Imagen tomada de aquí. |
Rodrigo Fresán dijo hace muy poco, a propósito de la publicación de La parte recordada, que el miedo mayor de un escritor es que dejen de ocurrírsele cosas «porque la escritura no es más que transcripción». El año pasado, Hugo Alconada le hizo a Arturo Pérez-Reverte una de las mejores entrevistas que yo haya visto nunca y el autor de Sidi confesó lo siguiente: «A mí no me gusta escribir, a mí me gusta imaginar». Y, segundos después, agregó que le molestaba «el acto mecánico de escribir». De esto, y casi sin querer, hemos hablado hace unas semanas Johann Page y yo durante una mesa organizada en el marco del Hay Festival de Arequipa.
En el conversatorio, Page dijo que, luego de la publicación de Los puertos extremos, su primer libro, había dejado de escribir por muchos años. Esto, nada más escucharlo, me pareció inaudito, al punto que le pregunté cómo era posible que hubiese dejado de escribir y que, en mi caso, me parecía peligroso dejar de hacerlo, porque la escritura es un fuego que temo que se apague el día que yo le otorgue vacaciones al acto de juntar letras.
Page puso en duda lo que había afirmado hacía un instante. Dejar de escribir. No, en el fondo nunca dejó de escribir. Lo que hizo fue privarse de colocar palabras sobre el papel. Abandonó la materialidad de la escritura, pero jamás dejó de elaborar historias en su cabeza.
Tanto Fresán como Pérez-Reverte confirman que la materia prima de la escritura es la imaginación (Fresán va más allá y le añade a esta el sueño y el recuerdo). Lo demás es convertir en lenguaje escrito aquello que uno inventa en la mente. La literatura como tal es entonces la concreción del desvarío. El escritor muere cuando abandona los juegos mentales. Para decirlo con claridad: escribir sin imaginación es redactar.
Ha sido interesante y fructífero hablar con Page porque también me hizo reflexionar sobre las condiciones de producción de los escritores. Page creía que lo único que se necesitaba para escribir era una silla (pero una buena silla, ojo), hasta que se enteró de que Ernest Hemingway escribía de pie. Uno pensaría que solo hace falta una laptop conectada a internet, hasta que descubrimos que Jonathan Franzen vive (y escribe) totalmente desconectado de la red. En ambos ejemplos tenemos la misma imagen: un tipo abandonándose a la soledad de una habitación en donde solo existen una mesa, una silla, una computadora y un razonable silencio.
En el Hay Festival de Arequipa se ha celebrado la imaginación y el diálogo, y he sido testigo de lo saludable que resulta juntar a distintos creadores para que convivan durante cuatro días e intercambien ideas y se dirijan hacia un público amplio.
Lo fascinante es el hálito de esperanza que lo envuelve a uno al salir de eventos como este. Sin embargo (y felizmente), aún queda mucho por imaginar. Demasiado, diría yo. Todo un mundo. Un mundo nuevo.
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