En Madrid, el joven provinciano rindió la primera visita al inevitable Café Gijón,
gabarra de náufragos hambrientos de gloria y alimentados con arenques,
una botillería que durante muchos años sería su baluarte y rampa de
lanzamiento. Hubo un primer itinerario por la Pequeña Aula de poesía del
Ateneo para medirse como poeta, por la boca de la manguera del
ministerio de Fraga donde manaban unas pocas monedas, por la cafetería
de Cultura Hispánica para ligarse a alguna extranjera llevándosela al
Prado, al Mesón del Segoviano y después al huerto. Durante esta travesía
de Madrid, que sería su primera y mejor novela, comenzó a derramarse en
artículos que sembraba en cualquier papel que los aceptara, sin
ideología alguna, ni roja ni azul, que no fuera la de apacentador de
verbos y adjetivos. Ante todo ritmo y sonido. Como Sinatra, yo no vendo
voz, vendo estilo, decía. Quería ser escritor por dentro y por fuera.
Pasaba media jornada alimentando su figura y la otra media
destruyéndola. De esta forma, al final se fabricó la imagen de escritor
romántico e inactual con el abrigo muy largo de terciopelo negro
entallado y el complemento anglosajón de la bufanda roja hasta las
rodillas, un Baudelaire, un Marcel Proust, un Oscar Wilde, según la moda
de temporada.
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