lunes, 28 de agosto de 2017

Umbral del estilo


Salón enorme y empinado de San Marcos. Clase de miércoles por la tarde. A esa solo asistía para aterrizar el viaje del cannabis. A esa solo asistían periodistas que no habían concluido la carrera, pero que ya ejercían de esclavos en prensa (les urgía aprobar el curso más fácil). Un profesor llegaba siempre puntual y renqueante, apoyándose la vida en un bastón. Un profesor que hablaba poco y decía mucho diciendo ese poco, y que una vez nos leyó una cosa muy triste y muy poética y nos preguntó que a quién pertenecía la prosa aquella. Ahora mismo recuerdo el silencio que se hizo pronto, las sílabas aún doliendo en el ambiente. Lévano leyendo a Umbral. Nunca lo adivinamos, desde luego.

Francisco Umbral moriría unos meses después (un día como hoy, hace ya una década), y yo, tan cándido o despistado, leería esos mismos meses después Un ser de lejanías creyendo estar ante un autor vivo. (Uno lee al autor vivo pensando que, cuando se muera —el autor, claro―, podrá jactarse de haberlo disfrutado mientras el resto lo ignoraba. Y hablando de candidez, cándido también es o fue César Lévano, ya que por esos años prestaba libros —mi imprecisión solo hace referencia al gesto—. Recuerdo que a un chico de esa clase, actual redactor en una revista de lujo, lo vi una tarde fascinado con aquel íncipit insuperable de Mortal y Rosa, libro que nunca terminó porque esa misma tarde pasó a manos de otro y después nunca supe si finalmente regresó a los estantes del buen Lévano). 

Hay una soberbia respingada en el que va acumulando lecturas y llenando sus anaqueles con las obras de autores varios (familia putativa con la que solo hemos hecho buenas migas por la asombrosa coincidencia de la soledad y el silencio). Tú crees, certificas, reiteras y proclamas que has leído buena parte de la mejor literatura hasta que te topas con la música de Umbral. Y este conjunto de sonidos nuevos y sinuosos te revela que aún no has leído nada, pequeño arrogante. Si has tenido la fortuna de llegar a esta melodía, es preferible que guardes silencio. Porque aquí es cuando descubres que había una Literatura que solo habría que escribir con mayúscula para diferenciarla del resto.

Con Umbral uno vuelve a leer en castellano por primera vez. Y tan pronto como se aprende esta nueva lengua vieja, se puede escuchar la respiración del idioma. Basta con asomarse un poco (apenas unos párrafos) para experimentar el solo sonido de la palabra, la concisión violenta de muchas ideas en una lúcida frase, la metáfora descomunal y atrevida. Música tipográfica del castellano. 

Umbral, que decía no entender de música, «nació con la música del idioma dentro», como afirmó con tanto acierto alguna vez Juan Manuel de Prada, dejando a un lado su enfado (una relación de padrino-ahijado de la que solo se sabe que no terminó bien). Portando el don escribió más de cien libros, y hasta le alcanzó el tiempo para leer siglos de literatura y follar. Sería entonces erróneo afirmar que Umbral colonizó el lenguaje. Este ya venía subyugado ante él, sumiso, dispuesto a cumplir su voluntad. Y la voluntad de Umbral era que el lenguaje dijera las cosas con un foulard al cuello.

Francisco Umbral fue uno de esos pocos superdotados que podía escribir sobre cualquier cosa y escribirla excesivamente bien (incluso la lista del mercado). Cuando sostenemos que se puede escribir «sobre cualquier cosa» queremos decir que el tema no existe; es solo una excusa para el estilo, la coartada que necesita un tipo de lenguaje para existir. Creo que esto es lo primero que uno aprende cuando se empapa de Umbral. Por eso es que a veces cuesta creer que la literatura se aprecie y hasta se justifique por el tema antes que por la configuración del lenguaje. El detestable imperio del argumento que propicia preguntas del tipo: «¿Y de qué va el libro de Umbral que acabas de leer?». No sé de qué va, tío, de verdad que no lo sé. Se me ha olvidado de qué trata eso que he leído porque su autor escribe delicioso.  

El que escribe, si llega a Umbral, si por azar oye su música, se preguntará qué es el estilo (es fácil deducir que el juntaletras que se formula este interrogante no lo tiene, así como en una república bananera se preguntan qué es la democracia). Umbral lo definía citando a Paul Valéry: «El estilo es una facultad del alma». Hay muchas maneras de ejercerlo, de manifestarse ante el lector con su brillo. Estilo es obligar a que tu prosa vista zapatos blancos durante un funeral. Hacer inolvidable o reconocible aquello que uno escribe (el adjetivo «unánime» solo es de Borges, y con esto la Kodama tendría motivos suficientes para expoliar a tantos borgecitos). Se entiende que el escritor personaliza su escritura a través del estilo, la salva de aquella tiranía de la uniformidad desde donde se comienza a escribir (aunque, ya sea por comodidad o pereza, algunos nunca salen de ella), le otorga por fin su apellido para diferenciarla de la bastardía que trepa cada semana a la mesa de novedades. En suma, le da una marca registrada. «Tengo un Tàpies colgado en la pared de la sala». «Me he robado un Umbral de la biblioteca».  

A Umbral ese estilo umbraliano quizá le venía de beberse por las mañanas un vaso de leche antes de acariciar su Olivetti (o uno de whisky para espabilarse un poco). Lo cierto es que, haciendo columnas diarias, Umbral mantenía firmes los abultados músculos de su prosa. Y así, escribiendo siempre, con la facilidad y diligencia con que se tiende la cama, Umbral tomó por asalto casi todos los géneros literarios hasta convertirse él mismo en uno. 

Habiendo sido este hombre tan prolífico resulta inconcebible no llegar a él. En mi caso, quiso el azar que yo estuviera presente mientras un esforzado profesor lo leía en clase —un poco para llenar las horas muertas de su cátedra, otro poco para llenar a esos alumnos vacíos—. También se llega por Mercedes Milá, aunque este quizá sea un atajo más vulgar. O por Roberto Bolaño. A este respecto, siempre he pensado que el chileno, en sus consejos para escribir cuentos —y por efecto de la psicología inversa—, recomienda de forma vehemente leer a Umbral (y de paso a Cela). No en vano le advierte al lector, hasta en dos oportunidades, que no hay que leer a Umbral (ni a Cela). 

Quizá Umbral sea más recordado por sus rivalidades antes que por su obra. En su época de púgil literario, ebrio de su prosa, iba por los barrios letrados en busca de broncas. Y las encontraba, qué duda cabe. Con Javier Marías o Arturo Pérez-Reverte, por ejemplo (le gustaba mucho pelearse con autores que hasta ahora no han ganado el Cervantes). También, divertido, pellizcaba a los muertos («Azorín escribe cobarde»). 

Fuera ya de la anécdota, insiste un interrogante en búsqueda de su veredicto: ¿cómo se hace para escribir sobre cualquier cosa y, además, escribirla tan bien? Con apenas 23 años, Umbral, que ya se sabía genial y poseedor de un talento, tuvo una respuesta a esta pregunta: «Para poder escribir de todo, hay que estar dispuesto a creer en todo. Los malos escritores son siempre los más incrédulos».

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur).

lunes, 14 de agosto de 2017

Los condenados

Tres personas se reunieron en una mesa para cometer un acierto dentro de la última Feria del Libro: recordar a un escritor. O brindarle un «reconocimiento» (como rezaba el título del evento), lo que viene a ser casi lo mismo porque el aludido no está, no se da por enterado, no se sonroja.

Quizá sea yo la persona menos indicada para hablar de Moisés Sánchez Franco, puesto que no lo conocí (aunque tal vez sea la más predispuesta porque acabo de leer su único libro de relatos). Sea como fuere, siempre es saludable comentar el trabajo ajeno y dar cuenta de aquellas reflexiones que nos suscita la intervención del escritor sobre su propia obra (porque el escritor la sigue modificando incluso cuando ya no está).

Moisés dejó de estar a comienzos de abril. La muerte —perdonen la obviedad— detuvo para siempre su escritura, pero a cambio le obsequió un puñado de lectores. No sabría decir si existe justicia en este trueque. Solo sé que ante la desaparición de un escritor caben dos opciones: el olvido o la grandeza. Ambas pausadas y perezosas y, sin embargo, puntuales. 

La muerte del escritor es mucho más lenta que la del organismo que habitó y puede tardar toda la vida. No obstante, el escritor muerto muere un poco cuando sus libros dejan de imprimirse, y muere de verdad cuando deja de tener lectores.

Debido a que son cuentos, Los condenados es un libro que difícilmente pueda seguirle el ritmo a la andadura del tiempo. En algún momento se desintegrará y cada historia de ese conjunto correrá una suerte distinta. Y aquí no me cabe la menor duda al afirmar que «El diario negro de Perry Loss King» sobrevivirá al resto.

Aun así, no debería sorprender la madurez literaria que se exhibe en cada uno de estos nueve relatos; Moisés los publicó luego de los cuarenta años, que es cuando uno ya debería tener una voz (robada o propia, como dijo el poeta). A esto se suma la atmósfera lírica y a la vez tenebrosa muy bien conjugada y que en «El sirviente de los demonios» adquiere una forma compacta, y las imágenes feroces y de apariencia sutil y que tienen mayor luz en «Los cuervos»: «Una gota de lluvia entró por la cuenca vacía de sus ojos» (p. 37). Asimismo, resulta inevitable (e inquietante) leer estos cuentos y encontrar frases que uno bien podría asociar con la suerte que eligió su autor: «No crean que el saber que voy a tener una muerte penosa y cruel me entristece. Justamente, es esa idea de muerte la que más me emociona» (p. 94).

Hace un año que Moisés publicó Los condenados e Historia del mal (este último es una investigación sobre la obra de Clemente Palma). El hecho de publicar dos libros a la vez arroja una pista sobre lo que quieres hacer luego con tu vida, y a veces no es un buen indicio. Es como salvar algunas pertenencias antes del naufragio, tal vez para que sea otro quien las aproveche. Aquí se da por entendido que, una vez ingresa tu libro a imprenta, lo que haces de inmediato es ponerte a vivir. El libro te ha quitado un poco de tu existencia (o mucho, según lo que hayas sacrificado), y tú solo vives las sobras. Pero tan pronto uno se deshace de los libros que ha querido escribir y observa que la vida que le ha quedado es desdichada, entonces se abandona y abraza la condena que había previsto.

En todos los personajes de este conjunto de relatos se observa aquella condición a la que hace alusión el título. A veces es impuesta por una fuerza exterior, pero en otras ocasiones se trata de una elección personal. Moisés decidió convertirse en un personaje más de su propio libro, y es así como observo su intervención (inintencionada) sobre su propia obra.

Cuando recibí la mala noticia, lo primero que hice fue tomar el libro de mis anaqueles y contemplarlo. Como dije antes, la obra te ha robado un poco de vida, y allí tenía entre mis manos un poco de Moisés, la parte de él que eligió perdurar. Su muerte, por repentina, tuvo más prensa que sus dos libros. Y, bajo el mismo efecto, generó la súbita curiosidad de algunos cuantos. Aún recuerdo los mensajes que llegaron a la editorial. Gente que, de pronto, manifestó un sorprendente interés por sus textos.

Si somos honestos, el verdadero reconocimiento no radica en el hecho de que tres académicos se junten para analizar una obra, sino en el simple acto de abrir el libro de una buena vez y leerlo. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que más ansía un escritor? Por eso aún resuena en mi mente la frase con la que cierra el último cuento de Los condenados y que puede interpretarse como una afilada exhortación: «En tus manos, buen lector, siempre está la posibilidad de poner algo de sensatez y justicia en este mundo».

SÁNCHEZ FRANCO, Moisés. Los condenados. Lima: Agalma, 2016. 

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur).