lunes, 18 de septiembre de 2017

La hora final

Pese a tener continuos ataques de asma, Carlos Zambrano está fumando todo el tiempo. Es un ser que vive entre dos mundos. El primero está colmado por su mayor anhelo, el cual no se ha realizado aún y es tan etéreo como el humo de los cigarrillos que enciende con la llama de una vela o el fuego de una hornilla. La otra parte de su vida (lo concreto) no es para nada favorable: su matrimonio se ha disuelto y, además, está próximo a perder de vista a su hijo. No puede transitar en ambas realidades sin que una de ellas termine siendo perjudicada. Es miembro del Grupo de Inteligencia del Perú (GEIN) y su prioridad es capturar a Abimael Guzmán.

La hora final cuenta la historia de esta célebre unidad policial que tuvo como objetivo atrapar al principal líder de Sendero Luminoso, tarea que se vio cumplida un 12 de septiembre de 1992 tras la exitosa Operación Victoria.
 
Por la multitud de enfoques que ha tomado el cine o la literatura para diseccionar un tema tan manido como es el terrorismo en nuestro país, a estas alturas es difícil ofrecer una nueva perspectiva que impacte en el espectador. Que una película afronte este tema es desde ya todo un desafío. Los materiales son abundantes y delicados, y la mala combinación de estos puede otorgarnos una cinta olvidable o simplemente tendenciosa. La película dirigida por Eduardo Mendoza de Echave ha vencido el reto. No es soberbia, pero es más que aceptable. Yo he salido del cine con ganas de fumar y muy conmovido.

Desde la primera vez que observamos el escritorio al que se sienta Bernales, agente a cargo del GEIN, podemos notar un tablero de ajedrez en el extremo derecho. A partir de ahí la película declara sus intenciones narrativas: va a contar una historia que estuvo marcada por la estrategia (que es lo que fue finalmente la «captura del siglo») y lo va a hacer tomándose todo el tiempo que sea necesario. Es por esto que, por momentos, la cinta es sosa; sin embargo, de a pocos el juego se desarrolla y de esta forma se va desplegando un argumento notable que contiene además los nada sencillos conflictos íntimos de los personajes, todo esto en medio de los numerosos operativos de la unidad policial ya mencionada.

Lo de Pietro Sibille interpretando a Carlos Zambrano me ha parecido fascinante y su cota actoral se acerca bastante a lo hecho en Días de Santiago. Desde un principio llama mucho la atención lo obsesionado que se encuentra este personaje por cumplir la misión que se ha trazado. Por ejemplo (apenas empezado el filme), ocasiona un accidente en coche porque lo distrae una noticia en la radio. Asimismo, las paredes de la habitación en la que duerme están decoradas por un árbol genealógico criminal en donde solo falta aquel fantasma que lidera una revolución en el Perú.

En su búsqueda lo acompaña Gabriela Coronado, quien antes de ser integrante del GEIN fue enfermera (es necesario decir que el trabajo hecho por Nidia Bermejo para encarnar a este personaje es excelente). Hay un dilema que ella debe enfrentar y que quizá sea el punto más sensible de la película.
 
La hora final no es un largometraje difícil para el espectador común (obedece a un tiempo lineal y se toma algunas licencias necesarias para insertar la ficción dentro de lo sucedido), pero lo que resultó difícil (intuyo) fue distribuir todos los ingredientes de tal forma que la consecuencia sea una cinta a la que no se le puede objetar nada.
 
No obstante, si nos ponemos quisquillosos y exigentes, podemos decir que El evangelio de la carne sigue representando el punto más alto en la filmografía de Eduardo Mendoza de Echave. La diferencia es que La hora final se presenta en un actual contexto político y social que le favorece y, por si fuera poco, tuvo un estreno en más de ochenta salas en todo el país. Su éxito quizá no dependa tanto de la calidad del producto artístico en sí, sino más bien de condicionantes externos (la semana pasada se cumplieron 25 años de la captura de Abimael Guzmán, y un día antes, el 11 de septiembre, fue liberada Maritza Garrido-Lecca). Aun así, es una película que yo recomendaría sin más dilaciones.

El final me quebró. 

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur).   

lunes, 11 de septiembre de 2017

Cuadros concretos y disonancias

Sale uno del periodismo y se mete en poesía como quien va del burdel a la misa. Lo de Daniel Bedoya Ramos (periodista él) es ir de la noticia al verso, desnudarse de actualidad y oficiar de poeta. Producto de esta transmutación, acaba de entregar hace muy poco un solemne conjunto de poemas, con lo cual puede decirse que aprovechó en demasía sus horas de liturgia y silencio.

Cuadros concretos y disonancias es un debut literario que sabe bien. Lenguaje macerado, maduro, manso, modesto. Por ratos apunta a ser magistral aunque no lo logra, pero —ya digo— el conjunto aquí reunido ha llegado a satisfacer mis nobles expectativas y con eso basta.

Este libro inicia con José Watanabe (epígrafe) y termina con César Vallejo (dedicatoria). En este recorrido de sentido inverso podemos rastrear la familia en la que pretende insertarse la poética de Bedoya Ramos. Hay una voluntad de emparentarse con una tradición, y dicho esto se entiende que el poeta ha sabido identificar y apreciar a sus fantasmales padrinos. El problema es que por momentos se mimetiza tanto con ellos hasta quedar invisible (paradoja del camaleón).

Hay cosas que caen (o están próximas a la caída) dentro de los poemas: una manzana, una palabra, un beso, unos cuyes, unos pollos, una garúa, otra manzana. También colores varios van tiñendo los versos: manzana roja, violetas, habitación y silencio blancos, cielo verde, cerro azul, ojos negros. Así, Bedoya Ramos va configurando su poesía entre pigmentos y expectativas.

Dividido en dos partes, llama la atención —sobre todo en la primera secuencia— la aplastante sencillez de algunos poemas («nado en tu boca / como un pececillo / brinco como las ranas / croo»). Lo suyo es el arte de la depuración, la ausencia verborreica por innecesaria o burda, el bonsái como escuela (tiene mucho de William Carlos Williams). El segundo tramo del libro es más bien telúrico, pero sin abandonar el minimalismo que se ha impuesto («solíamos subir uno de aquellos cerros / elevados como viejas jorobas enormes»).

Bedoya Ramos se apoya en la discreción y cae a veces en la modestia. A su poesía, por momentos, la opaca una sentida timidez y una extendida corrección. Se entiende que, tratándose de un debut literario, prefiere que sus versos se muestren quietos y nada salvajes. Sin embargo, hay que tener en cuenta que justamente ese es su principal atributo. Y con esta perspectiva, es imposible encontrar en este libro un mal poema. Se trata, sin duda, de un auspicioso comienzo.

BEDOYA RAMOS, Daniel. Cuadros concretos y disonancias. Lima: Vivirsinenterarse, 2017.

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur).