En 2010 Carlos Calderón Fajardo me dijo que era jubilado y que dedicaba todo su tiempo libre a escribir. No todo, en realidad. Uno lo veía en Miraflores asistiendo a proyecciones de películas o soplándose una que otra presentación en la feria del libro. O presentando sus propios libros.
Y la jubilación dura poco, solo te alcanza para escribir con prisas un puñado de novelas, algunos cuentos y ya. A Carlos le duró hasta el miércoles pasado.
Hace muchos años que Carlos era ya considerado un «escritor de culto», lo cual es una bonita manera de decirle a un escritor que no tiene muchos lectores y que de todos estos, lamentablemente, el 70% son otros escritores y el 25% estudiantes de Literatura (vete tú a saber a qué rubro pertenece el 5% restante). Escritor de culto y todo, Carlos fue prolífico e ignorado. Publicó siempre en editoriales pequeñas o muy pequeñas, no ganó el concurso que lo hubiera colocado en otra esfera (el Tusquets) y no se metía en polémicas, que es otra manera de entrar a codazos en el establishment. Consiguió poco, en suma: la traducción al francés de su mejor novela y listo. Así se va una vida.
Era también, cómo no decirlo, un escritor sin poder. Un escritor sin poder es alguien a quien solo le interesa escribir y ya, no utiliza su carné de escritor para dedicarse a las relaciones públicas. No tiene contactos. No llena su agenda con esos valiosos correos o números telefónicos que te llevan a las ferias internacionales o te ayudan a publicar tus libros en otro país. Se es escritor y con eso basta. La vida no alcanza para hacer más cosas. Construir una agenda con los contactos importantes toma su tiempo, toma toda una vida. Carlos no le lustraba los zapatos a nadie y tal vez por eso era ignorado.
Pero tampoco se los lustraban a él: ¿de qué servía hacerlo? No era el estratégico peldaño que unos utilizan para escalar en esa suerte de ascenso hacia el parnaso literario. Tan solo era un escritor lleno de persistencia. Un escritor que se muere de pronto, en plena actividad. Un autor que, por muerto, se gana la frase cliché más detestable. Algo así como: «Era un buen escritor y hemos leído todos sus libros».
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