Enfréntate a la prosa de Pierre Michon y no te rindas. Michon, el de las frases largas, larguísimas. Avanza como puedas, sin que el cansancio te afecte. Todo esfuerzo será recompensado. El primer contacto con este francés puede resultar tormentoso para muchos. Aquella sintaxis puede afectar los nervios. Pero es que Michon está preparando el terreno para llevarte al manantial oculto. Su prosa es el aparente camino tortuoso por el que hay que transitar. Es necesario que su estilo se nos imponga. Que su lenguaje nos estruje un poco. Michon lo está controlando todo. Después, con el transitar de las páginas, descubrimos que Pierrot nos posee, que estamos bajo su absoluto control.
*
Y
François Corentin fue uno de los primeros en caer en la cuenta; quiero decir
que pertenecía a las primeras generaciones de hombres que cayeron en la cuenta,
no con el intelecto, no, ni por malicia o cálculo, sino con el corazón, que
cree que no calcula, por más que fueran sus arrebatos más calculadores que el
sentido común iletrado de mil comerciantes en vinos, viejos y bribones. Se
contaba Francois Corentin entre esos escritores que estaban empezando a decir,
y seguramente a pensar, que el escritor valía para algo, que no era lo que
hasta entonces habían creído; que no era esa superfluidad exquisita para uso de
los Grandes, esa frivolidad sonora, galante, épica, para que se la sacara un
rey de la manga y la exhibiera ante jóvenes más o menos vestidas, en Saint-Cyr
o en el Parque de los Ciervos; que no era un castrado ni un saltimbanqui; que
no era un objeto hermoso engarzado en la corona de los príncipes; que no era
una mujerzuela, ni un chambelán del verbo, ni un comisionado de festejos; nada
de todo lo dicho, sino una inteligencia, un aglomerado potente de sensibilidad
y de razón que había que incorporar a la masa humana para que fermentase; un
multiplicador del hombre, un poder de crecimiento del hombre, igual que las
retortas lo son del oro y los alambiques del vino; una máquina poderosa para
incrementar la dicha de los hombres. Ese empujoncito tiene por nombre los
escritores de las Luces, usted lo ha dicho, caballero.
*
El niño, parado, lo contempla todo con gran
interés, a los lemosines negros, el barro, el olor negro; casi ni se acuerda ya
de meterles miedo a las dos mujeres que tiene a su disposición. Aquí llegan,
junto a él, recuperan el aliento, ríen y riñen un poco, lo tocan; la falla
cruje pegada a él. Si las mirase, vería que su madre también lo mira todo con
gran interés, dilatando los ojos, abriendo las ventanas de la nariz al olor
negro: alta, guapa, formal y piadosa, pero sin hombre desde que se fue el
poeta, y con las ventanas de la nariz apasionadamente abiertas al olor negro.
Francois-Élie, sin mirarla, pregunta qué hace ahí esa gente. «Están volviendo a
hacer lo que hizo por primera vez tu abuelo», dice la madre. «Hacen el canal».
Y entonces el niño, muy puesto en el asunto y con tono de evidencia enojada,
dice:
—Esos no están haciendo nada: están
trabajando.
¿Sonríe, caballero? ¿No se lo cree? Sí, demasiado bueno para ser cierto:
el artista, ¿estamos?, el creador, ese que quiere creer con todas sus
fuerzas, y que consigue creer al fin, que el fundamento y principio del acto
que permite hacer presa en el mundo, del acto digno de tal nombre, es la
intelección en estado puro, la magia en resumidas cuentas, la voluntad mágica
de uno solo, y que no es maquínico sino por añadidura, mágicamente maquínico
por llamarlo de alguna manera, de la misma forma que sucede en el acto de Eros.
MICHON, Pierre. Los Once. Barcelona: Anagrama, 2010.