquí, en estos Adagios, resulta enigmático que solo una mirada triste arroje un poco de luz sobre la realidad del presente.

jueves, 6 de febrero de 2020

Óscar 2020: predicciones

Por estas fechas me da pereza de existir y me abandono al visionado de las nominadas a los Premios Óscar. Cargo con esta pereza desde 2014. Disciplinada pereza que me hace ver casi todas las películas en competencia, incluso en categorías tan poco atractivas como mejor mezcla de sonido o mejor diseño de vestuario. Sin embargo, por allí que te topas con una película fenomenal y entonces ha valido la pena pasar tantas horas delante de una pantalla.

En fin, que el Óscar de este año no me entusiasma mucho, pero cuando ya adquieres la costumbre (el vicio, es decir), los ojos te exigen ver una cinta tras otra. Así que aquí vamos con algunas predicciones.

El Óscar a la mejor película será para 1917, aunque no se lo merezca. Y el premio para el mejor director será para Quentin Tarantino, quien ya lleva algunas ediciones peleando en dicha categoría.

La estatuilla para mejor actor no tiene mayores misterios: Joaquin Phoenix, en Joker, ofrece quizá una las mejores actuaciones que hayamos visto en muchos años. Para mejor actor de reparto, si bien todos apuestan por Brad Pitt, yo me inclino a favor de Anthony Hopkins por su estupenda interpretación de Benedicto XVI en The Two Popes.

Todo parece indicar que Renée Zellweger se llevará el premio a mejor actriz por encarnar a Judy Garland en Judy, y tampoco tengo dudas al respecto. Para mejor actriz de reparto admito que Laura Dern es una de mis favoritas (ese papel de abogada malévola que hace en Marriage Story resulta inolvidable).

No estaría mal que Knives Out se lleve la estatuilla al mejor guion original, pero la tiene difícil junto a Once Upon a Time in Hollywood. Tampoco le vendría mal el premio de mejor fotografía a The Lighthouse, una cinta verdaderamente perturbadora, surrealista y arriesgada, y que, sin duda, mereció más nominaciones.

Y el reconocimiento a la mejor película internacional (mi categoría predilecta) parece que tiene una sola favorita: Gisaengchung. La surcoreana (que es un filme genial) ha ganado todo lo que le ha salido al paso. Creo que aquí tampoco habrá mayores secretos, aunque no me disgustaría si le dan el premio a Honeyland o Boże Ciało.

Y así se acaba un tramo del año que empezó con la amenaza de una supuesta Tercera Guerra Mundial y que continúa con una epidemia de coronavirus que mantiene en alerta a las instituciones encargadas de velar por la salud. Por este motivo, ir al cine, encerrarse un par de horas en esa bóveda negra, es olvidarse un poco del caos que se vive allí afuera, en el mundo real. Oda a la pereza absoluta.

jueves, 23 de enero de 2020

Reencarnación

Un rescate literario es la reencarnación de un libro. Por lo general, de este proceso se encarga un editor que, ya sea por fortuna u obligación, ha encontrado un texto de gran valor y que ha caído en el olvido. Dadas estas circunstancias, el editor decide darle una nueva vida, arrojarlo a las luces del mundo en el que habita para ver si corre con mejor suerte o viene el olvido a cubrir sus páginas por segunda vez.

De esta manera, llega La medusa (La Travesía, 2019), novela del arequipeño Augusto Aguirre Morales, publicada originalmente en 1916. Haciendo pequeños cálculos, hubo allí una mano que se hundió en el terreno de la memoria de las letras dormidas y que escarbó 103 años y dio con una narración de tono filosófico, muy densa y con final trágico. Algo que da gusto leer un siglo después.

Aguirre Morales fue el clásico escritor de su tiempo. Es decir, polifacético y fecundo. Escribió poesía y narrativa, y fue periodista, docente y burócrata. En esos años, queridos amigos, si no tenías celular, el tiempo te alcanzaba para estas cosas y también para hacer vida social (Aguirre Morales perteneció al movimiento Colónida).

Antes de centrarnos en la novela, hay que situarla en un contexto mayor: 1916. En ese año, en Europa, se funda el dadaísmo y Joyce publica Retrato del artista adolescente. En el Perú aparece la famosa revista Colónida (que toma el nombre del movimiento impulsado por Abraham Valdelomar) y Eguren publica La canción de las figuras.

La medusa es una novela de difícil acceso. Las abundantes reflexiones filosóficas de las que está compuesta dejan poco espacio para la trama: un sujeto observa el maltrato al que es sometida su vecina, quien es víctima de un esposo entregado al alcohol. A este argumento minimalista se le suma el clima del lugar (un verano muy ardiente), el cual parece determinar las acciones de los personajes.

Es una novela que exhibe cierto grado de complejidad porque el protagonista, quien nos cuenta la historia en primera persona, formula en todo momento divagaciones sobre los recuerdos, las sensaciones, el tiempo y la existencia. Nos dice, nada más empezar el libro, que «la vida es una espiral eterna de tentáculos de medusa».

Cuando nos vamos acostumbrando al ideario que posee el protagonista, su pensamiento va cobrando cierta claridad (más aún cuando explica su filosofía a través de la música) y la novela, en consecuencia, se vuelve intensa y lírica. Y todo esto aumenta progresivamente hasta desencadenar en un final que uno jamás espera.

Anunciar la calidad de La medusa debería bastar para que los lectores se acerquen a sus páginas. Sin embargo, no estaría demás acudir a la exhortación (tomando en cuenta que este texto ha soportado más de un siglo de silencio). Por lo tanto, tengo que decirlo de manera breve: lean este libro reencarnado.

jueves, 16 de enero de 2020

Cuentos extraños

El cuento, género rígido y muy hermético, posee ciertas reglas que son imposibles de eludir. Por este motivo, hay una valentía en el acto de escribirlos y burlar sus lugares comunes o huir de nuestra tradición (que es, esencialmente, realista). Una prueba de esto son los cuentos reunidos en Todo es demasiado (Emecé, 2019), de Cristhian Briceño, quizá una de las publicaciones más destacables del año pasado.

En las once narraciones que componen este libro predominan, sobre todo, las situaciones extrañas, inusuales y violentas: una pareja que tiene como cena a un chico de quince años, un hombre que observa el mundo de los muertos desde su televisor, dos sujetos que se inscriben a un curso que les enseñará a fusionar sus cuerpos, un sargento herido que se arrastra llevando su pierna bajo una axila o un tipo que va a buscar la cabeza de su novia hasta la puerta de un bar.

Existe una intención por presentar lo macabro y lo absurdo como algo común, aceptado. Para manifestar esta propuesta, Briceño hace una suerte de declaración de principios en el primer cuento, «De Ray para Dorothy», donde, además de la atmósfera truculenta en la que se desenvuelve la historia (y que impregnará a las demás), nos muestra el lenguaje que desplegará en los demás relatos. A este respecto, podemos decir que Briceño opta por la frase larga, los diálogos aparentemente parcos (a lo Carver) y los símiles edificados con esmero y exactitud («… con un aplomo que irradiaba tanta luz como un atardecer de Turner…»).

Lo más atractivo de estas historias son los también extraños detalles que Briceño ha incrustado en ellas: una mujer que acaba de ser arrollada por un autobús y lleva sucias las plantas de los pies, un par de orejas que son difíciles de masticar porque el cartílago no se ha cocido bien o unos tacones rojos que resaltan la desnudez de una anatomía femenina. Más allá de las descripciones crudas que nos regala el autor, lo realmente perturbador está en estos pequeños elementos que van configurando la sordidez de los relatos.

Tal como lo ha dicho el mismo autor en algunas entrevistas, aquí el protagonista no es tanto el asunto del cuento (el tema), sino el lenguaje con el que se ha hilvanado. Briceño, más que un contador de historias, es un acertado fabricante de imágenes. Por lo tanto, se puede afirmar que ha escrito estos cuentos con las herramientas de las que se ha provisto en su oficio como poeta.

Con Todo es demasiado, Briceño nos demuestra una evolución llamativa con respecto a su anterior conjunto de relatos, La literatura en Alaska. Quizá tenga pendiente como única tarea afianzar su estilo. En realidad, hay pocas cosas que pedirle a un narrador tan destacado y que va trazando el camino de su consolidación.

jueves, 9 de enero de 2020

Galeote de la pluma

Yo tenía la creencia de que, días antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el escritor apagaba la computadora o colocaba a un lado la Olivetti o guardaba para siempre las libretas de apuntes. En suma, que colgaba las armas y se despedía un poco del mundo porque allí, en Estocolmo, iban a matarlo con honores (vean la escena con la que inicia El ciudadano ilustre).

(Creencia entendible si asumimos que dicho premio es la coronación última a la que puede acceder el escritor en aquello que se conoce como «carrera literaria». Luego de esto, supongo, la gloria y el abismo).

No obstante, la lectura de la última novela de Mario Vargas Llosa me ha hecho reflexionar sobre la vigencia de un escritor que ha recibido, quizá, todos los premios literarios más importantes del planeta. Un autor incansable y fuera de serie. Un verdadero galeote de la pluma.

Tiempos recios (Alfaguara, 2019) es un libro que se inscribe dentro del subgénero de la ‘novela de dictador’ y cuyo escenario se sitúa en la Guatemala de los años 50, durante los gobiernos de Jacobo Árbenz y Carlos Castillo Armas.

El libro inicia con un desconcertante texto titulado «Antes» y que está escrito con un lenguaje expositivo. Desconcierta porque uno llega a pensar que toda la novela ha de estar construida con una prosa tan gélida como la de ese arranque. Sin embargo, con los capítulos I y II asistimos a un cambio notable.

Es así que, alternando episodios largos junto a otros muy breves (32 en total), Vargas Llosa nos introduce en los dilemas de Árbenz y sus ideas de progreso (que Estados Unidos, a través de la CIA, cortará de raíz) y el ascenso y caída de su sucesor, Carlos Castillo Armas (el misterioso asesinato de este le dará a la historia un aura de poderoso thriller).

Si bien la novela no es tan extensa, nuestro Nobel se las ingenia para concentrar en ella los sucesos más oscuros de Guatemala y especular sobre lo que hubiera pasado si la CIA, con la excusa de una cacería de comunistas, no hubiera aplastado las reformas que trató de implantar Árbenz durante su mandato.

Por otro lado, resulta destacable la construcción de los personajes, pero, sobre todo, la de Marta Borrero Parra, tal vez el más logrado de todos los que desfilan a lo largo de la novela. Su presencia la atraviesa por completo y le sirve a Vargas Llosa para, hacia el final (en un texto titulado «Después»), llevar lo narrado hacia el límite entre realidad y ficción (en este punto hay que detenerse porque Marta existió, aunque su nombre verdadero fue Gloria Bolaños Pons, antigua amante de Castillo Armas).

Vargas Llosa reafirma con Tiempos recios su magisterio sobre el género novelesco y demuestra, a la vez, una tenacidad elogiable en el oficio. Por el momento parece estar lejos de abandonar las ficciones y hay que agradecer que sea así.

jueves, 2 de enero de 2020

Nominado


Reunión vespertina con C y J en casa de mis tíos. J ha traído un Michel Chapoutier que, para los que no sabemos de vino, suena demasiado bien. Se ha olvidado, sin embargo, el sacacorchos. Así que J pasa gran parte de la tarde intentando agujerear el corcho con un destornillador. Y mientras esperamos que haga el milagro, hablamos de lo que estamos haciendo. ¿Estamos escribiendo? Sí y no. J está redactando una tesis de Verástegui y nos dice que Teorema del anarquista ilustrado es una gran novela y que Fata Morgana, que no es de Verástegui sino de Hinostroza, es una gran gran novela. Dos veces gran es demasiado, pienso. Creo que te gustan las novelas de poetas, le digo. Me gusta el lenguaje, dice J. C, en cambio, ha estado semanas atrás en Guadalajara, donde ha visto a medio mundo de la República Letrada. Por allí andaban Fresán y Zambra. Y en fin, que no se ha tomado ninguna foto y le digo que, en los tiempos modernos, eso es un error. Que si no te tomas al menos una foto en la FIL de Guadalajara es como si no hubieras estado allí. Y es entonces que C confiesa su poco talento para las relaciones públicas y la autopromoción. Que no está mal, hombre, que no está mal, nadie es perfecto, le digo. J, que ha preferido hundir el corcho del Chapoutier en lugar de agujerearlo, dice que ahora, en el mundo hipermoderno, escribir es el requisito más indispensable para destacar. Lo importante es establecer una red de contactos (reseñistas, editores, periodistas, escritores, libreros, organizadores de eventos) y quedar bien con todos. Era lo que menos hacía Bolaño, dice J. Y agrega: aunque quizá Bolaño atacaba a medio mundo porque era demasiado temerario o demasiado consciente de su talento o ambas cosas a la vez. Pero la pregunta inicial era: ¿estamos escribiendo? Sospecho que C está en medio de una novela pese a que diga que está retocando unos cuentos. Yo, en cambio, me amparo en la prosa semanal de estas columnas y puedo decir que sí, que estoy escribiendo (en términos generales). Al caer la noche, nos despedimos sin haber bebido una gota de ese Chapoutier. En la residencia de mis tíos apenas hay mesas y sillas y algunas camas. Una casa de playa en toda regla. Aquí han de llegar algunos familiares para celebrar el Año Nuevo. Al día siguiente, muy temprano, reviso el celular y me entero de que C ha sido nominado a unos premios que tienen cierta importancia, pero donde se valora más la popularidad que el talento. Y en ese instante imagino a C en medio de su alegría y también de su encrucijada. La autopromoción, pienso. Las relaciones públicas, pienso. La va a tener difícil si quiere ganar ese premio, pero dudo que quiera. C no se mueve en el plano de lo extraliterario y, por lo tanto, es una de las pocas personas a las que yo llamaría escritor.