lunes, 19 de diciembre de 2016

Orgullosamente solos

En la sala de redacción mi jefe me ha prohibido hablar sobre la obra de José Carlos Yrigoyen. Demás está decir que la sala a la que me refiero es un cuarto alquilado en el que vivo y que el único jefe a quien rindo cuentas soy yo. Pero vamos, que para eso están las prohibiciones: para desobedecerlas. No estaba en mis planes leer este libro, sin embargo lo compré para un amigo a quien aprecio mucho y la tentación de desvirgarlo (al libro, claro está) fue mucho más fuerte.

Pequeña novela con cenizas, la incursión comercial de Yrigoyen en el mezquino escenario de la narrativa peruana (puesto que todo se reduce a Lima y, dentro de este circuito, a solo algunos cuantos nombres), fue un libro que me dejó indiferente. De su cobardía (del libro, aclaro) ya hablé en un post anterior. Y de su carencia de literatura también. Y con esas premisas abordé esta nueva entrega, esperando encontrar las mismas reincidencias.

Lo admito. Leo buscando el error. Y lo placentero, respecto a Orgullosamente solos, fue no encontrarlo.

Breve y ambicioso.

Aquí, Yrigoyen muestra un poco más la piel y escarba de manera minuciosa en el pasado. La historia de su abuelo, Carlos Miró Quesada Laos, funciona como excusa e imposición. El tema se expande y supera la mera anécdota. Así, el libro es una suerte de historia del Perú de los años 30, sumado al desarraigo familiar, los círculos de poder y la no menos inquietante figura del mentado abuelo. Yrigoyen ha removido los escombros del pasado familiar y ha encontrado un diamante en bruto. Y ha tenido la paciencia infinita de refinarlo con éxito. He allí la ambición.

Lo ha logrado esta vez. Sin ningún asomo de lacrimosa autocompasión, ha conseguido contar algo. Y contarlo bien. Todos los ingredientes en su justa proporción. Lírico cuando el relato lo amerita, descriptivo sin cometer excesos, bellamente documentado y, sobre todo, acometido con eficaz y radiante prosa. 

Pero el mayor atributo de este texto (no me atrevo a llamarlo novela) es su enorme sinceridad. Por lo tanto, hay que devolverle esa honestidad descarnada y decir que sí, que es un buen libro, y que quizá pueda vencer al tiempo porque tiene todos los atributos para resistirlo.

YRIGOYEN, José Carlos. Orgullosamente solos. Lima: Literatura Random House, 2016.    

lunes, 12 de diciembre de 2016

Cuentos para búfalos

Publicado apenas el año pasado, lo encontré en una pila de remates a un precio irrisorio. Vete a saber por qué. Cosas de la editorial, digo yo.

Y yo, ya digo, a los cuentos no me resisto, incluso si los escribe Galarza. Y de diez historias se compone este libro (a un sol por cuento para dejar en claro lo del precio).

El concepto me gusta. Reunir cuentos que fueron enviados a concursos y que lo intentaron. Una actividad a la que le puso mucho empeño Roberto Bolaño y que apunta muy bien A. G. Porta: «Se ha dicho de Bolaño que salía a cazar premios como si fueran búfalos». Cuentos para búfalos, por tanto.

De los diez, hay dos repetidos. Dos que ya se incluyen en Algunas formas de decir adiós, y a mí eso de poner figuritas repetidas para llenar el álbum no me ha gustado nunca. Obviando esos, podemos decir que el libro empieza con cuentos para cazar moscas.

Solamente hacia el final, el libro crece. Maduran los relatos. Y sí, hay uno como para cazar un enorme búfalo y tener semanas de carne a disposición. Uno tan bueno como para salvar al libro del fuego. Vamos, como esos grupetes de mierda a los que los salva la mejor canción del disco, a falta de otras que se le parezcan.

Hay uno, pero no conviene decir cuál. Tampoco me gusta la gente que solo se pone a escuchar la mejor canción del álbum. Primero padecer y luego disfrutar (en ese orden).    

GALARZA, Sergio. Cuentos para búfalos. Lima: Mesa Redonda, 2015.      

lunes, 5 de diciembre de 2016

El ruido del tiempo

A mí las novelas sobre personajes históricos, o que han merecido la posteridad, me parecen un montón de mierda. Cuando un autor está bloqueado, solo tiene dos opciones: escribir sobre su bloqueo (Fresán) o mandarse con un tocho sobre la vida de algún muerto que posee una entrada larga en Wikipedia (ejemplos varios). La segunda opción podría parecer pan comido porque el asunto o personaje a narrar ya viene espoileado (a ver si Pérez Reverte inserta este neologismo), y lo demás, lo que el autor debe hacer a continuación, se llama redacción y no literatura.

Barnes ha hecho (gran) literatura en su más reciente novela.

Lejos de atiborrar el relato con fechas y nombres y sucesos reales, Barnes toma la figura de Dmitri Shostakóvich, la deforma delicadamente y nos muestra el anecdotario de sus desdichadas relaciones con el Poder en la Rusia de Stalin. Importan más los sentimientos de Shosta que la inútil revisión de su biografía.

Narrada en tercera persona, Barnes logra que los ecos del sufrimiento de Shostakóvich resuenen en el interior del lector. La Historia ha sido cruel con el compositor y la novela va de contar qué sentía Shostakóvich, no del repaso estéril de sus humillaciones.

Destaca la contención en el lenguaje, que funciona también para contener la historia. Si uno siente lástima por el compositor es por la descripción escueta y breve (muy a lo Barnes) de la maquinaria soviética.

Novela compuesta de retazos, de gestos, de pocas acciones y diálogos puntuales (a esto algunos lo llaman eficacia o lo llaman Carver), y sin eternos cuadros lacrimosos o efectistas (a esto lo llaman sensiblería o lo llaman Alonso Cueto). Hay ternura en cómo se cuenta la desgracia. Hay literatura, en suma, como en aquella escena final donde el lector entiende qué es «el ruido del tiempo» y el duro golpe que implica haberlo comprendido.

BARNES, Julian. El ruido del tiempo. Barcelona: Anagrama, 2016.