En el final de Los anillos de Saturno, Sebald nos cuenta que una antigua costumbre holandesa era tapar los espejos y cuadros cuando alguien acababa de fallecer. De esta manera, el alma no se distraía en su último viaje. También existe esa otra creencia (proveniente de las películas y series de televisión) que dice que cuando uno se está muriendo comienza a rememorar lo vivido, desde el último al primer recuerdo. Supongo que uno aquí también se distraerá un poco ante los recuerdos más bellos. Sin lugar a dudas, habrá uno especial que nos hará detener la máquina de la muerte. Un bello recuerdo.
Se vienen unas pequeñas vacaciones. Pero antes, la última clase.
Espero que se acabe pronto. La garganta me duele desde hace dos días. En mi maleta llevo un ejemplar de mi libraco. Lo donaré a la biblioteca del primer piso y luego me iré. Tomaré el bus y dormiré las dos horas de trayecto. Si hay sol, me cubriré con el saco para no quemarme el rostro.
Luego, pequeñas vacaciones. Pero falta la última clase.
No he hecho la mejor pizarra, sin embargo, allí están los datos importantes que todos vamos a olvidar pronto. Suena la campana y todos se van y se escuchan hasta luegos en voz baja y yo pienso que es mejor así, que mejor nadie se me acerque. Pero uno se acerca.
Es flaco y de cabello ensortijado. Usa lentes y tiene un polo de Pixies. Es de los que se mantienen callados y atentos. De los que siguen la clase con una atención respetuosa, como si algo importante y vital se estuviera disolviendo en el eco de mis palabras.
Tengo las manos cubiertas con el polvo de la tiza. El muchacho lleva un libro en la mano. Me recuerda a mí cuando también me sentaba en una carpeta y solo conocía la esperanza. Tiene algo de mí ese muchacho y, muy pronto, yo tendré algo de él.
—Profesor, buenas tardes. ¿Le gusta este libro?
Me muestra La vida es sueño, de Calderón. Yo le digo que sí. Le recuerdo que lo vimos en clase las primeras semanas. Es una edición viejísima. Si hubiera tenido abuelo, estoy seguro que mi abuelo habría tenido esa edición en sus anaqueles.
Vacila un instante. Luego pregunta:
—¿Me lo podría autografiar?
Sonrío.
—Eso no sería justo para Calderón de la Barca. Creo que él es el más indicado para firmarte su propio libro.
Se sonroja. Parece un muchacho a punto de romperse. Es tan frágil su contextura. Me recuerda a mí.
—Pero está muerto —dice, y comienza a hojear su ejemplar en una actitud nerviosa.
—Sí, ya lleva mucho tiempo de muerto el pobre.
—Ya pues, profe', por favor —dice cabizbajo y tratando de sonar jovial.
—¿Te gusta leer? —le pregunto. Entonces levanta la cabeza y por primera vez cruzamos miradas.
—Voy a Ingeniería de Sistemas, pero me encanta leer.
—Entonces podemos solucionar este problema. Tal vez podrías leer a un autor que sigue vivo. Y, solo por estar vivo, sería el más indicado para darte su autógrafo.
Sí, es cierto. Contra todo pronóstico, sigo vivo. Pienso en eso mientras voy sacando mi libraco. Le digo que es mío. Es decir, que yo lo escribí. No sé por qué, pero tengo que aclarar ese detalle. El muchacho se sorprende. Sonríe mostrando todos sus dientes amarillos y luego me dice que ponga, ante todo, mi cargo y el curso que dicto. Creo que estallo en carcajadas dentro de mí mientras voy escribiendo la pequeña dedicatoria. Luego de hacerlo, le entrego el libro y le deseo suerte. Me da la mano y la siento húmeda. Se lleva un poco del polvo de tiza entre sus dedos.
Pequeñas vacaciones, al fin.
Estoy seguro que contemplaré con mucha paciencia esta escena mientras me vaya escapando de la vida.