Cóctel en la Residencia Británica. Allí se han de anunciar a los invitados al Hay Festival Arequipa de este año. Días atrás me habían soplado que era yo uno de los invitados, pero junto a la confidencia vino también la exhortación: que no lo diga, no hasta que se anuncie en el evento. Y el cóctel es un lugar donde se reúnen escritores, editores, periodistas e influencers. Personas que tienen algo que ver con los libros. A su modo, se dedican a una pasión anacrónica y eso me despierta una fe enorme, tan enorme que quiero embriagarme con el entusiasmo que emanan, y en la opulenta casa, donde abunda el entusiasmo, hay también vino de sobra y whisky del bueno para ponerse ebrio de verdad, y allí está C, mi buen amigo, que es tan alto como sincero: es decir, demasiado (su altura me enfada porque tengo que erguir la cabeza; su sinceridad, no). A C no le pega el trago y puede beber un vaso tras otro y seguir como si nada. Es un superpoder. En cambio, yo debo estar toda la noche con la misma copa de vino o, de lo contrario, puedo caer en la tentación de imitar a Camilo Sesto. Y allí, de pie, ya no con C, sino acompañado de B —quien hace muy bien su labor de difundir la obra de autores de editoriales independientes, pero, irónicamente, le teme a las cámaras—, escuchamos los nombres de los invitados. Se mencionan a Pamuk y Kureishi, entre otras constelaciones. Y, claro, me siento ínfimo. Pero siento también que tengo una infinita y deliciosa responsabilidad. (Hubo un señor —quisiera saber su nombre— que me apretó la palma con ambas y bonachonas manos y me lanzó un elogio que solo pude responder con una sonrisa tonta). Y así llega la hora en que debo abandonar ese lujo de personas que combina tan bien con la suntuosidad del recinto (para llegar a las puertas de la enorme residencia hay que tomar un coche particular), y entonces nos retiramos junto con P y unos amigos arequipeños (N, A y la novia de A). N me habla de mi novela. Dice que la terminó durante una clase de la universidad. Me confiesa que lloró durante el tramo final (quise decirle que yo también lloré al escribir esa parte, pero me guardé el secreto). A, en cambio, me pregunta cuánto del personaje principal hay en mí (quise decirle que, tal como al personaje, a mí se me va la pinza con los ansiolíticos, pero me guardé el secreto). Estas conversaciones suceden mientras buscamos un chocolate que es un manjar y que se le ha perdido a N (los ingleses son muy buenos inventando golosinas adictivas: fabricaron la primera tableta en 1847). Luego, ya fuera, nos separamos y me voy en taxi y siento que he salido de allí con muchas ganas de escribir. Imagino que puedo escribir esto. Entonces saco mi libreta de apuntes y empiezo: Cóctel en la Residencia Británica.
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