martes, 22 de febrero de 2011

Como agua para chocolate

¿Cuántos años habré tenido cuando vi "Como agua para chocolate" por primera vez? Recuerdo que aún teníamos la tienda de abarrotes; entonces debí haber tenido diez u once. No lo sé con certeza. Lo que sí recuerdo es que mi madre estuvo presente. La vimos juntos, ya entrada la madrugada.

Hace una semana fui a buscar este libro escrito por Laura Esquivel y publicado en 1989. Tenía la esperanza de remover mis recuerdos. Atizarlos. 

Fui, como dije, a una librería. Entré por pura casualidad a una que no estaba en mi itinerario, pues sabía bien dónde vendían la novela a un precio accesible y llevaba el dinero. Al hojear uno que otro libro lo vi allí y le pregunté al vendedor sobre su precio. Me dio una cifra mucho más elevada de lo que costaba en realidad. El diablito que muchas veces se me introducía en el pecho apareció nuevamente y se instaló en mí. Devolví el libro al estante. 

Y así me la pasé, preguntando sobre otros libros de los que ya conocía su precio para sorprenderme con la asombrosa fórmula con la que el joven vendedor, un puberto, lograba adivinar el precio más justo para el libro. Lo que hacía el mentado era comparar el grosor de los libros. Los más delgados estaban más baratos, como se puede preveer. Me sentí ofendido y el diablito respaldó mi decisión preconcebida. Cogí "el libro" nuevamente y lo fui cambiando de lugar, fiel a mi estrategia. Eran dos vendedores. Uno, a la entrada de la tienda, cubierto por una pila de libros, comía destazando una pierna de pollo con los dientes. El otro, el asombroso vendedor, se aburría leyendo un diario de espectáculos. A ambos los miraba sin que lo percibieran. Cuando un segundo potencial comprador entró preguntando tal vez por un libro de Coelho, metí "el libro" en mi bolsa.

Uno siempre tiene la maldita sospecha de que lo han visto hacer "eso". Y una fuerza extraña impulsa al cuerpo a la comprobación. Me dirigí de nuevo al vendedor cogiendo del mismo título pero en ediciones diferentes para divertirme con su "valoración" literaria: una vez más, no me habían visto.

Pero el tema de este post no es el del hurto de libros sino uno mucho más complejo. ¿Quién me ordenó hurgar en mis recuerdos para sacudirlos de su letargo? ¿Con qué derecho los había tocado?

Al leer el libro uno se pregunta cómo puede tal aberración haber llegado a la imprenta.  Más difícil es descifrar por qué le hacen una película. Tal vez más sencillo es entender por qué hay pilas y pilas de esta novela en las librerías del centro de la ciudad.

Este libro me ha dejado serias dudas sobre si leer "Orgullo y prejuicio" (Jane Austen) o "Cumbres borrascosas" (Emily Brontë). Me sorprendía el estar leyendo una novela rosa, pesimamente escrita. Estuve tentado a dejarla a un lado, tirarla, pero el proceso de leer y ver luego una película sobre lo que se ha leído me alentaba un poco. Quería ver la película nuevamente. Asaltar silencioso a mis recuerdos, ese final que en ese entonces me causó tanta extrañeza: ver llorar a una mujer nunca me había impactado tanto.

Luego de terminar el libro. El siguiente paso era ver la película.

Incluso en esos instantes creía poder hallar un vu continuo al observar el largometraje. Nada de eso. La película se volvió una continuación del libro. Su segundo soporte, quizá menos pobre.

Pequeñas imágenes sobrevivieron a mi recuerdo de niñez (y siguen nadando en ese mar extraño que es la memoria). La violación de Chencha, cuando se ven sus senos, por ejemplo. Pensé, ¿cómo pude haber visto junto a mi madre tantas escenas de desnudos? En mis recuerdos, Pedro poseía a Tita en un rincón oscuro y me hacía estremecer en el sillón. En el momento presente me era intolerable.

En "El pez en el agua", Vargas Llosa dice que no volvió a leer "Los tres mosqueteros" (Dumas padre) por miedo a que esa magia que sintió cuando niño no volviera aparecer en una lectura adulta. Algo así intuía yo. Los recuerdos, bellos y perennes, están allí y tienen un aura de sacralidad. Son el rastro del que tenemos conciencia. Su inmobilidad nos plantea el retorno a un lugar siempre apacible, jamás impuro.

¿Con qué derecho intenté azuzarlos? Su fuego es eterno, y al cerrar los ojos allí están, prestos a cautivarme, como cuando los fabricaba por primera y única vez sin darme cuenta de su caracter eterno, su piel nostálgica.  

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