jueves, 28 de noviembre de 2019

Desestímulos del Ministerio de Cultura


El lunes 25 de este mes fue la ceremonia de premiación de los Estímulos Económicos para la Cultura. Estos premios son las migajas que da el Ministerio de Cultura a los que hacen arte en este país. (Producir arte cuesta. Las películas no caen del cielo ni los libros aparecen de pronto en los escaparates).

En fin, que a los premiados ya los conocíamos por una resolución directoral que el mismo ministerio emitió el 25 de septiembre, y allí figuran —porque aún aparecen en internet— dos proyectos de las editoriales Animal de Invierno (El triángulo de abajo, de Luis Francisco Palomino, y El inmenso desvío, de Juan Carlos Cortázar) y Colmillo Blanco (¿Por qué estamos locos?, de Carlos Fuller, y Cuadernos de Horacio Morell, de Eduardo Chirinos). 

Sin embargo, un día después del fallo alguien se comunicó con las editoriales mencionadas para decirles algo así: «Hola, somos el Ministerio y les tenemos una mala noticia: hemos leído mal nuestras bases y nos hemos dado cuenta de que vamos a tener que retirarles un premio porque no pueden recibir dos». Y claro, a esas alturas los ganadores ya habían festejado o anunciado su victoria, y el ministerio, en lugar de asumir su error y hacerse cargo y premiar a todos, les dijo a estas editoriales que escojan qué proyecto querían ver financiado, y, ante el absurdo, las editoriales dijeron algo así: «Mejor decídanlo ustedes, pues, a fin de cuentas, este problema no lo hemos iniciado nosotros». 

Al respecto, las bases no son claras. Cito con erratas: «Los Postulantes pueden uno o más proyectos por categoría. Sin embargo, no se beneficiará a más de un (1) Proyecto del mismo postulante en el presente concurso. Si bien un mismo postulante puede participar en todos los concursos convocados, no se beneficiará a más de dos (02) proyectos del mismo postulante […]». 

Repito: no se beneficiará a más de un proyecto y, al mismo tiempo, no se beneficiará a más de dos proyectos del mismo postulante. Menudo lío. Por tanto, se entiende el enojo de Palomino, quien se ha manifestado por redes (el pasado viernes 22 se resolvió premiar a Cortázar y a Chirinos). 

Es inaceptable que una entidad del Estado, además de organizar un concurso como quien realiza una tómbola, tome a la ligera este asunto y maltrate a los autores premiados (pusieron a competir a Palomino con un autor de trayectoria como Cortázar, y a Fuller con Chirinos, que está muerto). 

Pero, más allá del abuso, esto deja claro que para el Ministerio de Cultura los escritores y las empresas editoriales jóvenes son poquita cosa. Me pregunto si el desdén hubiera sido el mismo con una editorial grande (Penguin Random House ganó el año pasado un estímulo para publicar La violencia del tiempo, de Miguel Gutiérrez).

Pese a todo, confío en que las primeras novelas de Palomino y Fuller verán la luz y que el agravio pasará y cicatrizará como la herida que te ocasiona un dios malévolo y torpe: yo soy el Ministerio, te doy y te quito un premio.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Imagina el mundo

Imagen tomada de aquí.

Rodrigo Fresán dijo hace muy poco, a propósito de la publicación de La parte recordada, que el miedo mayor de un escritor es que dejen de ocurrírsele cosas «porque la escritura no es más que transcripción». El año pasado, Hugo Alconada le hizo a Arturo Pérez-Reverte una de las mejores entrevistas que yo haya visto nunca y el autor de Sidi confesó lo siguiente: «A mí no me gusta escribir, a mí me gusta imaginar». Y, segundos después, agregó que le molestaba «el acto mecánico de escribir». De esto, y casi sin querer, hemos hablado hace unas semanas Johann Page y yo durante una mesa organizada en el marco del Hay Festival de Arequipa.

En el conversatorio, Page dijo que, luego de la publicación de Los puertos extremos, su primer libro, había dejado de escribir por muchos años. Esto, nada más escucharlo, me pareció inaudito, al punto que le pregunté cómo era posible que hubiese dejado de escribir y que, en mi caso, me parecía peligroso dejar de hacerlo, porque la escritura es un fuego que temo que se apague el día que yo le otorgue vacaciones al acto de juntar letras.

Page puso en duda lo que había afirmado hacía un instante. Dejar de escribir. No, en el fondo nunca dejó de escribir. Lo que hizo fue privarse de colocar palabras sobre el papel. Abandonó la materialidad de la escritura, pero jamás dejó de elaborar historias en su cabeza. 

Tanto Fresán como Pérez-Reverte confirman que la materia prima de la escritura es la imaginación (Fresán va más allá y le añade a esta el sueño y el recuerdo). Lo demás es convertir en lenguaje escrito aquello que uno inventa en la mente. La literatura como tal es entonces la concreción del desvarío. El escritor muere cuando abandona los juegos mentales. Para decirlo con claridad: escribir sin imaginación es redactar.

Ha sido interesante y fructífero hablar con Page porque también me hizo reflexionar sobre las condiciones de producción de los escritores. Page creía que lo único que se necesitaba para escribir era una silla (pero una buena silla, ojo), hasta que se enteró de que Ernest Hemingway escribía de pie. Uno pensaría que solo hace falta una laptop conectada a internet, hasta que descubrimos que Jonathan Franzen vive (y escribe) totalmente desconectado de la red. En ambos ejemplos tenemos la misma imagen: un tipo abandonándose a la soledad de una habitación en donde solo existen una mesa, una silla, una computadora y un razonable silencio. 

En el Hay Festival de Arequipa se ha celebrado la imaginación y el diálogo, y he sido testigo de lo saludable que resulta juntar a distintos creadores para que convivan durante cuatro días e intercambien ideas y se dirijan hacia un público amplio.

Lo fascinante es el hálito de esperanza que lo envuelve a uno al salir de eventos como este. Sin embargo (y felizmente), aún queda mucho por imaginar. Demasiado, diría yo. Todo un mundo. Un mundo nuevo.

domingo, 3 de noviembre de 2019

El amor y el exceso

Austin, Texas 1979 representó para Francisco Ángeles un inusitado éxito que ahora, con su última novela, pretende superar. La noticia es que no lo ha logrado. La valla de su segundo libro aún es muy alta.

Adiós a la revolución (Literatura Random House, 2019) va de un profesor peruano (Emilio) que quiere ligar con su alumna estadounidense (Sophia) y —spoiler alert— lo consigue. Pero antes de involucrarse, ambos leen y teorizan sobre política y, en especial, sobre zapatismo. Dicho esto, la premisa de la novela resulta alentadora, pero su puesta en marcha, en muchos tramos, es pobre o deficiente.

La novela se divide en tres secciones, está narrada en primera persona e intercala dos relatos: el de la relación del protagonista con Sophia y el de la búsqueda que emprende aquel en Chiapas, donde la muchacha se encuentra detenida.

Pesa mucho el relato amoroso. Esta es, ante todo, una novela rosa (con el debido respeto que merece este género) y por momentos uno queda hastiado ante los desvaríos y tormentos adolescentes de un personaje que en realidad va camino de los cuarenta años (un personaje que, por cierto, tiene un inverosímil poder adquisitivo). No obstante, y aunque parezca contradictorio, las mejores partes de la novela ocurren justamente cuando se aborda la experiencia afectiva, sobre todo hacia el final de la segunda sección, donde hay una mezcla de planos narrativos muy vistosa.

En Chiapas, donde ocurre el segundo relato, no sucede nada trascendente. Emilio va de un lado a otro sin que su recorrido aporte algo a su búsqueda. Ningún giro dramático, ningún dato revelador. Todas las acciones están envueltas en un aura de impostado misterio. Aquí queda claro que, pese al desarrollo de algunos personajes, la trama tiene escasa elaboración. Muestra de esto son las escenas poco imaginativas y que tienen como única finalidad servir de mero relleno.

Hay que agradecer, sin duda, que la prosa no sea funcional. Se puede decir que Ángeles intenta agitar el lenguaje y busca imprimir un ritmo veloz a la narración con un particular uso de la frase larga y salpicada de comas. Pero este exceso verbal también le juega en contra. Algo que entorpece enormemente a la novela es su voluntad por engordar en vano. Saturar al lector con párrafos o páginas triviales nunca es buen indicio. En las situaciones narradas, en cada diálogo o escena, hay una dilatación injustificada. Tal vez el autor pudo apuntar esta verborrea hacia otros asuntos más interesantes, como el de la diferencia entre las clases sociales a las que Emilio y Sophia pertenecen (esto apenas queda esbozado) o el dilema entre los intelectuales que plantean una transformación social desde la teoría y los que prefieren pasar a la acción armada.

Tomando en cuenta virtudes y desaciertos, Adiós a la revolución queda como una novela irregular, llena de buenas intenciones y apenas entretenida, sin más (sin los fuegos artificiales ni el entusiasmo de otras reseñas).