jueves, 24 de abril de 2014

Volver al futurismo

Foto: Pablo Prados.

En 2013 apareció en España Prohibido entrar sin pantalones, novela de Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) que casi pasó desapercibida por esos lares. Un año más tarde, y gracias a que el escritor español ganó el Premio Bienal ‘Mario Vargas Llosa’ aquí en Lima, su libro ha recobrado una nueva visibilidad. La trama se centra en torno a la figura del poeta futurista Vladimir Maiakovski, pero también aborda la convulsa Rusia de inicios del siglo XX. Sobre este y muchos otros temas conversamos con el reconocido autor.
   
 -¿Qué fue lo más difícil al momento de abordar un personaje tan exuberante y caótico como Maiakovski?
Encontrar la voz desde la que contarlo, o mejor dicho, desde la que hacerlo cuento: una voz que se permitiera el lujo de ser personal y utilizar todo el material que quería utilizar, que no temiera ser pedagógica (¿por qué ya apenas se escriben novelas en las que se aprenden cosas?) ni brutal, que fuera poética sin renunciar un ápice a la potencia narrativa.

-Al indagar en la vida de este poeta futurista, ¿encontraste similitudes de algún tipo entre Maiakosvki y tú?
Maiakovski fue un adolescente casi toda su vida y todos los adolescentes se parecen algo, pertenecen a un país distinto, así que encontraba similitudes entre él y el adolescente que fui, esa tendencia al maximalismo, al «esto es una mierda» y «esto es una gloria», ese deseo de no quedar encallado nunca en la rutina.

-En una columna que Mario Vargas Llosa le dedica a tu novela, menciona que no le hubiera gustado tratar a Maiakovski porque asume que en persona debió ser «inaguantable». En tu caso, ¿te hubiera gustado tratar a este poeta futurista? ¿Hubieras congeniado con él?
Vargas Llosa lleva razón, Maiakovski resultaba inaguantable a menudo. Pero tenía una cosa que a un joven podría hechizar: dado su narcisismo, le daba igual quién fueras tú, de ahí que lo mismo se llevaba a su casa a recitarle sus poemas a un chico al que acababa de conocer en el Café, como alborotaba con sus amigos futuristas para molestar a autores consagrados. Yo, en la vida real, esos personajes los puedo soportar un rato, hasta donde me llegue la paciencia, pero creo que solo le hubiera tomado verdadero cariño si nos hubiéramos conocido de chavales.

-Una de las cuestiones centrales de la novela es la relación entre el escritor y el poder. ¿Cuál es el panorama actual que observas en torno a los escritores que coquetean con el poder?
Muy deprimente, como casi siempre: todo el mundo sabe que el poder vampiriza, y los escritores no son inmunes a ese efecto.

-A Francisco Umbral le preguntan en una entrevista acerca de qué piensa de los premios literarios. Él responde que «están muy bien cuando me los dan a mí. Si no, no me interesan nada». Tus libros han cobrado cierta visibilidad por los premios que has cosechado. ¿Qué tan importantes son los premios para Juan Bonilla?
Depende del premio, naturalmente. El Bienal Vargas Llosa le ha devuelto la vida a mi novela, un año después de que apareciera sin hacer demasiado ruido, y ha venido acompañado de algo que había deseado desde hace mucho: que mi libro pudiera leerse en algunos países de Latinoamérica en ediciones hechas allá, sin la carga del precio de los libros de importación. Así que este premio ha sido muy importante, aunque solo sea porque importar significa traer de fuera lo que no generabas en casa, y en casa mi novela no generó apenas interés, y he tenido que importarlo del Perú y gracias a un jurado internacional entre los que no había uno solo que yo conociera personalmente.

-Se rumoreaba que, luego de recibir el premio, compraste una primera edición de César Vallejo. ¿Podrías aclararnos esto y darnos más detalles?
¿Y esos rumores dónde los has escuchado? Solo diré que me prometí a mí mismo regalarme, si ganaba, una primera edición del que considero el libro de poemas más hermoso en español del siglo XX, y que ese libro es Poemas Humanos de César Vallejo. También diré que un par de días antes del fallo del premio, vi en una preciosa librería de Lima una primera edición de Cien años de soledad al alcanzable precio de 300 $, y la dejé pasar porque no tenía plata suficiente, y cuando tuve plata, ya se la habían llevado.

-Ignacio Echevarria, en un polémico artículo, señala que la Bienal es una suerte de premio de la derecha, (en clara competencia, según este crítico, con el Rómulo Gallegos). Dicho esto, y siendo el primer galardonado, ¿te sientes un representante de la derecha?
Supongo que estás de coña, pero te tomaré en serio. Tendríamos que definir qué es la derecha, para entendernos. La derecha, por lo menos en Europa, la definió muy bien Julio Cerón: la derecha empieza en la extrema derecha, sigue por la derecha, baja por el centro derecha, alcanza el centro, sube por el centro izquierda, trepa por la izquierda y acaba en la extrema izquierda: eso es la derecha. Según esa definición, no, no soy de derechas.

-En tu novela retratas también el arribismo del escritor que juega con estar siempre al lado del poder. ¿Crees que ahora el poder está menos interesado en seducir a los artistas de nuestro tiempo?
Creo que quizá los artistas de nuestro tiempo no son los artistas de entonces, pero que siguen siendo tan útiles al poder como siempre. Lo que pasa es que ya no se llaman Maiakovski sino Oprah Winfrey.

-Si comparamos el ambiente que reflejas en tu novela con el contexto actual, encontramos que incluso la figura del escritor ha perdido cierto prestigio. ¿Los escritores ya no le generan temor al poder? ¿Ya no son importantes para él?
Depende de tantas cosas. Depende del país, depende del escritor, depende de qué tipo de escritor. Parece claro que sigue siendo importante un tipo de escritor: el periodista mediático. No creo que los novelistas le hayan importado mucho al poder nunca como tales novelistas, sino como generadores de corrientes de simpatía, como personajes a los que siguen miles de personas. De hecho, fíjate que en la Rusia revolucionaria, y luego la de Stalin —que no son ni mucho menos lo mismo— eran más combatidos los poetas o dramaturgos que los novelistas, y ello porque los primeros podían llenar teatros o cabarets, eran agentes peligrosos a los que había que domesticar.

-Mencionas que para escribir no tienes ningún horario establecido. O ninguna disciplina. ¿Para escribir novelas no te disciplinas un poco? ¿No lo consideras necesario?
Trato de que sea la novela la que me discipline a mí y no al revés, es decir, que me levante temprano para ponerme a escribir con ganas. Cada cual tiene sus métodos, hay quienes son muy meticulosos con los horarios y otros que lo que consideramos fundamental es precisamente no tener horarios. Es un asunto de mera política doméstica y por lo tanto carente de interés.

-¿Tienes algún método de escritura? ¿Escribes siguiendo tu libre impulso o haces un esquema previo?
Suelo ponerme a escribir cuando la novela se me ha puesto muy pesada, después de haber tomado notas y apuntes, cuando creo tenerlo claro todo. Nunca escribir por escribir a ver adonde llega una narración. Pero también es cuestión de métodos: tan válido es uno como el otro, porque lo que interesa siempre es el resultado, no el «cómo se hizo».

-¿Has experimentado algún tipo de bloqueo?  Y, de ser así, ¿cómo lo enfrentas?
Sí, claro, como todos, y es natural, y procede siempre de la pregunta ¿para qué? Lo enfrento con paciencia, dejando pasar el tiempo, esperando que vuelvan las ganas, no dándole demasiada importancia.

-Eres un autor versátil. ¿Está en tus planes incursionar también en la literatura infantil?
En 1996 publiqué un libro de versos para niños, Multiplícate por cero (Ediciones Hiperión, varias ediciones). Aparte de eso, no tengo la menor intención de hacer ninguna incursión en la literatura infantil. Se me tendría que ocurrir algo muy bueno.

-Para terminar (y esta es una pregunta que entenderán quienes ya han leído la novela): si te transparentaras delante de Vladimir Maiakovski, ¿qué es lo que vería el poeta futurista en lugar de tu corazón?
Ahora mismo una computadora apagada que está deseando ser encendida.

viernes, 18 de abril de 2014

Gabriel García Márquez

(1927 - 2014)

Yo desde que nací sabía que iba a ser escritor, quería ser escritor, tenía la voluntad, la disposición, el ánimo y la actitud para ser escritor. Siempre escribí, nunca pensé que pudiera hacer otra cosa. Nunca pensé que de eso pudiera vivir. Estaba dispuesto a morirme de hambre pero ser escritor.

lunes, 7 de abril de 2014

De qué hablo cuando hablo de correr



      De este modo iniciamos una vida sencilla y regular en la que nos levantábamos antes de las cinco de la mañana y nos acostábamos antes de las diez de la noche. La franja horaria del día en la que uno rinde más depende, por supuesto, de cada persona, pero, en mi caso, es la de las primeras horas de la mañana. En ellas concentro mi energía y consigo terminar las tareas más importantes. En las demás horas hago deporte, despacho las tareas cotidianas y ventilo los asuntos que no precisan de demasiada concentración. Al ponerse el sol, ya no trabajo. Leo libros, escucho música, me relajo y me acuesto lo antes posible. Hasta hoy, mis días han seguido más o menos ese patrón. Y creo que, afortunadamente, en estos veinte años he desarrollado mi trabajo con bastante eficiencia. Ahora bien, si se lleva esta clase de vida, cosas como las salidas nocturnas desaparecen casi por completo y las relaciones sociales sin duda también se van resintiendo. Alguno incluso se ofende. Porque si te invitan a ir a algún sitio o te proponen hacer algo, entonces hay que declinar la invitación.

      Es sólo mi opinión, pero, en la vida, a excepción de esa época en la que se es realmente joven, deben establecerse prioridades. Hay que repartir ordenadamente el tiempo y las energías. Si, antes de llegar a cierta edad, no dejas bien instalado en tu interior un sistema como ése, la vida acaba volviéndose monótona y carente de eje. Yo quería dar prioridad al establecimiento de una vida tranquila, en la que pudiera dedicarme a escribir novelas, antes que a las relaciones sociales concretas con la gente de mi entorno. La relación más importante en mi vida debía entablarla, más que con alguien determinado, con una pluralidad indeterminada de lectores. Si estabilizaba mi vida, preparaba un entorno en el que pudiera concentrarme en la escritura e iba produciendo obras de cierta calidad, sin duda muchos lectores lo agradecerían. ¿Acaso no era ésa mi obligación como novelista y mi principal prioridad? Sigo pensando así hoy en día. Yo no veo directamente el rostro de los lectores, y entre ellos y yo se entabla, en cierto sentido, una relación humana conceptual. Pero yo siempre he considerado crucial establecer esa relación «ideal», conceptual, no perceptible a través de la vista.

MURAKAMI, Haruki. De qué hablo cuando hablo de correr. Barcelona: Tusquets, 2010.