domingo, 28 de septiembre de 2014

El Estadio de Mármol


Ficción es una palabra maravillosa que procede del verbo fingir, cuyos significados en su lengua de origen, además de los que ha conservado en la nuestra, eran amasar y dar forma. Es decir, hacían ficción quienes modelaban el barro, lo que contagia al término de inevitable teología, pues la leyenda quiere que el primer hombre fuese fabricado de barro para dar comienzo a toda esa espeluznante y maravillosa ficción que es la realidad, palabra que Vladimir Nabokov colocaba siempre entre comillas. Si tenemos en cuenta, siguiendo con los juegos a los que invita la etimología, que el nombre técnico del barro que utilizan los escultores es «tierra refractaria» y refractario es todo aquello que se niega a ser de su condición, obtenemos, en un plausible malabarismo, que quienes hacían ficción obedecían a aquella tierra que se negaba a ser sólo tierra, que estaba llamada a ser algo más que mera tierra. De ahí que toda ficción contenga un simulacro, más o menos nítido y convincente, de vida.

BONILLA, Juan. El Estadio de Mármol. Barcelona: Seix Barral, 2005.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Gabriela Wiener sobre el lobby literario

Imagen tomada de aquí.

Queda bien en la biografía de cualquier escritor encontrar que realizó algún trabajo alimenticio. Y si fue un trabajo duro, mucho mejor aún. No sé, algo así como: «y, además de recolector de esperma, fue cajero en McDonald's». Queda bien porque le da cierta aura al escritor, lo convierte en un mártir. Y eso de parecer mártir ayuda a que los libros se vendan.

Un artículo publicado aquí nos habla de la sacrificada vida de seis escritores latinoamericanos (dos colombianos y cuatro peruanos) y de su titánico esfuerzo por establecerse en España.

Uno termina de leer el mencionado artículo y piensa: «por Dios, cuánto sufrieron esos chicos». Pero conviene mirar el asunto con otros ojos.

Me ceñiré a los peruanos.

Empieza con Roncalloro y se cuenta lo que todos ya sabemos: que «repartió volantes para clubes nocturnos, trabajó de empleado doméstico y posó para publicidad de locutorios». Pero... hey, Ronca, le falta más mugre a esto, digo yo. Un empleo de analizador de excrementos. Vamos, hombre, algo que conmueva realmente al lector.

También aparece otro caserito de los empleos alimenticios duros: Sergio Galarza. Ajá. Paseó perros. Posiblemente hasta recogió la mierda de los canes y la echó en el tacho, imagino; no sé las condiciones de este trabajo, me perdonarán. ¿Y qué más hizo? Bueno, parece que lo único que hizo fue pasear perros (de seguro tiene un doctorado en eso de tanto que lo menciona).   

Lo interesante es lo que dice Gabriela Wiener (note usted, despistado lector, que la Wiener se refiere a su esposo, Jaime Rodríguez): «Él tenía el trabajo pesado, el de servir paellas en las playas, y yo trabajaba en una pequeña editorial. Él ganaba el dinero y yo hacía los contactos».

¿Leyeron bien? Lo pondré en párrafo aparte.

Él ganaba el dinero y yo hacía los contactos.

¿Alguien dijo «lobby»?

Creo que la Wiener lo dijo sin querer. Se le escapó o tal vez es mi culpa por ser un lector suspicaz. Soy muy mal pensado. Demasiado.

Suelto un dato: Jaime Rodríguez Z. —la zeta la agregó después para darle más estilo a un nombre tan común, estoy suponiendo— luego fue director de la Revista Quimera.

¿Lobby?

Los peruanos coinciden en un punto: se fueron de aquí porque no hay una industria editorial («hay» en verbo presente porque sigue sin haber, pues). Ojo, no todos se fueron aprovechando alguna beca de estudios. Tal vez vieron una pequeña oportunidad para colarse al primer avión, agarraron sus cuatro cosas (y, entre ellas, el manuscrito que les daría la ansiada fama) y se largaron a buscarse la vida en España. Total, ninguno de los cuatro tenía problemas con el idioma. Joder.

Así pues, la duda que me genera esto reza así: ¿era/es necesario irse a otro país para hacerse escritor?

Nunca entenderé eso. Es decir. ¿El avión aterriza y, ¡santo cielo!, ya eres todo un escritor apenas acabas de pisar la madre patria que no te parió?

Cuando escucho a alguien decir eso me dan arcadas. Y si leo los testimonios de estos peruanos entonces empiezo a vomitar conejitos. Repito: queda bien poner en la biografía de tu solapa que barriste las calles de Barcelona, pero no te jactes de ello. Ni quieras agarrar de cojudos a los lectores.

Me explico. No te vas a España o Francia para buscar la soledad que te permita desarrollar un gran proyecto literario. No me jodas. Te vas al viejo continente para hacer lobby.

Es decir, lameculismo en la primerísima división. Lameculismo de alto nivel. Lameculismo en La Liga, señores.

(Recuerde usted, amable y olvidadizo lector, que los escritores más lameculistas se encuentran en las filas de la diplomacia. O sea, los embajadores que destinan su tiempo libre para escribir: nunca al revés, atención; son escritores de fines de semana o de salas de espera en los aeropuertos. Ejemplo notable de esto es, qué duda cabe, Jorge Edwards, que así, de culo en culo, se consiguió el Cervantes.)

Si el centralismo limeño es nauseabundo, eso de querer besarle la mano a la monarquía española es el colmo de lo repugnante. Si eres un escritor provinciano entonces te vas a Lima para hacerte visible, pero no es suficiente. Nada es suficiente en tu sed de triunfos. Tienes que ir a España, al origen de todo.

En la afirmación de que nuestra incipiente industria editorial no es ni siquiera industria ni incipiente se esconde un subtexto. Yo, que me jacto de desentrañar las cosas, podría interpretarlo así: «nos fuimos a España porque en el Perú el lameculismo, además de no darte para vivir, ni si siquiera nos hubiera permitido publicar en las editoriales más importantes. En pocas palabras: no habríamos alcanzado la fama».

lunes, 15 de septiembre de 2014

Perro guardián

Fan Art de Christian Rosado.

Así se llama esta nueva película peruana. Y si digo «película peruana» es evidente que me refiero a... exacto, adivinaron: otra película sobre el terrorismo.

La gracia fue ir a ver a Carlos Alcántara (el «Perro»). Es decir, se promocionó esta película afirmando que encontraríamos a un Alcántara dentro de una nueva piel: un exmilitar convertido en sicario. Barbón y con casaquita de cuero. No me creí el cambio de piel. Alcántara es muy blandito. Y eso que tuvieron que teñirle la barba y el cabello de negro. Eso tampoco me lo creí porque los pelos en su pecho estaban canos (película peruana, ajá).

La cinta es regularona. Y en el cine peruano [sic] esto quiere decir que puede pasar por buena.

Yendo al grano:

¡Atención! 

Spoilers: no hay. Malas actuaciones: tampoco. (Se supone que aquí debería dar detalles sobre el argumento, pero me da una reverenda flojera. Por favor, colaboren con este blogger y busquen la sinopsis.)

Es un filme correcto y con algunas escenas memorables. No es una película de acción. Hay sangre pero no hay acción (ya saben: balaceras, bombas, sexo). Eso sí, la atmósfera lograda es lo mejor de la cinta. Lo mejor. Qué gran actriz la atmósfera. Y, bueno, también están los guiños a monumentos como Taxidriver o Léon: The Professional (aunque mucho guiño ya es plagio).

Verla no fue una pérdida de tiempo. Me atrevería a recomendarla. Solo pensaba, mientras observaba al lacónico «Perro», si Pietro Sibille lo hubiese hecho mejor.   

domingo, 7 de septiembre de 2014

Encomio del tirano


Si hemos de hablar de literatura entre otros entendidos de lo literario, es de muy mal gusto no mencionar algún autor italiano.

Uno se llena la boca y dispara apellidos tipo Franzen, Lethem, Gaddis, Roth, McCarthy, etecé, etecé. Todo muy bien pero muy yanqui. Es decir, que es bueno ponerle aderezo a nuestra lista si vamos a darnos de eruditos.

Y los expertos recomiendan que siempre es bueno colocar a un italiano en cualquier enumeración sabihonda. Vale decir, Manganelli.

Se puede conjugar el apellido. Es más, los expertos aconsejan que estas conjugaciones se asocien a ideas críticas: «este tipo tiene una prosa muy manganelliana», «lo manganellístico resalta en su obra», «se percibe cierto manganellismo a la hora de presentar a los personajes». Y así.

El subtítulo de Encomio del tirano es muy bueno: escrito con la única finalidad de hacer dinero. Y el texto empieza con el narrador dirigiéndose a un supuesto editor. Pensé que iba de eso, de la relación escritor-editor. Pero me equivoqué. Va de eso y de miles de cosas más.

Manganelli crea situaciones de la nada. Pero divaga. Fluye y a veces su prosa es un enredo. ¿Mérito de este libro? Pues en sus 120 páginas hay varias protonovelas. Me imagino que eso es muy manganelliano.

Y, para finalizar, la cita de rigor:

Pero en ese instante yo te quito la palabra. Te requiero para que no uses esa palabra, «escritor». Esa palabra no ha sido nunca usada por mí, y no la usaré; me gusta que la gente con la que hablo no la use nunca, detesto las impropiedades, y tal lo sería, en las que se incurre por mera distracción. Si yo usara esa palabra tú no serías nada más que lo que eres, un editor; pero sólo en cuanto yo he escogido una palabra más propia y a la vez más insidiosa, tú eres otra cosa, eres tirano, señor, monarca, rey, duque, gran duque, gran marqués. No me gusta la desolación de una oficina suburbana, deseo afrontar los estucos, las elaboradas maquinaciones barrocas, rococó o cuantos otros fastuosos elementos sean concebibles, con tal de tener la certeza de hallarme en un alcázar. Así pues, cualquier palabra que se me quiera decir, que me sea dicha sin recurrir a esa palabra detestable.

MANGANELLI, Giorgio. Encomio del tirano: escrito con la única finalidad de hacer dinero. Madrid: Siruela, 2003.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Javier Cercas sobre la novela robada por los ingleses


Monsieur P me comparte el link de una muy buena entrevista a Javier Cercas. La verdad es que los comentarios del escritor no tienen pierde. Sobre todo cuando menciona que la lengua española (y, por ende, los escritores en este idioma) ha conseguido revalorarse, tomando en cuenta que, según Cercas, la novela fue una creación de nuestra lengua, robada posteriormente por los ingleses.

Nos la robaron los ingleses. Yo siempre voy a Inglaterra y les digo «¡Cabrones, devuélvannos la novela!». Pero no la robaron de mala manera, sino de buena manera, porque los escritores en español fuimos tan idiotas que no entendimos la lección de Cervantes. Quienes la entendieron fueron los ingleses y los franceses, pero, sobre todo, los ingleses. La novela española del siglo XVII, XVIII y XIX es irrelevante. Quienes devuelven a la narrativa en español, en general, el lugar de privilegio que solo tuvo con Cervantes son los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX. Esa es la verdad. A través de Borges, que relee a Cervantes, y ya es Borges y Rulfo y Vargas Llosa y García Márquez… esa pléyade extraordinaria de escritores.

Fuente: Diario Uno.