lunes, 24 de diciembre de 2018

Un premio

Foto: Rodrigo Rodrich

El primero en recibir un premio Copé de cuento fue Washington Delgado. Luego, a principios de los ochenta, se lo dieron a Julio Ortega y Óscar Colchado. También lo recibieron Cronwell Jara, Fernando Iwasaki y Gregorio Martínez («Guitarra de palisandro» es el mejor relato de la literatura peruana). Hace unas semanas me lo dieron a mí.

Fue Umbral el que dijo que se robó un premio —el Fernando Lara— para satisfacer una fantasía infantil. Dicho de otra manera, escribió una novela con el único propósito de llevarse el premio porque se le antojaba tenerlo. Y lo tuvo, claro. Cosa distinta pasa conmigo. No sé si se me antojaba ese trozo de mármol (debe serlo) que culmina en una dorada pluma. Pero lo veo ahora en mis estantes y me gusta. Brilla como los ojos de un joven Walser.

No me había percatado de la importancia de todo esto hasta que un buen amigo me llamó al móvil y me dijo: te has ganado el mejor premio de la literatura peruana. Y quizá nunca llegue a entender qué quiere decir «mejor» ni mucho menos «literatura peruana», pero cuando colgó me sobrevino un silencio áspero. A lo mejor, pensé, no me estoy sintiendo a la altura del premio. ¿Qué le sucede a tu organismo cuando te anuncian como ganador de un Copé de Oro? En mi caso, nada. El vacío. Le sigue a esto la rutina diaria, las horas que tengo que llenar con una traducción de los poemas de Julien d'Abrigeon .

Tampoco mi ánimo se ha excitado cuando me han dicho la cifra que gané. Un sujeto me preguntó por Facebook de cuántos soles era el premio, y tuve que consultar nuevamente las bases. Para mi sorpresa, el monto era un poco más alto de lo que creí.

Ahora me llaman para dar algunas entrevistas (es la primera vez que siento que me escuchan, como si hablaran con un anciano, como si el Copé te diera respetables canas) y los extraños me dan sus señas de identidad y los duros de carácter se tornan amables. (Un antiguo amigo que optó por darme su mayor enemistad tuvo el enorme gesto de saludarme. Es un feroz crítico del premio, aunque siempre participa en él. Incluso en la pasada bienal de poesía habló con uno de los miembros del jurado y le rogó que filtrara su poemario. No llegó ni a finalista. Es persistente y este año envió un libro para la categoría de ensayo. Texto, por demás, ya publicado como tesis vía online, cosa que prohíben las reglas del concurso. Tampoco ganó). Quizá el premio los cambia a ellos con respecto a mí.

Por ratos temo. Ni el prestigio del Copé ni el premio en metálico han obrado alguna grieta en mi persona. Me da miedo de que sea un síntoma de pérdida de sensibilidad.

El resto sí ha cambiado, ya digo. Los sanmarquinos se alegran y me hacen recordar que he pasado por las aulas de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Los huancaínos me reclaman como suyo, pese a que he residido casi toda mi vida en la capital. Algunos escritores ahora afirman que el premio es justo y no amañado porque lo he ganado yo (mi mérito, dicen, es habitar fuera de las argollas y haber publicado mis libros en editoriales independientes). Tal vez algún día termine por enterarme de la repercusión de todo esto. Quizá algún día lejano, durante las vacaciones que K y yo tenemos por costumbre tomar en junio, la mire sorprendido y diga: ¿a que me he ganado un Copé, verdad?

lunes, 10 de diciembre de 2018

La dimensión desconocida

Una mañana de 1984 llega un agente de policía a las oficinas de la revista Cauce. Va a confesar sus crímenes porque no puede más con su conciencia (despierta con olor a muerto, dice). Su nombre es Andrés Valenzuela, alias Papudo. Estamos en plena dictadura chilena. 

Este es el inicio de La dimensión desconocida. Nona Fernández toma la declaración de Valenzuela (que luego aparecería en la ya mentada revista, coronada además por un inquietante titular que esta columna ha hurtado*) y la desarrolla de una manera llamativa (vincula el suceso y todo lo que implica con una famosa y antigua serie televisiva de ciencia ficción: The Twilight Zone). 

Las dictaduras se han convertido en un provechoso material narrativo. Hacen ganar premios a los escritores o los vuelven superventas. (Incluso hay quienes convierten estas novelas en temas de tesis universitarias). Pero este tópico se ha visitado tantas veces que ya nada parece novedoso o, por lo menos, interesante.

Desde Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, no leía nada tan conmovedor. Y esto ya es decir bastante o decirlo todo. Sucede que Fernández se introduce en la historia (autoficción, sí, pero de la buena) y rescata de su pasado recuerdos, fechas, datos y nombres que luego —y sobre todo cerca del final— envuelve en un fino pelaje lírico. La intromisión de la vida personal de la autora es solo una excusa para hablarnos de los desaparecidos, los centros clandestinos de detención, la crueldad de las fuerzas armadas. El horror, en suma. 

No obstante, el punto de quiebre es la humanidad con la que viste a Valenzuela, «el hombre que torturaba». Un ser capaz de dudar de sus actos y de entregar el testimonio de lo vivido a una revista opositora al régimen de Pinochet, porque los nervios lo destrozan y las víctimas habitan sus pesadillas.

Dependiendo de la fecha en que se lea, y si la calidad de los libros que a uno lo rodean no es la ideal, esta será la mejor novela de cualquier año. Me ha pasado a mí. Es lo más plausible de este 2018.

FERNÁNDEZ, Nona. La dimensión desconocida. Barcelona: Penguin Random House, 2017.

(*) Originalmente este texto se publicó con el título de «Yo torturé» en el suplemento cultural del semanario Perfil.