lunes, 26 de mayo de 2014

Una caricia y castigo


En un París del futuro, Herman se encarga de administrar justicia de una manera peculiar: cada lunes por la mañana, de cinco delincuentes seleccionados, tiene que liquidar a uno.

Se trata de una manera de perfeccionar el sistema democrático en base a la represión. De esa forma, en la sociedad que refleja la novela, se han concretado hasta el delirio los postulados principales de Foucault en Vigiliar y castigar: el hombre mismo es una herramienta del propio instrumento que una vez creó para ordenar la vida de los otros hombres.

Todo transcurre con normalidad hasta que Herman tiene la ocurrencia de escoger a su víctima semanal mediante el azar. Para esto, se valdrá de la participación de Ona, su bella esclava. 

La novela tiene un inicio lánguido, al cual se suma un extenso y abrumador diálogo entre Herman y su esclava, diálogo que por ratos llega a ser soporífero. No obstante, luego, con la participación activa de Ona en la historia, la trama gana en intensidad y suspenso, pues ella será la encargada de elegir quién de los cinco criminales será el condenado a morir. Por su parte, la esclava (siempre bajo la atenta mirada de Herman) se verá obligada a interactuar con estos, quienes a su vez se sentirán afectados por la perturbadora presencia de Ona. 

Tocilovac construye así una novela en donde se reflexiona sobre la sociedad del futuro, la evolución de los conceptos como el bien y el mal, y hasta la noción misma de poder. El autor indaga sobre ese futuro que es tan palpable en nuestro presente: personas adictas a las drogas, televisión de contenido pernicioso e idiotizante, la concentración del poder en manos de unos pocos. Todo esto bajo condiciones climáticas nocivas y una ciudad en ruinas como único vestigio del pasado. 

Tocilovac tiene una mirada crítica en lo que al devenir de la sociedad concierne. Este peso total del acto de observar el sistema imperante hace que desatienda otros aspectos esenciales en la narración, como la descripción de los espacios en los que se desenvuelven sus propios personajes. 

Habría que agregar que, en cuanto a la edición, faltó añadir muchos signos de interrogación en los diálogos, así como suprimir el uso de frases demasiado coloquiales que utilizan tanto los personajes como el propio omnisciente.

TOCILOVAC, Goran. Una caricia y castigo. Lima: Paracaídas, 2013.

lunes, 19 de mayo de 2014

Guillermo Niño de Guzmán y las novelas


Pienso que habría escrito más si es que hubiera una industria editorial sólida y si sintiera que se me retribuye debidamente por mi trabajo. Por desgracia, no escribo novelas, lo cual ni siquiera me permite albergar la lejana esperanza de poder alguna vez vivir de mis libros. Sé que es difícil, pero un buen novelista puede lograrlo si posee el tesón suficiente y tiene un golpe de suerte. En mi caso, creo que escribo con una mentalidad que se acerca más a la del poeta. A mí me encantaría escribir novelas, pero no tengo el aliento, me quedo a media carrera, exhausto. Soy consciente de que he publicado muy poco y con frecuencia me da vergüenza identificarme como escritor, ya que no he escrito lo suficiente. Por otra parte, también debo reconocer que a mí me cuesta mucho escribir. No ignoro que mi talento es limitado. De lo que se trata es de ser consciente de nuestras limitaciones y de sacarle el mayor provecho a lo poco que sabemos hacer. Es por eso que a quienes me apremian para que publique les digo que mal haría en publicar obras medianas o discretas con las cuales no estuviera satisfecho.

Parte de una entrevista aparecida en el reciente Buensalvaje.

lunes, 12 de mayo de 2014

Sergio del Molino sobre el verbo «decir»

Foto: Pedro Anguila.

Los escritores que venimos del periodismo estamos acostumbrados a que los personajes y las personas no digan nada. Las fuentes afirman, indican, subrayan, apostillan, se preguntan, se responden, se interrogan, exclaman, suponen, inciden o insisten. Incluso, en el colmo de la teatralidad, susurran, sugieren o musitan, pero nunca dicen nada. Decir es un verbo que se usa poco en las noticias. Nos enseñan a buscar sinónimos para las citas en estilo directo para no cansar al lector, y todos suponemos que el verbo decir dice muy poca cosa, que las cosas que se dicen no merecen salir en el diario, sólo las que se afirman o se exclaman tienen ese privilegio. Todo el mundo dice cosas, pero sólo la gente importante y solemne apostilla o indica.

John Updike, en uno de esos decálogos para escritores noveles que tanto les gusta recitar a los novelistas, dijo: “no uses otro verbo que no sea decir”. Si no sabes poner ese verbo veinte veces en una página sin que suene ridículo, dedícate a otra cosa.

Pero no hay caso, viejo Updike. A muchos escritores, el verbo decir les sigue pareciendo plebeyo, como un verbo de pueblo que no cae bien en una prosa de ciudad, como el primo del campo que te avergüenza con sus simplezas delante de tus compañeros de oficina. Prefieren que sus personajes aseguren, declaren, proclamen, griten, se lamenten, razonen, argumenten, duden o incidan. Por eso sus personajes, tan dramáticos ellos, tan proclamadores y razonadores, no dicen nunca nada. Su propia literatura no dice nunca nada, porque afirmar, exclamar y proclamar son acciones agotadoras que dejan los textos tan cansados que, en lugar de decir, bostezan. Y una literatura que no sabe decir no es literatura.

(¿Será por esto que me gusta tanto Bolaño?)

Tomado de esta web.

lunes, 5 de mayo de 2014

Javier Marías sobre los clásicos

Imagen tomada de El Malpensante.

Sé de numerosos escritores que leyeron a los más grandes en su temprana juventud —quizá cuando sólo eran lectores— y luego jamás vuelven a ellos. En parte lo entiendo: resulta desalentador, disuasorio, incluso deprimente, asomarse a las páginas más sublimes de la historia de la literatura. “Existiendo esto”, se dice uno (yo el primero), “¿qué sentido tiene que llene folios con mis tonterías? No sólo nunca alcanzaré estas alturas o esta profundidad, sino que en realidad es superfluo añadir ni una letra. Casi todo se ha dicho ya, y además de la mejor manera posible”. Hay escritores, por tanto, que para sobrevivir como tales y encontrar el ánimo para pasar meses o años ante el ordenador o la máquina, necesitan fingir que no han existido Shakespeare ni Cervantes ni Dante ni Proust, ni Faulkner ni Montaigne ni Conrad ni Hölderlin ni Flaubert ni James, ni Dickens ni Baudelaire ni Eliot ni Melville ni Rilke, ni muchos más seguramente. Lo último que se les ocurre es regresar a sus textos, al menos mientras trabajan, porque el pensamiento consecuente suele ser: “Mejor me quedo callado y no doy a las exhaustas imprentas otra obra más: ya hay demasiadas, y la mayoría están de sobra. Por cálculo de probabilidades, sin duda las mías también”.

Extraido de aquí.