lunes, 31 de julio de 2017

Dunkirk

Solo hay dos motivos que podrían llevarte a decir que Dunkirk es una obra maestra: o bien has visto poco cine (muy poco, joder; debería darte vergüenza), o bien eres el mismísimo Christopher Nolan que adora lamer la imagen de su rostro en el espejo mientras se repite que es el mejor cineasta que el mundo ha parido. Y bueno, no hay que darle muchas vueltas al asunto para saber qué papel te corresponde ante tan pocas opciones.

Dunkirk. Película bélica, histórica, caótica, agónica, anémica. Nolan es el puto amo del séptimo arte según Nolan, y en este largometraje ha demostrado que no está a la altura de su ambición (suponiendo que tenga alguna). La crítica —esa cosa informe que se aglutina en Rotten Tomatoes— ha decidido por unanimidad que aquí Nolan ha llegado a su punto máximo como director. Cosa discutible, por supuesto, tomando en cuenta que estos elogios empezaron a darse en pleno rodaje del filme. 

Dunkirk narra la famosa Operación Dinamo. La gran evacuación. Un eufemismo que se traduce en la huida de miles de soldados del bando de los Aliados. Ya saben, Hitler perdonando la vida de franceses y británicos que aprovecharon la inacción de las tropas alemanas para escapar de la carnicería que les esperaba. En fin. Cosas del Führer.

Obra maestra no es, como ya dije. Quizá llega a película regular, de ese tipo de cintas que podrían pasar desapercibidas un domingo por la tarde en televisión nacional. Justo lo que podría gustarle a un padre de familia como para distraerse de la azarosa semana de trabajo: soldados, balas, explosiones, muertos y demás decoraciones de la guerra. Un blockbuster, en suma.

Sucede que a Nolan le gusta dejar su forzada impronta y aquí desarticula una historia lineal y altera el orden cronológico sin ningún propósito, sin favorecer en nada al relato. ¿Por qué lo hace? Pues porque es Nolan y hace lo que se le canta el culo. El resultado es una historia por momentos confusa para el espectador ante un rompecabezas donde cuesta mucho encajar las piezas. Pero ante esa súbita desorientación, uno fija la atención en los detalles más efectistas y cede ante la pirotecnia: esas hermosas embarcaciones derribadas por los nazis y las acrobacias aéreas de los cazas. 

Nolan desaprovecha todo lo que en la cinta queda como mera intención. Un ejemplo: Tom Hardy permanece el 99,9% de la película con el rostro cubierto (a lo Mad Max) y dentro de uno de estos aviones de combate que intentan frenar el ataque aéreo alemán. Vaya manera de limitar a un grandísimo actor quien tiene que depender exclusivamente del movimiento de sus cejas para expresarse.  

Mientras el espectador comprende (ordena) ese caos cronológico muy mal articulado por el director, la cinta ya ha contado buena parte de su trama. Los soldados británicos han huido y todos marchan felices a sus hogares en medio de un ambiente de exagerada algarabía que aún resulta tolerable para el espectador. Sin embargo, la escena anterior al escape, la de aquellos barcos llegando a lo lejos para salvar a sus compatriotas, es de una sensiblería estúpida, risible y propia de una comedia romántica. 

Por las altas expectativas sobre esta cinta, la decepción llega a ser tan enorme como el ego de Nolan y su capricho de filmar en un formato IMAX 70mm. Y dicho esto, no te pierdes de nada si la miras en cualquier sala, porque es tan pobre lo que ofrece el filme —en comparación con las grandes joyas del cine bélico como Under Sandet— que lo más seguro es que termine siendo nominado al Óscar.

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur.) 

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