lunes, 30 de marzo de 2015

Betina González sobre el éxito literario


Durante veintidós años escribí a escondidas, sin esperanzas y para esa nena. Es que ya entonces percibía la desmesura de mi ambición. Una desmesura que se fue clarificando con el paso del tiempo: vivía en una casa más del Gran Buenos Aires, tenía el apellido más común de la lengua española, trabajaba mil horas en lugares que detestaba y mi vida no transcurría entre fiestas y tertulias literarias. Era obvio que nadie nunca iba a presentarme a un escritor o a un editor de carne y hueso. Mejor que trabajara realmente en mi escritura porque era lo único que tenía. Y eso hice.

A los treinta y cuatro años y gracias a la Universidad de Texas en El Paso, me encontré con dos libros terminados con los que no sabía qué hacer. Una amiga me contó que su prima era escritora, que había publicado algunos libros y que quizás podía ayudarme. Resultó que se trataba de Paola Kaufmann. Yo había leído La hermana y me había gustado. Después de mucho dudar (¡Paola acababa de ganase el Premio Planeta!), vencí el pudor y le escribí. Puedo reproducir exactamente lo que me contestó porque guardé para siempre ese correo (Paola murió unos meses después, apenas unas semanas antes de que yo ganara el Clarín; ni siquiera llegué a agradecerle personalmente su generosidad). Entonces me dijo algo que solo sabemos los que ya hemos publicado: «La verdad es que las editoriales acá, salvo quizás honrosas excepciones de editoriales chicas, no reciben manuscritos, o los reciben pero no los leen. El modo de que te lean (no necesariamente que ganes nada) es mandar a algún concurso piola, grande, con buenos jurados». Ese era el camino que había seguido Paola (bióloga de día, escritora de noche) y quizás el único disponible para aquellos que sienten que, en la batalla por la publicación, no tienen más armas que su escritura y el esfuerzo cotidiano en ella.

Fuente: Aquí.
(Tienen que leer el artículo completo para que entiendan el título de esta entrada.)

domingo, 22 de marzo de 2015

Señores y sirvientes


No soy una persona muy religiosa, la verdad. Es más, la idea de Dios —el Dios con «d» mayúscula— me ha inquietado tanto desde que descubrí que una persona puede vivir en la tierra sin creer en Dios. Puede incluso morir sin creer en Dios. Y en el transcurso del inicio de la vida y la llegada de la muerte lo que hace uno, pues, es leer muchos libros, entre otras cosas, y es haciendo esas otras cosas y leyendo esos muchos libros donde, quizá, quién sabe, se le presenta Dios a uno y uno no lo sabe porque no está buscando a Dios precisamente haciendo las cosas que tiene que hacer y leyendo los muchos libros que tiene que leer. 

Dios. Cuando uno tiene sexo, él o ella suelta ese «oh, Dios» mental que en una porno es el oh, my God! verbal y es quizá porque allí se ha manifestado algo divino, algo que uno no puede explicar y tal vez solamente lo suelta por el mero hecho de agradecer eso que se le está manifestando a uno, como la suerte. Recuerdo que daba el paseo del domingo con una tía muy anciana que ya murió, pero que en ese entonces vivía y se gastaba caminando, y necesitaba un bastón para caminar y un sobrino que la acompañe por las calles del centro de la ciudad, solo por el hecho de gastarse lo poco que le va quedando de vida caminando, como si no se hubiera caminado ya mucho a esa edad; esa tía, decía, caminaba conmigo bajo el sol de la ciudad del que en ese entonces no renegaba, cuando vimos de pronto una cartera. Me agaché a recogerla y nos pusimos a observar su contenido. Quiere decir que nos detuvimos. Tan solo unos metros más adelante vimos cómo un balcón se desplomaba justo en el lugar en el que hubiéramos estado si no hubiéramos encontrado la cartera. Entonces mi tía dijo «Dios, qué suerte». Y por un instante entendí cómo se corporizaba esa pequeña estela que Dios deja a su paso si es que estamos pensando que Dios ha transitado por allí. No hubiera sido lo mismo si otro se hubiera encontrado la cartera en otro momento, unos minutos antes. Una cartera que se aderezaba al sol.

Dios, quiero decir, se manifiesta de múltiples formas en la vida de un hombre si pensamos que ese hombre tiene alguna idea sobre dios (ahora con minúscula).

Y lo que me sucede a mí es que leo un párrafo y, cuando es magistral, pienso «Dios» y digo «Dios» en la mente y si estoy solo digo «Dios» muy bajito, y así Dios se va acumulando en lo que voy leyendo y ese Dios que se piensa o se pronuncia se dice por algo, porque uno intuye que en lo leído hay una suerte de Revelación (con mayúscula). Uno ve la luz, quiero decir. Y he dicho muchos dioses con Francisco Umbral, si vamos al asunto. Pero los dioses que más me cuesta reconocer son los de Michon porque Michon escribe como Dios, es decir, en modo difícil y uno tiene que leer dos, tres veces el mismo párrafo y a fuerza de releerlo uno acaba leyendo el mismo libro dos, tres veces. Dios, o Michon, cuando uno ya lo tiene leído, cuando ya ha avanzado algo del libro, cuando las primeras páginas ya dejaron de ser las primeras, es entonces que, si no lo ha dicho antes, comienza a decirlo después. Comienza a decir «Dios». No encuentro otra manera de explicar la buena literatura. 

Me cuesta reconocerlo porque en el instante mismo que lo leo le quiero ver las costuras a eso que está escrito y no puedo porque la sintaxis no me deja. Pero luego viene de golpe esa suerte de stendhalazo, todo eso que es Michon viene de golpe y lo empuja a uno, lo azota fuerte en el pecho, como en aquella vez que jugaba al fútbol.

Jugaba, digo, porque ahora, debido a una enfermedad, ya no juego. Jugaba y caminaba por el césped sintético (porque lo bonito de jugar al fútbol era que uno podía pasársela caminando todo el partido si así lo quería y decir que había jugado), caminaba y pensaba. Y puedo jurar que no pensaba yo, si no que otra fuerza me hacía pensar. Horas antes había terminado Vidas minúsculas, donde Michon es más Dios, es decir, que es su obra maestra, y aquella prosa me golpeaba mientras caminaba en el césped, y no podía contener tanta belleza, y es allí cuando uno piensa «Dios» y lo dice, porque nadie lo está oyendo a uno, y también quiere llorar, porque la belleza tiene ese poder, llorar y correr para gastarse un poco. Y así me pasó cuando leí Los once o Rimbaud el hijo. Había un momento de suspenso luego de acabar el libro, un suspenso de horas o días en los que esa prosa elegante me seguía golpeando. Y hoy, mientras nadaba en la piscina junto a K, me golpeaba con fuerza renovada, esa prosa tenue y confusa, me daba en el pecho, que es por donde comienzan todas las iluminaciones, esas imágenes que aún resuenan en la mente como si Michon mismo las estuviera escribiendo al  tiempo que uno las va pensando. Y las escribe con fuerza. Como para que no se olviden, como para que pesen en el alma de uno. Como para que uno mismo tenga alma de una vez. Como si Michon nos estuviera creando o, lo que es lo mismo, escribiendo. 

No, lo serio de verdad, aquello en lo que consiste la pintura, es trabajar igual que rema un galeote en la mar, con rabia e impotencia: y cuando está rematado el trabajo, cuando se abren por un momento las puertas del presidio, cuando está colgado el lienzo, hay que decir a todos, a los príncipes, que se lo creen, al pueblo, que se lo cree, a los pintores, que no se lo creen, que a uno le salió la obra de golpe, contra la propia voluntad y en un milagroso acuerdo con ella, casi sin cansancio, igual que una primavera que brotase en la punta de los pinceles, en decir que un algo se adueñó de la mano de uno y la fue guiando de la misma forma que los putti con un solo dedo sujetan un carro; y ese algo es Tiépolo redivivo, toda la pittura infundida en uno, la observación de esa naturaleza tan preciada (¿está usted oyendo, señora mía, las silenciosas carcajadas que les suenan por dentro de la cabeza a los pintores?), el arte en fin, alado como un ángel y complaciente como una maja. Algo así como imaginarse a un galeote, en el puente de la galera, con una bola en cada pie y las manos inertes, declamando que el mar ha tenido la gentileza de impulsar su remo, que ha ocupado su lugar para purgar su pena, que lo ha acunado y —¿por qué no?— que ha nacido de su remo.

MICHON, Pierre. Señores y sirvientes. Barcelona: Anagrama, 2003.

domingo, 15 de marzo de 2015

Un pedigree


Patrick Modiano tuvo un padre que jamás lo quiso y una madre que siempre estuvo ausente (y viceversa: padre ausente, madre que no lo quiso). ¿El resultado?: Modiano ganó un Nobel. No hay nada mejor para triunfar en Literatura que haber tenido una infancia y niñez terribles.

En Un pedigree, Modiano cuenta su vida, la vida de sus padres y la vida de esos extraños que cumplieron roles de padres sustitutos, hasta que publica su primer libro. Una biografía llena de calles, fechas, nombres. Todo muy preciso, detallado. Luego, el padre que no le daba dinero, la madre que quería ser actriz (al final lo fue) y le pedía dinero. Una familia que se desmorona. En una parte del libro, Modiano dice que se sentía como un perro.

(De hecho, la horrible portada en la edición de Anagrama refleja muy bien lo del perro. Observación trascendente: ¿No son maravillosas las portadas minimalistas de los libros que se editan en Francia? Y, además, ¿no se ahorra mucho cuando ya no se necesita a un ilustrador?)

Modiano, decía él, es un perro. Los padres se querían deshacer del pequeño de una u otra forma. El padre siempre metido en negocios turbios, la madre queriendo ser actriz. No imagino lo que hubiera sufrido si el padre hubiese querido ser NOVELISTA. Me dan hasta escalofríos.

(O la madre POETA. Patatús.)

El padre murió en 1977. La madre, hace poco. El 26 de enero de este año. Una pregunta flota en el aire: ¿Modiano la invitó a la ceremonia del Premio Nobel de Literatura?

MODIANO, Patrick. Un pedigree. París: Gallimard, 2005.

domingo, 8 de marzo de 2015

Manuel Vicent sobre Francisco Umbral


En Madrid, el joven provinciano rindió la primera visita al inevitable Café Gijón, gabarra de náufragos hambrientos de gloria y alimentados con arenques, una botillería que durante muchos años sería su baluarte y rampa de lanzamiento. Hubo un primer itinerario por la Pequeña Aula de poesía del Ateneo para medirse como poeta, por la boca de la manguera del ministerio de Fraga donde manaban unas pocas monedas, por la cafetería de Cultura Hispánica para ligarse a alguna extranjera llevándosela al Prado, al Mesón del Segoviano y después al huerto. Durante esta travesía de Madrid, que sería su primera y mejor novela, comenzó a derramarse en artículos que sembraba en cualquier papel que los aceptara, sin ideología alguna, ni roja ni azul, que no fuera la de apacentador de verbos y adjetivos. Ante todo ritmo y sonido. Como Sinatra, yo no vendo voz, vendo estilo, decía. Quería ser escritor por dentro y por fuera. Pasaba media jornada alimentando su figura y la otra media destruyéndola. De esta forma, al final se fabricó la imagen de escritor romántico e inactual con el abrigo muy largo de terciopelo negro entallado y el complemento anglosajón de la bufanda roja hasta las rodillas, un Baudelaire, un Marcel Proust, un Oscar Wilde, según la moda de temporada.

Fuente: El País.

domingo, 1 de marzo de 2015

Jonathan Franzen sobre las redes sociales (otra vez)

Imagen robada de aquí.

La gente no me hace esa pregunta en Francia o Alemania [sobre por qué es tan odiado en Estados Unidos], entonces algo raro está pasando aquí. Una vez leí una entrevista en el St. Louis Post-Dispatch a T. C. Boyle, quien se encontraba de visita, y entonces le preguntaron: "¿Por qué hay toda esa hostilidad hacia ti?". Y él dijo: "Oh, es solo gente envidiándome". Y entonces pensé que decir eso era realmente una cosa peligrosa para él, porque la razón por la que yo me sentía un poco hostil hacia él era que no me había gustado su último trabajo. Entonces sería negligente de mi parte si no concediera la posibilidad de que lo que le molesta a la gente acerca de mí es que mi trabajo es terrible y sobrevalorado. Pero aquí está la interesante pregunta. Creo que mucha de la hostilidad viene del hecho de que yo cuestiono la utilidad de las redes sociales. Cuestiono, sin duda alguna, el modelo de las redes sociales como el modo en que los libros son promocionados y la información sobre los libros es difundida, porque la esencia del modelo es la autopromoción y no creo que la autopromoción sin parar sea una buena guía para el trabajo del escritor. Creo que las redes sociales son un modelo muy mal adaptado para la cultura literaria. Los escritores son solitarios. Ellos trabajan solos. Se comunican mediante la página terminada. Es espantoso obligarlos a autopromocionarse en un medio social. Eso va contra todo lo que conozco y entiendo acerca de  los muy buenos escritores de ficción. Es una combinación terrible. Y, claro, si tú gastas demasiado tiempo en redes sociales, no vas a estar feliz al escucharme diciendo esto. Pienso que hay una hostilidad particular hacia ese mensaje en particular. Pero es algo hilarante que me haya vuelto el pararrayos sobre este asunto, porque ¿a quién le importa lo que digo? ¿Por qué estás desperdiciando tanta ira en la opinión de una persona? ¿Soy de verdad mucho peor como una manifestación del universo a comparación de Jeff Bezos? ¿O la corporación Apple? ¿O Facebook? ¿Soy realmente el chico malo? Me parece exagerado.

Fuente: Booth.