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martes, 5 de febrero de 2019

Taca-taca

En 2017, este conjunto de relatos ganó el Premio Nacional de Literatura en la categoría Infantil y Juvenil. Está muy mal esto de leer libros solo porque ganan premios. Peor aun lo de reseñarlos. De todas formas, aquí tenemos que decir algunas cosas (porque la crítica no ha dicho nada).

Taca-taca reúne cuentos que ya habían ido apareciendo desde el 2015. En un acto cargado de valentía, autor y editor deciden enviar los pocos ejemplares que tenían a la mano (cinco) para participar en el concurso ya mencionado. La justicia poética quiso que el libro resultara vencedor.

En esta edición corregida y remasterizada apreciamos historias de adolescentes. Dicho así, de manera escueta, suena poco atractivo. El libro, no obstante, posee la virtud de narrar episodios tiernos, tristes, hilarantes y crueles con un lenguaje fresco, vivo, ondulante.

Chuquicaña sabe enganchar al lector desde las primeras líneas y tiene además buen oído para reproducir el habla callejera y traer al presente los empolvados recuerdos de la infancia. Lo hace con naturalidad, sin impostura. Ha escrito muchos pasajes en nivel Dios. 

No sé con qué se transmiten las experiencias un tanto tristes o miserables de los personajes, pero el autor ha construido un pequeño universo con no poca maestría. Tiene alma. Leído con atención, uno logra notar el esfuerzo en cada línea. El oficio, el brillo, algunos extraños pero hermosos símiles: «... recuerdo que vistos a plena luz del sol sus ojos cogían un dorado exquisito, como de cerveza Cristal. Una invitación irresistible. Un ya no ya».

He estado pensando en la falsedad de estos cuentos, porque muchos de ellos no los son si nos regimos por la idea de que en el cuento algo se está desplazando. Algunos parecieran ser pequeñas anécdotas o escenas sin mayor movimiento (y en el cuento algo siempre tiene que moverse), y quizá sea este el punto más débil del libro. Pero los salva el lenguaje cuidado, depurado, lleno de esmero. El dosificado humor negro también.

El autor tiene menos de 30 años, vive en provincia y publica en una editorial independiente. Si nos guiamos por estas premisas, se podría afirmar que tenía todo a favor para darse de narices contra el fracaso, pero Chuquicaña ha descolgado un premio importante, y es pecado mío prestarle atención solo por la inesperada luz que se ha posado en él.

Chuquicaña Saldaña, Yero. Taca-taca. Falsos cuentos. Arequipa: Aletheya, 2018.

lunes, 10 de diciembre de 2018

La dimensión desconocida

Una mañana de 1984 llega un agente de policía a las oficinas de la revista Cauce. Va a confesar sus crímenes porque no puede más con su conciencia (despierta con olor a muerto, dice). Su nombre es Andrés Valenzuela, alias Papudo. Estamos en plena dictadura chilena. 

Este es el inicio de La dimensión desconocida. Nona Fernández toma la declaración de Valenzuela (que luego aparecería en la ya mentada revista, coronada además por un inquietante titular que esta columna ha hurtado*) y la desarrolla de una manera llamativa (vincula el suceso y todo lo que implica con una famosa y antigua serie televisiva de ciencia ficción: The Twilight Zone). 

Las dictaduras se han convertido en un provechoso material narrativo. Hacen ganar premios a los escritores o los vuelven superventas. (Incluso hay quienes convierten estas novelas en temas de tesis universitarias). Pero este tópico se ha visitado tantas veces que ya nada parece novedoso o, por lo menos, interesante.

Desde Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, no leía nada tan conmovedor. Y esto ya es decir bastante o decirlo todo. Sucede que Fernández se introduce en la historia (autoficción, sí, pero de la buena) y rescata de su pasado recuerdos, fechas, datos y nombres que luego —y sobre todo cerca del final— envuelve en un fino pelaje lírico. La intromisión de la vida personal de la autora es solo una excusa para hablarnos de los desaparecidos, los centros clandestinos de detención, la crueldad de las fuerzas armadas. El horror, en suma. 

No obstante, el punto de quiebre es la humanidad con la que viste a Valenzuela, «el hombre que torturaba». Un ser capaz de dudar de sus actos y de entregar el testimonio de lo vivido a una revista opositora al régimen de Pinochet, porque los nervios lo destrozan y las víctimas habitan sus pesadillas.

Dependiendo de la fecha en que se lea, y si la calidad de los libros que a uno lo rodean no es la ideal, esta será la mejor novela de cualquier año. Me ha pasado a mí. Es lo más plausible de este 2018.

FERNÁNDEZ, Nona. La dimensión desconocida. Barcelona: Penguin Random House, 2017.

(*) Originalmente este texto se publicó con el título de «Yo torturé» en el suplemento cultural del semanario Perfil.

lunes, 19 de noviembre de 2018

Interruptus

Aguirre es fumador, adicto a The Beatles, tiene enemigos en el mundillo literario (firmaba crueles reseñas). Un tipo así me cae bien. Pulgar arriba. Like. Ahora pasemos a su nuevo libro.

Novela no es, pese a lo que dice la portada. Es un artefacto, más bien. Y para los que gustan de las sinopsis podríamos enunciarlo así: se trata de un texto conformado por episodios eróticos que una editora va interviniendo de inicio a fin. El texto tiene nombre y género: se llama Jirón Soledad y es novela. (En la narración el personaje principal se parece mucho al autor, pero como esto es literatura debemos decir que no es él). 

Lo que vamos a leer, entonces, son extractos de Jirón Soledad interrumpidos por la mentada mujer. Como premisa suena interesante para los esnobs: una supuesta novela que contiene una novela.

Esto, como ya dije, es un artefacto. Una licuadora. Aquí Aguirre hace trizas el género novelesco para juntar después los pedazos con un lenguaje llamativo. Un experimento arriesgado, qué duda cabe. Pero lo plausible de una obra no es el riesgo que toma, sino el resultado.

Jirón Soledad se define como defectuosa nada más empezar. Lo advierte la editora: más que leerla, habrá que sufrirla. Los extractos están atiborrados de jerga limeña. El exceso es la patria de Aguirre. Barroco, recargado. Recuerda mucho al olvidado Malapalabrero.

Sin embargo, no hay mayor mérito en el simple hecho de reunir una gran cantidad de jergas para tentar narraciones inconclusas. En lugar de licuadora, lo de Aguirre es una broma, un juego, una estafa, un chiste que cuenta él y que entiende solo él, y, por tanto, es Aguirre el único que puede reír.

Agobia la chismografía literaria que cada tanto salpica en el libro (morbo innecesario si consideramos que solo quienes pertenecen a esta aldea letrada entenderán). Asimismo, conforme avanza el relato, las intervenciones de la editora (que bien pudieron potenciar la obra) se hacen cada vez más pobres.

No sé si resulte sensato gastar tiempo y dinero en una tomadura de pelo. Y para inmolarme estoy yo, estimado lector. Entonces, ¿la novela paga? Si me agarras de muy buen ánimo te diré que estuvo apenas entretenida. Pero hoy estoy de malas. Así que, en vez de comprar este libro, mejor invítame unas chelas en Barbarian.

P. D.: Yo no escribo reseñas anónimas, querido Leonardo.

AGUIRRE, Leonardo. Interruptus. Lima: Planeta, 2018.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Ámok

Y aquí vengo yo a decirles por qué deben de leer esto o aquello. A algunos les basta con poner una foto de Ámok en Facebook y decir: «lo recomiendo». No he llegado aún a tal nivel de influencia, pero casi. Lo mío va de argumentar. La reseña es el arte de la persuasión.

Primer libro. Pérdida de la virginidad. Giacomo Roncagliolo (no es familiar de Santiago, valga la aclaración) ha escrito una novela que me ha hecho sentir acompañado. Hay en su libro y en el mío puentes que los unen: alteración mental en el protagonista (su nombre también es solo una inicial), adicciones, un amor, lugares sin nombre, lenguaje aséptico. En fin. Que en algún momento creí que leía otra versión de La velocidad del pánico.

Agrada la propuesta estética de este autor porque es la misma que yo defiendo y practico: borrar del texto toda referencia a una zona geográfica particular, proponer una realidad paralela. Vamos, nada de autoficción ni de guerra interna, donde abundan fechas y calles y traumas de infancia. Giacomo hace Literatura.

Entrar así, a escena, es bastante atrevido, con todos esos Cuetos y Ampueros hablándote de Lima y su mugre, de Sendero y sus secuelas. Qué libros tan aburridos y monótonos. Y qué rentables.

Giacomo es más bien un hijo de Levrero y Lynch, y nos habla de un extraño juego. El primer capítulo engancha y remite a la Trilogía involuntaria. Asimismo, este joven autor presenta destrezas varias: conciencia sobre el lenguaje (funcional con gotitas de lirismo) y una espectacular construcción de los diálogos.

La novela, no obstante, demora en arrancar. Sin embargo, la paciencia se ve recompensada porque en la tercera parte del libro uno entiende la importancia de cierto cuadro en la pared, de los sueños de X. El final es una delicia.

Desorienta también el excesivo minimalismo del relato. No existen en la narración suficientes descripciones de los escenarios, por ejemplo. Esto, a mi juicio, hace difusas las acciones. Pero se entiende y se respeta: Giacomo Roncagliolo va forjando un estilo.
Ya quisiera toparme con más propuestas así. Novelas que escapen de los tópicos más trillados de nuestra narrativa contemporánea, en donde se perciba además el trabajo de la reescritura, tal como sucede en Ámok. Siento que podríamos ser una pandilla. Soberbios y malditos. Necesitaríamos también un nombre.

RONCAGLIOLO, Giacomo. Ámok. Lima: Pesopluma, 2018.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Berta Isla

Junto con Manuel García Viñó, hace un lustro ya, murió también La fiera literaria. Ya saben: la crítica acompasada o, lo que es lo mismo, la lenta y cruel disección a la que sometían la obra de Javier Marías. No fue el único, claro, pero quizá las reseñas de sus novelas nos daban la idea de la poca destreza que tiene un escritor frente a un lector atento y mala leche. A Marías lo llevaron muchas veces al Gólgota.

No está García Viñó para seguir triturando las novelas de Javi Mari, pero estoy yo; y esto solo tiene como objetivo señalar que es peor que no exista nadie dispuesto a hundirle el cuchillo a Berta Isla.

Novela de espías sin espionaje, novela sobre la espera, novela sobre (o en) Inglaterra. Piensa uno que los autores se comienzan a repetir desde los 50, pero Marías viene repitiéndose desde los 22. Ahora, con 67 años a cuestas, es imposible que se aleje de ciertos tópicos. Si bien aquí vuelve a esa novedad tan suya que es utilizar la primera persona gramatical para darle voz a una mujer, tal como hizo en Los enamoramientos, atraviesa nuevamente los mismos umbrales que conectan con sus anteriores novelas. A saber: está Oxford, una muerte en las primeras páginas que será la brújula de la narración y las continuas reflexiones de los personajes acerca de cosas que solo podrían conmocionar a la burguesía (porque pertenecen a ella). Todo esto es marca registrada del español autor.

Sin embargo, el error que tanto empaña a sus anteriores trabajos también aparece aquí: todos los personajes hablan igual. Ninguno de salva de expresar sus ideas bajo ese conocido tufillo falsamente erudito de sus novelas anteriores. Las barrocas digresiones de Thomas, Berta y Trupa, entre otros, los hacen parecer un solo personaje, al punto que todos terminan repitiendo ya no las mismas palabras, sino también las mismas estructuras sintácticas.

La fisura más notable, no obstante, se encuentra en la resolución de la trama. Es muy abrupta –y, por tanto, calamitosa– la forma en que Marías decide echar luz sobre el enigma. Uno tiene que soportar casi 400 páginas para que luego la simple casualidad reúna a dos personajes en un lugar inverosímil y dé por terminado el misterio que rodeaba al suceso de mayor trascendencia dentro de la novela.

Señalar a García Viñó en un inicio no ha sido adrede. Me he tomado la molestia de enumerar, tal como hacía él, las frases más atractivas de este libro para ver la poca solvencia de Marías:

«... seguido del del marido...» (17).

«... Yanes tenía bien visible la visión...» (42).

«... se lo quedó mirando con mirada algo turbia...» (43).

«...por mucho que muchos jóvenes imitemos...» (64).

«Tomás lo miró mientras él miraba» (108).

«... menos ondulado que el que él recordaba...» (117).

«... lo importante era ver su sonrisa cuando sonreía...» (160).

«... vi que me miraban... » (166).

«... llevaba una gabardina de color gabardina...» (167).

«No sé qué te hacen hacer» (176).

«Ni siquiera durante el durante se ha hecho...» (258).

«Tenía prisa por saber el desenlace del lance...» (291).

«Tomás se rió con una risa...» (300).

«Me respondió sin responderme del todo...» (305).

«Supongo que su calma me calmó...» (345).

«Tupra sonrió con una sonrisa...» (353).

«La palabra ‘caído’ cayó...» (360).

«... había olido su olor...» (370).

«... un congreso o simposio de especialistas en mi especialidad...» (381).

«Fue tras clavar ese clavo cuando...» (389).

«... he vuelto a pensar lo que pensé...» (421).

«Lo entendía más o menos con el entendimiento...» (536).

Aquí, benevolente lector, las redundancias son obscenas e imperdonables. Nos gusta el estilo de Marías. Leerlo es echarse sobre la hamaca y fumarse un cigarrillo. Nos encanta la sutileza con la que coloca, a lo largo del relato, importantes pequeñeces (la novela está en los detalles). Pero un ojo atento nos permite advertir estas y otras atrocidades. Admitamos ahora que la sangre derramada por La fiera literaria nunca fue en vano.

MARÍAS, Javier. Berta Isla. Barcelona: Alfaguara, 2017.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Los peces de la amargura

Estuve a punto de morir, muy cerca, pero de aburrimiento esta vez. Ya les digo cómo.

Lo que me gusta de los cuentos (de los libros de cuentos) es aquella facilidad con que uno los va apurando. Esperando el bus, dentro del bus, en la sala de espera de cualquier sala de espera, en la cola del cine (a lo King), esperando al amigo que demora a la cita pactada, aprovechando un hueco en la jornada laboral. En toda situación de espera uno puede ir leyendo un cuento y a las pocas semanas, sin darte cuenta, ya has acabado varios libros. No lo escribió Lennon, pero hubiera puesto algo así: «el cuento es lo que sucede ante tus ojos mientras esperas».

Los peces de la amargura (y qué título, madre mía) lo empecé esperando algo o a alguien (no recuerdo qué o a quién) y tan pronto se me hizo cuesta arriba que solo lo leía esperando que el libro acabase de una puta vez. 

Va de etarras: atentados, prisioneros, venganzas, amenazas, muertes y etcéteras. Y moribundo yo, de aburrimiento. 

La multipremiada Patria me llevó a darle este primer bocado a Fernando Aramburu (Patria es un tocho y mejor probar algo más liviano antes porque luego has gastado dinero en vano), y podría decir que «no está mal». Sin embargo, cuando dices que un libro «no está mal» también dices por omisión que algo «no está bien». No sé. A lo mejor soy yo, pero este libro me ha transmitido una enorme indiferencia por parte del autor. Uno siente que los cuentos de Aramburu han sido escritos con tedio o verdadero desapasionamiento. Y sí, a lo mejor soy yo, lector intermitente que aprovecha el tiempo muerto mientras espera una tacita de café antes de ponerse a corregir manuscritos ajenos. 

Por lo pronto, con Patria no me atrevo.

ARAMBURU, Fernando. Los peces de la amargura. Barcelona: Maxi Tusquets, 2016.

martes, 21 de noviembre de 2017

La noche sin ventanas

Lo de Raúl Tola puede explicarse en una sola palabra: obstinación. (En realidad, cualquier barbaridad podría escudarse en ese solo término). No le basta ser (o haber sido; no lo sé y no importa) un buen presentador de noticias, sino que además pretende, desde 1999, destacar como escritor. Pasa entonces a engrosar las filas de aquellos destinados a poseer un solo talento y hacer mal todo lo que escape de él. Digamos: gran cantante y pésimo actor, ilustre hijo y mal padre, eximio editor y deplorable poeta. Si eres bueno en algo y las cosas no te han ido bien saliendo de ese terreno, mejor quédate allí donde estás a buen resguardo. No puedes ser ambas cosas a la vez porque tu obstinación no da para tanto. No posees el talento de tener varios talentos. Y es por esto que, luego de leer La noche sin ventanas y hablando del talento, nos damos cuenta de que Tola solo tiene uno. Es solo un simpático presentador de noticias.

Vamos mejor al asunto.

Novela histórica. Dos vidas son contadas en paralelo. La de Madeleine Truel y la de Francisco García Calderón (ambas con respectivas entradas en Wikipedia). El contexto que une a estas existencias es el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Hasta aquí, todo vende: peruanos en el exilio, nazismo, guerra. Faltó sexo, es cierto, y no se lo vamos a reprochar. Tola ha sabido introducir una novela elaborada bajo una fórmula temática muy comercial (y ahora que lo pienso, solo basta ser Raúl Tola para vender novelas. En fin).

Los problemas de este autor comienzan, justamente, cuando empieza a novelar. Es decir, con la simple escritura (o séase, cuando intenta existir como escritor). En resumidas cuentas, que Tola nos exhibe toda su ausencia de talento. 

Pero antes de pasar a la disección, miremos la estructura. Uno puede notar la manera en que Tola ha dispuesto la novela: 6 partes (cada apartado dividido entre 8 y 17 capítulos). Resulta muy evidente el molde de este libro. En algún momento, luego de haber concebido el derrotero de la historia (imagino), el autor se habrá dicho: «ahora solo tengo que rellenarlo». Y vaya que lo ha rellenado. No importa con qué; eso es lo de menos (para él, se entiende). Tola solo quería superar las 400 páginas. Llegó a las 426. Más que hacer literatura, lo suyo radica en darle innecesaria obesidad a la novela (qué sé yo; para que el libro de marras no se caiga en el escaparate de Crisol, tal vez).

Y ahora dejémonos de preámbulos y entremos al relleno, porque aquí no hay desperdicio.

La noche sin ventanas es un largo reportaje. Se nota el trabajo de investigación porque Tola tiene un afán de señorito aplicado y jactancioso y que introduce hasta el más mínimo detalle de toda su vasta documentación. No es suficiente con haber pasado largas horas en la biblioteca. Hay que demostrarle al lector (considerado desde ya como un imbécil al que hay que instruir) que está ante un escritor erudito y que se ha gastado algunos años de su vida rodeado de libros y ensayos o lo que fuere para construir su novela. En consecuencia, el narrador lo explica todo. Cómo transcurrió la Segunda Guerra, cuáles fueron sus causas, la manera en que terminó. Si mira al Perú, este narrador también describe el pensamiento de la época, marcada por la generación arielista, los sucesos de la guerra contra Chile, las consecuencias de este conflicto. TODO. En lo que resta (sospecho que serán a lo mucho unas cincuenta páginas) es donde ocurre la acción. Es en este reducido espacio en el que los personajes se mueven y van resolviendo sus dilemas.

La buena fe que tuve al comenzar a leer esta novela se fue disolviendo a medida que encontraba (entre otras cosas) una narración salpicada de diminutivos. Y se terminó de disolver cuando los encontré muy juntitos en un mismo párrafo: «Estudiaba con las monjitas del colegio San José de Cluny, que la consentían mucho. Todas las tardes salía de clases con su hermana Lucha, su querida Luchita, y pasaban por la tiendecita familiar...» (p. 53). Cosas de estilo, pensé. Puede perdonarse. Pero luego me fijé en la soltura con la que este omnisciente narrador va repartiendo lugares comunes: «El otro era bajito y feísimo como un sapo...» (p. 107), «Un silencio incómodo se instala en...» (p. 151), «... pensaba que Francia debía vender cara la derrota...» (p. 244). Y, en esta misma página, unas líneas abajo: «... y le entregaba el país en bandeja de plata». Y aquí me harté de enumerar. Lo saludable habría sido dejarla a medias, pero solo mi masoquismo explica que no haya abandonado su lectura cuando encontré, también en la voz del narrador, palabras que desentonaban por completo con aquella prosa tan fría y sin personalidad (sin estilo): «... el Joven Secretario Gálvez es más bien atlético, hasta pintón...» (p. 72) o «... se cachueleaban en la Plaza del Baratillo...» (p. 158).

(Y ahora que hemos mencionado al estilo, hay que decir que Tola tampoco lo tiene. De hecho, no se esfuerza en lograr imágenes, y persiste, más bien, en un lenguaje llano y subyugado a la historia. Lenguaje funcional, le llaman. Aun así, no puedo señalar que un atributo de esta novela sea su lenguaje claro, porque si me voy a tragar poco más de 400 páginas lo mínimo que pediría es que estas sean digeribles).

Y, por Dios (ateo yo, nombro al supremo), ¡los diálogos! Todos tan triviales, gélidos, afectados, fingidos. Cuando llegué a esto tuve que decidir si debía reír o lamentarme:

«—Muchas gracias por la compañía
—De nada, ha sido un gusto. La he pasado muy bien.
—Yo también. Me he divertido mucho» (p. 116).

(Me reí).

Esta novela, como ya dije, se ha visto obligada a sufrir de obesidad. Tola no desaprovecha el subgénero y hace aparecer —sin que les saque el menor partido— a personajes como Jean-Paul Sartre, Abraham Valdelomar, César Vallejo (esposa incluida), José Carlos Mariátegui, etcétera. Entiendo que su sola mención le otorga ambiente a la novela («ambicioso fresco», dice la contraportada), pero lo intolerable es que las acciones de estos personajes sean tan banales como los diálogos y que no aporten nada a la narración.

A estas alturas nos damos cuenta de que esta novela no es tan vargasllosiana, como dijo alguien por allí en una reseña. Me cuesta creer que esa persona haya visto la sombra de Mario proyectándose sobre Tola (¡qué bueno fuera!). (Abro otro paréntesis. Respecto a la reseña a la que acabamos de hacer alusión, y que tampoco es tan difícil de adivinar, hay un velado insulto hacia el autor cuando se menciona que este es su mejor libro. Es como decir que los mejores goles de un extranjero en Primera División los marcó el 'Checho' Ibarra).

Sigamos.

Tola es torpe cuando introduce cambios de tiempo en la narración, y el lector puede notar que resultan abruptos y nada finos. Cae además en el uso de la exposición forzada en ciertos tramos del libro y esto, de verdad, ya resulta imperdonable (y para entender este desliz inventemos un ejemplo de exposición forzada: «Oh, querido Ernesto, recuerda que eres mi amante hace 22 años y cinco meses y que mi esposo, llamado Juan Pérez, abogado de profesión, y con quien llevo casada 42 años, está a punto de partir a Roma hoy a las seis de la tarde»). Ahora Tola: «No se castigue tanto, Gálvez. ¿No me dice que todo este tiempo no ha parado? ¿Que luego de nuestra estadía en el Hotel Dreesen lo destinaron a Madrid y después debió viajar por toda Europa?» (p. 411). No, el tal Gálvez nunca dijo nada al respecto.

Por todas las deficiencias mencionadas (y quedan muchas más por anotar), la narrativa de Tola está más emparentada con la de Alonso Cueto. La noche sin ventanas es, por tanto, una novela cueteana (aquí va un neologismo). Sin embargo, no hay que ser mezquinos. Tal vez solo una cosa se podría rescatar de esta novela fallida, y creo que aquí el sentimiento es unánime: la portada es bonita.

TOLA, Raúl. La noche sin ventanas. Lima: Alfaguara, 2017.

(Reseña publicada en Solo Tempestad).

lunes, 9 de octubre de 2017

El matrimonio de los peces rojos

A veces (o casi siempre) tengo la impresión de leer un libro muy diferente al que ha leído el resto. Para los demás se trata del mejor libro de, no sé, vete a saber de qué es el mejor. O es un libro maravilloso, obra maestra y demás cosas que suelen decirse para llenar el vacío de no saber qué más decir. Tiene la misma cubierta, la misma cantidad de palabras e incluso ha sido escrito por la misma persona, pero no, no estoy leyendo el mismo libro. Si ellos (el resto, los mortales) leen un libro imprescindible y excelente, yo estoy leyendo a veces (o casi siempre) un bodrio.

Guadalupe Nettel gana el Ribera del Duero con El matrimonio de los peces rojos (lindo título, sí) y se embolsa ¿cuánto? 50 mil euros. El libro de marras trae cinco cuentos, y como no estamos tan mal en gastronomía, digamos que el cálculo es de 10 mil euros por cuento. Cada cuento, aproximadamente, tiene diez tortuosas páginas. El cálculo indica que cada una vale, pues, mil euros. Entonces uno guarda expectativas, uno desea deslumbrarse, pero siempre la realidad es otra, y la realidad es que este libro de cuentos es muy pobre (en todo sentido) y me hace sentir asaltado o estafado, que, a fin de cuentas, da lo mismo.

Los cuentos de este bodrio son réplicas los unos de los otros, y al final no sabes cuál es el cuento matriz, de dónde nacieron los cuatro restantes. Hay una fórmula en cada uno de ellos y es fácil notarlo. Ese, quizá, sea su mayor inconveniente: a ojos expertos resulta muy fácil verle las costuras y advertir sus errores. Las historias narran las relaciones entre los hombres y sus mascotas, esto dicho para simplificar el asunto. Hay matices, claro está. Cinco cuentos: un pez, una serpiente, unos hongos, cucarachas y unos gatos. Vaya, Nettel se ha pasado por todos los reinos y nos entrega un texto «unitario» (esto es un valor literario en los libros de cuentos, pero no lo digo yo y no lo comparto).

Los relatos, largos y fáciles de leer (punto a favor), son de una ingenuidad asombrosa. Nettel deja a un lado la oportunidad de que el lector descubra las metáforas y hace que el narrador de sus historias las señale con luces de neón. Esto es, en otras palabras, resaltar la imbecilidad del lector. Venga, si me estoy perdiendo de algo, allí está Nettel para indicarme el camino correcto. A efectos del cuento esto puede resultar válido, of course, pero no necesito que la autora lea por mí, no necesito que me señale a cada instante qué es lo que, supuestamente, debería tener presente para «comprender» sus historias. El problema, quizá, es que me gusta Carver, y donde no hay Carver hay quizá esto: una explicación excesiva de la trama (por eso son cuentos largos los de esta autora mexicana). Todo está no solo masticado, sino también regurgitado, y vómitos como este no hay quien los tolere. O quizá sí: el resto.

NETTEL, Guadalupe. El matrimonio de los peces rojos. Madrid: Páginas de espuma, 2013.

lunes, 14 de agosto de 2017

Los condenados

Tres personas se reunieron en una mesa para cometer un acierto dentro de la última Feria del Libro: recordar a un escritor. O brindarle un «reconocimiento» (como rezaba el título del evento), lo que viene a ser casi lo mismo porque el aludido no está, no se da por enterado, no se sonroja.

Quizá sea yo la persona menos indicada para hablar de Moisés Sánchez Franco, puesto que no lo conocí (aunque tal vez sea la más predispuesta porque acabo de leer su único libro de relatos). Sea como fuere, siempre es saludable comentar el trabajo ajeno y dar cuenta de aquellas reflexiones que nos suscita la intervención del escritor sobre su propia obra (porque el escritor la sigue modificando incluso cuando ya no está).

Moisés dejó de estar a comienzos de abril. La muerte —perdonen la obviedad— detuvo para siempre su escritura, pero a cambio le obsequió un puñado de lectores. No sabría decir si existe justicia en este trueque. Solo sé que ante la desaparición de un escritor caben dos opciones: el olvido o la grandeza. Ambas pausadas y perezosas y, sin embargo, puntuales. 

La muerte del escritor es mucho más lenta que la del organismo que habitó y puede tardar toda la vida. No obstante, el escritor muerto muere un poco cuando sus libros dejan de imprimirse, y muere de verdad cuando deja de tener lectores.

Debido a que son cuentos, Los condenados es un libro que difícilmente pueda seguirle el ritmo a la andadura del tiempo. En algún momento se desintegrará y cada historia de ese conjunto correrá una suerte distinta. Y aquí no me cabe la menor duda al afirmar que «El diario negro de Perry Loss King» sobrevivirá al resto.

Aun así, no debería sorprender la madurez literaria que se exhibe en cada uno de estos nueve relatos; Moisés los publicó luego de los cuarenta años, que es cuando uno ya debería tener una voz (robada o propia, como dijo el poeta). A esto se suma la atmósfera lírica y a la vez tenebrosa muy bien conjugada y que en «El sirviente de los demonios» adquiere una forma compacta, y las imágenes feroces y de apariencia sutil y que tienen mayor luz en «Los cuervos»: «Una gota de lluvia entró por la cuenca vacía de sus ojos» (p. 37). Asimismo, resulta inevitable (e inquietante) leer estos cuentos y encontrar frases que uno bien podría asociar con la suerte que eligió su autor: «No crean que el saber que voy a tener una muerte penosa y cruel me entristece. Justamente, es esa idea de muerte la que más me emociona» (p. 94).

Hace un año que Moisés publicó Los condenados e Historia del mal (este último es una investigación sobre la obra de Clemente Palma). El hecho de publicar dos libros a la vez arroja una pista sobre lo que quieres hacer luego con tu vida, y a veces no es un buen indicio. Es como salvar algunas pertenencias antes del naufragio, tal vez para que sea otro quien las aproveche. Aquí se da por entendido que, una vez ingresa tu libro a imprenta, lo que haces de inmediato es ponerte a vivir. El libro te ha quitado un poco de tu existencia (o mucho, según lo que hayas sacrificado), y tú solo vives las sobras. Pero tan pronto uno se deshace de los libros que ha querido escribir y observa que la vida que le ha quedado es desdichada, entonces se abandona y abraza la condena que había previsto.

En todos los personajes de este conjunto de relatos se observa aquella condición a la que hace alusión el título. A veces es impuesta por una fuerza exterior, pero en otras ocasiones se trata de una elección personal. Moisés decidió convertirse en un personaje más de su propio libro, y es así como observo su intervención (inintencionada) sobre su propia obra.

Cuando recibí la mala noticia, lo primero que hice fue tomar el libro de mis anaqueles y contemplarlo. Como dije antes, la obra te ha robado un poco de vida, y allí tenía entre mis manos un poco de Moisés, la parte de él que eligió perdurar. Su muerte, por repentina, tuvo más prensa que sus dos libros. Y, bajo el mismo efecto, generó la súbita curiosidad de algunos cuantos. Aún recuerdo los mensajes que llegaron a la editorial. Gente que, de pronto, manifestó un sorprendente interés por sus textos.

Si somos honestos, el verdadero reconocimiento no radica en el hecho de que tres académicos se junten para analizar una obra, sino en el simple acto de abrir el libro de una buena vez y leerlo. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que más ansía un escritor? Por eso aún resuena en mi mente la frase con la que cierra el último cuento de Los condenados y que puede interpretarse como una afilada exhortación: «En tus manos, buen lector, siempre está la posibilidad de poner algo de sensatez y justicia en este mundo».

SÁNCHEZ FRANCO, Moisés. Los condenados. Lima: Agalma, 2016. 

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur). 

lunes, 10 de julio de 2017

Rendición

Empecemos con un chiste: un hombre llega a casa y descubre a su mujer en la cama con un caballo, sin embargo el equino habla y resulta que ha hecho estudios en una universidad prestigiosa y es abogado. Esta ocurrencia (de la cual no conocemos el final porque el narrador no lo recuerda) revela muy bien la esencia absurda y perversa de Rendición (Alfaguara, 2017), la última novela de Ray Loriga.

Desde el inicio sabemos por el narrador que hay una guerra que dura ya más de diez años. Esta ha llegado también a causar daños en la comarca donde vive con su mujer y un pequeño niño que apareció de repente y que han decidido bautizar con el nombre de Julio. No obstante, no será hasta su llegada a la «ciudad transparente» cuando la distopía planteada por el autor cobre su siniestra forma.

Es irónico que justamente los rasgos más turbios del libro se desarrollen en una ciudad en donde todo está hecho de cristal, de tal manera que uno puede habitar en un edificio y ver qué hacen todos los vecinos en cualquier momento. Una ciudad en donde no existen noches y en la que, por lo tanto, es imposible esconderse. La semejanza con nuestra sociedad se presenta bastante obvia, sobre todo si nos ponemos a pensar en lo visibles que nos encontramos frente a los demás gracias al desarrollo tecnológico y el alcance de la Internet (y es también irónico que este paralelo sea planteado por un autor que parece más bien alejado de las redes sociales). 

En apenas doscientas páginas, Loriga nos muestra una infinidad de temas que van desde el uso del poder hasta la pérdida de la identidad. Y todo esto usando un narrador en primera persona que, pese a ser un personaje proveniente del campo, va soltando oraciones notables en el transcurso de su relato: «La gente que sabe contar historias siempre tiene compañía» (p. 33).

No obstante, es en la construcción de esta voz en donde se perciben algunos defectos a tomar en cuenta. Por momentos, no queda clara su ubicación respecto al tiempo de lo narrado. Además, dado que el personaje mismo confiesa su poca cultura, resulta inverosímil que aparezcan en su discurso algunas frases con resonancias poéticas: «… el jardín se desespera y se va muriendo, agotado» (p. 13). 

Pese a esto, no es un desacierto el haber usado un personaje de extracción social humilde, ya que este solo se dedica a describir lo que ve y lo que siente y explicarse las cosas a su modo. Un narrador erudito quizá nos hubiera impuesto alguna reflexión elaborada sobre los temas centrales de la novela, arruinando así nuestra propia interpretación de los símbolos que habitan en ella.

En ocasiones, un premio puede convertirse en un peso enorme que la novela irremediablemente deberá llevar a cuestas. Y tendrá que soportar, ante todo, una lectura más o menos condicionada y predispuesta a realizar forzosas comparaciones. Porque a los libros premiados uno los quiere abordar con ese espíritu de lector justiciero que tenemos todos. Y finalizado el texto, evaluamos qué tan merecido fue el premio, y si de este examen resulta que entre el premio y la calidad de la novela existe una llamativa distancia, uno termina por indignarse en algún grado (y mientras más cuantiosa es la recompensa en metálico, mayor es la indignación).

El Premio Alfaguara de este año no se vio libre de las suspicacias que siempre acompañan a los certámenes de gran repercusión. Más aún si ponemos las luces en el nombre del ganador: un autor del sello, de nacionalidad española y que —por esas cosas que tiene el marketing de la nostalgia— aseguraba unas grandes ventas. Y más aún por tratarse de la vigésima edición del mentado galardón.

Sin embargo, esto no debería empañar los aspectos más admirables de Rendición (que no son pocos). E incluso si en el transcurso de la lectura uno fija más la atención en las inconsistencias que pueda tener (y que las hay), vale la pena llegar hasta el último tramo, a ese final tan devastador y, al mismo tiempo, tan apropiado. La esencia de la novela entera aparece nítida en esas últimas páginas. Allí quizá entendemos también cómo termina el chiste que el narrador solo recuerda a medias, la broma perversa y absurda en la que se ha convertido su existencia. Y en lugar de reír, nos invade un total desaliento. 

LORIGA, Ray. Rendición. Lima: Alfaguara, 2017.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Orgullosamente solos

En la sala de redacción mi jefe me ha prohibido hablar sobre la obra de José Carlos Yrigoyen. Demás está decir que la sala a la que me refiero es un cuarto alquilado en el que vivo y que el único jefe a quien rindo cuentas soy yo. Pero vamos, que para eso están las prohibiciones: para desobedecerlas. No estaba en mis planes leer este libro, sin embargo lo compré para un amigo a quien aprecio mucho y la tentación de desvirgarlo (al libro, claro está) fue mucho más fuerte.

Pequeña novela con cenizas, la incursión comercial de Yrigoyen en el mezquino escenario de la narrativa peruana (puesto que todo se reduce a Lima y, dentro de este circuito, a solo algunos cuantos nombres), fue un libro que me dejó indiferente. De su cobardía (del libro, aclaro) ya hablé en un post anterior. Y de su carencia de literatura también. Y con esas premisas abordé esta nueva entrega, esperando encontrar las mismas reincidencias.

Lo admito. Leo buscando el error. Y lo placentero, respecto a Orgullosamente solos, fue no encontrarlo.

Breve y ambicioso.

Aquí, Yrigoyen muestra un poco más la piel y escarba de manera minuciosa en el pasado. La historia de su abuelo, Carlos Miró Quesada Laos, funciona como excusa e imposición. El tema se expande y supera la mera anécdota. Así, el libro es una suerte de historia del Perú de los años 30, sumado al desarraigo familiar, los círculos de poder y la no menos inquietante figura del mentado abuelo. Yrigoyen ha removido los escombros del pasado familiar y ha encontrado un diamante en bruto. Y ha tenido la paciencia infinita de refinarlo con éxito. He allí la ambición.

Lo ha logrado esta vez. Sin ningún asomo de lacrimosa autocompasión, ha conseguido contar algo. Y contarlo bien. Todos los ingredientes en su justa proporción. Lírico cuando el relato lo amerita, descriptivo sin cometer excesos, bellamente documentado y, sobre todo, acometido con eficaz y radiante prosa. 

Pero el mayor atributo de este texto (no me atrevo a llamarlo novela) es su enorme sinceridad. Por lo tanto, hay que devolverle esa honestidad descarnada y decir que sí, que es un buen libro, y que quizá pueda vencer al tiempo porque tiene todos los atributos para resistirlo.

YRIGOYEN, José Carlos. Orgullosamente solos. Lima: Literatura Random House, 2016.    

lunes, 12 de diciembre de 2016

Cuentos para búfalos

Publicado apenas el año pasado, lo encontré en una pila de remates a un precio irrisorio. Vete a saber por qué. Cosas de la editorial, digo yo.

Y yo, ya digo, a los cuentos no me resisto, incluso si los escribe Galarza. Y de diez historias se compone este libro (a un sol por cuento para dejar en claro lo del precio).

El concepto me gusta. Reunir cuentos que fueron enviados a concursos y que lo intentaron. Una actividad a la que le puso mucho empeño Roberto Bolaño y que apunta muy bien A. G. Porta: «Se ha dicho de Bolaño que salía a cazar premios como si fueran búfalos». Cuentos para búfalos, por tanto.

De los diez, hay dos repetidos. Dos que ya se incluyen en Algunas formas de decir adiós, y a mí eso de poner figuritas repetidas para llenar el álbum no me ha gustado nunca. Obviando esos, podemos decir que el libro empieza con cuentos para cazar moscas.

Solamente hacia el final, el libro crece. Maduran los relatos. Y sí, hay uno como para cazar un enorme búfalo y tener semanas de carne a disposición. Uno tan bueno como para salvar al libro del fuego. Vamos, como esos grupetes de mierda a los que los salva la mejor canción del disco, a falta de otras que se le parezcan.

Hay uno, pero no conviene decir cuál. Tampoco me gusta la gente que solo se pone a escuchar la mejor canción del álbum. Primero padecer y luego disfrutar (en ese orden).    

GALARZA, Sergio. Cuentos para búfalos. Lima: Mesa Redonda, 2015.      

lunes, 5 de diciembre de 2016

El ruido del tiempo

A mí las novelas sobre personajes históricos, o que han merecido la posteridad, me parecen un montón de mierda. Cuando un autor está bloqueado, solo tiene dos opciones: escribir sobre su bloqueo (Fresán) o mandarse con un tocho sobre la vida de algún muerto que posee una entrada larga en Wikipedia (ejemplos varios). La segunda opción podría parecer pan comido porque el asunto o personaje a narrar ya viene espoileado (a ver si Pérez Reverte inserta este neologismo), y lo demás, lo que el autor debe hacer a continuación, se llama redacción y no literatura.

Barnes ha hecho (gran) literatura en su más reciente novela.

Lejos de atiborrar el relato con fechas y nombres y sucesos reales, Barnes toma la figura de Dmitri Shostakóvich, la deforma delicadamente y nos muestra el anecdotario de sus desdichadas relaciones con el Poder en la Rusia de Stalin. Importan más los sentimientos de Shosta que la inútil revisión de su biografía.

Narrada en tercera persona, Barnes logra que los ecos del sufrimiento de Shostakóvich resuenen en el interior del lector. La Historia ha sido cruel con el compositor y la novela va de contar qué sentía Shostakóvich, no del repaso estéril de sus humillaciones.

Destaca la contención en el lenguaje, que funciona también para contener la historia. Si uno siente lástima por el compositor es por la descripción escueta y breve (muy a lo Barnes) de la maquinaria soviética.

Novela compuesta de retazos, de gestos, de pocas acciones y diálogos puntuales (a esto algunos lo llaman eficacia o lo llaman Carver), y sin eternos cuadros lacrimosos o efectistas (a esto lo llaman sensiblería o lo llaman Alonso Cueto). Hay ternura en cómo se cuenta la desgracia. Hay literatura, en suma, como en aquella escena final donde el lector entiende qué es «el ruido del tiempo» y el duro golpe que implica haberlo comprendido.

BARNES, Julian. El ruido del tiempo. Barcelona: Anagrama, 2016.

lunes, 28 de noviembre de 2016

La chica del tren

Thriller no es. Este libro se trata más bien de una adivinanza de casi 500 páginas. Hay un asesino y no es el mayordomo. Hay una desaparición y todo se narra en forma de diario. Muy a lo Gone Girl, pero la novela de Flynn tenía más oficio. De hecho, la historia de Amy me mantuvo enganchado y hasta podría decir que me gustó. Sin embargo, en La chica del tren todo está demasiado masticado. El lector es muy idiota, así que hay que decirle quién narra qué. El cliché abunda, solo hay personajes planos y de relleno, y el desenlace parece sacado de una telenovela mexicana (de las malas). Una estafa literaria bastante favorable (económicamente) para su autora. Con el dinero que te llevas con libros como este, o te compras una casa o te ganas una reputación. Supongo que Paula Hawkins ha optado por la casa y, de pasada, por la mala reputación. Venga, que todos tenemos que vender algo, incluso el prestigio.

HAWKINS, Paula. La chica del tren. Lima: Planeta, 2016.      

lunes, 21 de noviembre de 2016

El elefante desaparece

Son muchos los cuentos que reúne Murakami en este volumen. Diecisiete en total (y reviso el índice para no equivocarme). Sí, diecisiete. Varios cuentos largos. A mitad del libro ya sabes que la cosa no es contigo. No eres fan de Murakami y, a menos que aparezca una joya, le pondrás una estrella en Goodreads. (En efecto, la joya nunca apareció y le puse su más que merecida y solitaria estrella.)

Haruki Murakami (pronúnciese en esdrújulas, despistado lector: Háruki Murákami) tiene una fascinación por los cuentos de relleno, aquellos que ayudan a engrosar los libros para que permanezcan erectos e imponentes en mesa de novedades. O quizá se trata de todo el mediocre arsenal con el que contaba el autor. Los residuos de su literatura breve, primero publicados en inglés hace 23 años. Juntar cuentos dispersos es un acto de desprecio a los lectores. Es darles las sobras que uno ha ido acumulando tras largas jornadas de infructuosa labor de escritura. Es también una manera de mellar la propia reputación de escriba que tienta cada año el Premio Nobel de Literatura (hace poco se lo ha ganado un cantante). Un puto desacierto, en suma. Un suicidio. Harakiri Murakami.

Para aligerar la cosa vamos, por tanto, a enumerar algunas situaciones o elementos recurrentes en estas historias:

—Jazz y gatos.
—Un tipo se recuesta sobre el sofá para beber una cerveza.
—Menciones de marcas: McDonald's, Adidas, Sony. (Juraría que ahora mismo Murakami está escribiendo algo en donde se menciona a Pokémon Go.)
—Gatos.
—Todos los relatos son en primera persona.
—Salvo el primer relato, el resto importa una mierda.
—Jazz.
—Todas las mujeres son amas de casa. 
—Si no son amas de casa, quieren follar, y cuando no quieren follar están fregando cacharros. 

El universo de Murakami tiende a la contracción, y uno supone que sus temas se agotan o languidecen de tan repetitivos que resultan. Por eso, insisto, hay que ser muy fan de Murakami para que todo esto tenga sentido o implique un valor agregado en su cobarde literatura de jazz y gatitos. Así de light.

(Pasaba una cosa bastante peculiar mientras me martirizaba leyendo estos cuentos. El libro se me puso cuesta arriba, y cada vez que me ponía a él avanzaba con desgano una o dos o tres páginas. De tan aburrido que era, pensé que lograría aliviar un poco mi insomnio. Pero no. Todo lo contrario. Era tan cansino que —extrañamente— me crispaba los nervios y podía estar alerta. Llamemos a este efecto La paradoja Murakami.) 

Esto ha sido como hacer la cola del banco y escuchar la cháchara de dos ancianos. Ni la Munro, oiga.

MURAKAMI, Haruki. El elefante desaparece. Lima: Tusquets, 2016.

martes, 5 de julio de 2016

Escapada


Alice Munro. Hay quienes la llaman «la Chéjov canadiense» (personas con problemas mentales las hay en todo lado). Lo cierto es que si Chéjov estuviera vivo y pudiera leer un solo cuento de esta autora, la mataría sin rodeos. O le daría por el culo y luego la mataría sin rodeos. Sin rodeos, repito, como son los cuentos del genial autor ruso.

A mí me exaspera que un cuento no vaya directamente a donde quiere ir. Que los desvíos por donde el autor quiere conducir la historia duren tantas y tantas páginas. El adorno infinito de algunos relatos. Y los relatos llegan agotados al tramo final. O muchos de ellos perecen a mitad del trayecto. Una cosa muy mala eso de estirar un cuento. Algo propio de sádicos.

Muy sádica la Munro. Cada cuento de este libro bien podría ser una nouvelle. Demás está decir que los suyos son relatos que no llegan nunca al tramo final. La historia (y el lector, qué duda cabe) ya se agotó a mitad del camino. 

Y es que la Munro siente una fascinación por enumerar todo en sus textos. Todo. Descripciones de paisajes, de recuerdos, de rostros, de sensaciones, de rostros atravesados por sensaciones, de paisajes difuminados por el recuerdo. Todo entra en los cuentos de Munro, y no todo debería entrar. A la canadiense le gusta recolectar la basura en sus historias. Uno encuentra bodrio concentrado en los peores casos.

Y su mundo parece... perdón, la frase debe afirmar: su mundo es puramente femenino. Un universo plagado de menstruación, histeria, pasiones, hijas adoptadas, bebés perdidos, y todo lo que callamos los hombres que no sabemos nada de mujeres. En esto Munro es una experta. (Creo que es mujer; o venga, vamos a darle una concesión. Lo es.) Munro, decía, te refriega en la cara tu ignorancia sobre el otro sexo.

(Bueno, eso para quienes no conocen del otro sexo.) 

Mejor comprensión del universo femenino representado en los textos de la Munro, la tuvo Almodóvar. Ya en La piel que habito él/la personaje principal, recluido/a en su prisión lujosa lee Escapada. Este año, en medio del escándalo de los Panama Papers, Almodóvar estrenó Julieta. Esta cinta está basada en tres cuentos del libro de marras: «Destino»«Pronto» y «Silencio».

Vimos a un Almodóvar raro. No había tracas, personajes desesperados, muy desesperados, el encuentro de seres explosivos. No hubo culebrón. Rarísimo en Almodóvar. O, en todo caso, Julieta fue un culebrón discreto y respetable. Almodóvar (y esto pocas veces lo he visto en el cine) supo ceñirse al texto literario. Quizá a eso se debe su contención. Los textos de la Munro ayudaron a que el cineasta español no se desbocara. 

No obstante, Almodóvar logró apropiarse de la historia y, sin desvirgarla, insertar finos detalles que permitían asimilar mejor lo que la Munro, con sus santos y eternos rodeos, jamás logró expresar. Las historias de la Munro, contadas por Almodóvar, tenían más vigor y SÍ llegaban al tramo final, fuertes y vitales.   

Munro en Almodóvar sabe mejor. Munro sola no conduce a nada.   

MUNRO, Alice. Escapada. Barcelona: RBA, 2009.

martes, 31 de mayo de 2016

Siete casas vacías


Hace unas semanas me desperté desesperado. La causa de esta desesperación es bastante simple de explicar: en lo que va del año, no he leído nada sorprendente. Nada que me deje aniquilado por un par de días. Aquella heroína que se inyecta uno por los ojos y que no es otra cosa que el verdadero contacto con la Literatura (en mayúscula). Piel con piel y sudor y sexo.

No pocas mierdas me he tenido que tragar.

Esta demás agregar que a esta desesperación contribuía el estático clima de nuestra ciudad. Desde diciembre solo hay verano, y ya pronto tendremos una estación de seis meses de mañanas soleadas. Mierda de clima o clima de mierda.

Rebusqué entonces en mis bolsas de compras (las compras que he jurado no hacer para estirar un poco más los ahorros, pero que inevitablemente termino haciendo y al diablo mi tarjeta de débito) y encontré el último libro de la Schweblin, adquirido a un precio módico. Y vamos a salvarnos de este infierno de mala literatura, me dije.

El libro es un cuentario premiado y ya ampliamente conocido. Lo suficiente como para decir: he aquí a quien me rescatará de tanta inmundicia. 

Diseccionemos. 

«Nada de todo esto.» Fue tedioso este relato. O lo sentí así. Demoré más de lo usual pese a su corta extensión. Tiene baches. La historia es la de una hija que acompaña a su madre en su obsesión por visitar casas ajenas. Esa tensión propia de Schweblin acá está forzada. Se siente como una impostura. Vamos, que los que ya hemos leído a Schweblin desde hace años sabemos de antemano sus recursos. Sabemos, sobre todo, que varios de sus cuentos se reducen a una simple fórmula. Pero aún no generalicemos. Primera decepción.

«Mis padres y mis hijos.» Esto es bastante Schweblin. La rareza de la trama, la dosificación de la información (y de las imágenes), el tránsito de los personajes hacia un extremo en que se tornan peligrosos o irracionales, la atmósfera siempre tensa. Y claro, un argumento bastante simple (en apariencia): unos niños se pierden en una casa. No obstante, hay una suerte de piezas que se van uniendo y que uno ya puede intuir. No es un mal cuento, pero el libro sigue sin convencer.

«Para siempre en esta casa.» Un hombre va en busca de ciertas prendas de vestir en el jardín de su vecina. La fórmula es la siguiente: trama simple, un personaje que está en el límite de algo (igual que los personajes de los cuentos anteriores), una situación anormal que dispara la historia. Se trata de un cuento que solo sirve para que el libro tenga más páginas.

«La respiración cavernaria.» Esta nouvelle reúne los elementos más pobres de Schweblin: descripciones innecesarias, ese ambiente oscuro que ya resulta cansino y agotador, situaciones que no aportan nada a la historia de la anciana encerrada en su casa o que resaltan su drama hasta caer en lo redundante. A estas alturas podemos decir que Siete casas vacías es un enorme fracaso. Estoy aturdido.

«Cuarenta centímetros cuadrados.» Otro relato insípido. Más elementos absurdos, datos escondidos que no generan la más mínima intriga, el anodino trajín de una mujer que se pierde en calles oscuras. Llegado a este punto, uno comienza a pensar si los otros finalistas del Ribera del Duero fueron un verdadero fiasco y tuvieron que elegir a este libro como el menos malo.

«Un hombre sin suerte.» Este es el mejor cuento y no estuvo incluido en el manuscrito que Samanta Schweblin mandó al concurso. Un gran relato, sin duda. No hay más que señalar. Aquí no hay casas.

«Salir.» Pudo estar mejor. Este relato es solo una suma inconexa de situaciones absurdas que no aportan nada al desarrollo de la historia. El absurdo es la especialidad de Schweblin, la exploración del sin sentido. Solo que acá todo parece gratuito y forzado.

Y es todo lo que hay.

Schweblin se repite. Parece que estuviera escribiendo el mismo cuento con distintas (y mínimas) variantes una y otra vez, y cae en el más burdo autoplagio. Y eso es lo peor, pues ha descubierto la formula ganadora (de premios) y lo que tenemos es a una esclava de su propio método. Lo mejor que le podría pasar es que su literatura vire hacia otro rumbo. Con tantos reconocimientos acumulados, creo que sería saludable pagarse un poco de libertad al momento de escribir. Pues de jugar se trata, en el suma, la Literatura (en mayúscula).

Siete cuentos vacíos que le valieron a su autora cincuenta mil euros. Es todo lo que hay y es muy pobre.

SCHWEBLIN, Samanta. Siete casas vacías. Madrid: Páginas de Espuma, 2015.

lunes, 9 de mayo de 2016

L'herbe des nuits


Yo amaba un poco a Patrick Modiano. Eso de amar un poco a un autor suena a intento desesperado por colocarlo en tu pequeño Edén literario en el que ya habitan Umbral y Michon (en ese orden; un poco De Luca si somos justos, y si queremos ser más justos habría que poner dos o tres escritoras). Suena a falso amor, a desencuentro, a amor desconfiado. Y es que el amor y yo a veces no congeniamos y tenemos que dormir en camas separadas.

L'herbe des nuits es la tercera novela que leo de Modiano. Para empezar, probé su etiqueta de Premio Nobel con la autobiográfica Un pedigree, sin embargo esa no cuenta porque la vida de este autor resultó tan insulsa como la novela de marras. Igual, tanteando en la biblioteca, le di otra oportunidad con L'horizon (o quizá Modiano me la dio a mí). Y el cambio cualitativo fue enorme. Sobre todo porque podía pasarme leyendo muchas páginas sin consultar el diccionario. Todo tan simple y tan profundo a la vez. Una máscara tras la cual se me revelaban los asuntos más trascendentales de mi también insulsa vida cotidiana. Novela corta y ligeramente letal. Me gustó, y eso equivale a tres estrellas en Goodreads.

Con L'herbe des nuits pasó algo diferente. El amor estaba allí, en el aire, antes de empezar a leerla. Pero apenas comienzas, la atmósfera cargada de neblina y nostalgia en L'horizon ahora era más densa y apenas logras vislumbrar las acciones de los personajes. Todo tan fantasmal, un suspense muy francecito. Luego uno repara en que está leyendo L'horizon pero en su versión más pobre. Ambos libros son como esos hermanos unidos por alguna malformación. Y al separarlos, uno llevaba la peor parte. Y la desgracia fue para L'herbe des nuits. De hermandad tienen esto: mujer misteriosa, sucesos turbios, París triste, hombres peligrosos. Solo que en esta novela todo está deslucido, apagado o desgastado.

Y, como decía en un inicio. yo creía amar a Modiano (solía llamarlo Modi con los amigos), pero ahora me ha decepcionado y es justo darnos un tiempo.

MODIANO, Patrick. L'herbe des nuits. Barcelona: Gallimard, 2014.

lunes, 25 de abril de 2016

Pequeña novela con cenizas


Hay libros imposibles de reseñar y sucede por una simple razón: son libros cobardes. Ya sea por temor a las críticas que puedan despertar o quién sabe qué diablos, se escudan en todo momento. Son temerosos porque no arriesgan. Es imposible, por lo tanto, hablar bien de ellos y recomendarlos, o tirarlos al tacho simplemente. Al final uno siente que solo ha leído páginas en blanco. Pequeña novela con cenizas es un libro cobarde.

Desde el título advertimos un engaño: novela. Pequeña, además. Lo cierto es que si quitamos la parte donde se aborda la vida de Pasolini, nos queda una narración brevísima, un manojo de páginas. Micronovela con cenizas hubiera sido un título más honesto.

La narrativa de autoficción ha desatado hace no mucho tiempo una polémica. Hay quienes reniegan de esta temática. Yo, en cambio, reniego de estos. Por su afán de llamar la atención. Son gente que vive obsesionada por un conejo y que no encuentra literatura en lo que lee. Por la única razón de estar incapacitados para encontrar literatura. Y en el libro de Yrigoyen hay mucha, aunque les cueste reconocerlo. Solo buscan afecto.

La narrativa de autoficción ha impuesto una moda. El temor también reside allí, en escudarse bajo la voz de un narrador que comparte, oh coincidencia, la misma biografía del autor. Y esto no tiene nada de malo. Si se sabe aprovechar, el resultado podría, en últimas instancias, ser soberbio.

Pero acá hay una historia que oculta a otra, que la eclipsa por completo. Y es la vida de nada menos que de Pasolini. Mientras Pasolini habita en el escándalo, el narrador nos cuenta que su padre le pegaba o que casi sucede «algo» con un muchacho. En verdad, ¿a quién rayos puede interesarle eso?

No obstante, este híbrido literario, cuando aborda a Pasolini, posee una lucidez y erudición notable. El tratamiento del lenguaje es también otro punto a favor. Sucede que los poetas tienen otro vínculo con las palabras. Las miman, les dan mayor expresividad, las hacen resplandecer. No hay que hacerle caso a Valenzuela; tal vez no sabe diferenciar entre una buena prosa y una novela de Paulo Coelho.    

El resultado es un texto de carácter disparejo. Es un libro muy «correctito» y al que le falta fuego y también cenizas. Hubiera sido mejor solo abordar a Pasolini. Y hubiera sido un libro, quizá, muy recomendable. 

YRIGOYEN, José Carlos. Pequeña novela con cenizas. Lima: Planeta, 2015.

lunes, 4 de abril de 2016

El secreto del mal


Una literatura del yo, de la subjetividad extrema, claro que tiene que existir y debe existir. Pero si sólo existieran literatos solipsistas toda la literatura terminaría convirtiéndose en un servicio militar obligatorio del miniyo o en un río de autobiografías, de libros de memoria, de diarios personales, que no tardaría en devenir cloaca, y la literatura también entonces dejaría de existir. ¿Porque a quién demonios le interesan las idas y venidas sentimentales de un profesor? ¿Quién puede decir, sin mentir como un verraco, que es más interesante el día a día de un triste profesor madrileño, por muy atildado que sea, que las pesadillas y los sueños y las ambiciones del insigne y ridículo Carlos Argentino Daneri? Nadie con tres dedos de frente. Ojo: no tengo nada contra las autobiografías, siempre y cuando el que la escriba tenga un pene en erección de treinta centímetros. 

BOLAÑO, Roberto. El secreto del mal. Barcelona: Anagrama, 2007.