Jueves pasado. Muchas cosas que hacer. Trabajar, ir a la dentista, clases de francés desde la tarde hasta la noche. Al mediodía he acabado con los exámenes de los chicos y puedo darme un descanso. En realidad, el descanso me lo doy en el bus mientras voy a la dentista. En recepción me dicen que N no ha venido (N se llama mi dentista) y que si puedo esperar hasta la siguiente semana. Yo le digo a la recepcionista que la muela me duele (me están haciendo una endodoncia) y que no puedo esperar más. Entonces me llevan con otra. Una chica llamada M (practicante).
Salgo rápido y muy adolorido pese a la anestesia. Me han puesto tanta que no siento la mitad del rostro. Como apenas he estado media hora en el consultorio, tengo una hora libre hasta antes de dictar otra clase. Me voy directo a Amazonas.
Hace unos días, G me había soltado el dato de un libro de Max Frisch. Me cuesta encontrar el susodicho stand porque no es uno de los más conocidos del lugar. La única pista era: venden algunos Anagramas afuera. Cuando al fin lo encuentro, me pongo a revisar las pilas de libros sin tocarlos porque al dueño del stand le irrita que desordenen lo que vende.
No está el libro de Frisch, pero tengo dinero y necesito gastarlo en libros.
Donde Abelardo encuentro cosas simpáticas. Las compro.
Vuelvo al stand del principio y resulta que el libro de Frisch está allí, en la cima de una pila de libros. Y es raro porque al dueño del stand jamás le pregunté por esa novela. Pero ya no tengo dinero. Miro mi reloj y calculo lo que me tomaría ir a retirar dinero de un cajero cercano, pagar y volver al trabajo. No. No me da el tiempo. Tendré que dejarlo para el sábado, pienso.
Tengo la tentación de esconder el libro de Frisch para que nadie más lo compre. Pregunto por otro libro (Papillon), lo cojo y luego lo coloco sobre el de Frisch. Listo. Es todo lo que puedo hacer. Luego le digo mentalmente: espérame hasta el sábado, ¿ok? Y cuando ya me iba, mi vista descansa casualmente sobre otra pila de puros Salamandras. Mierda. Doy un rápido vistazo. Hay dos joyitas a buen precio. Mierda, mierda, pienso. No puedes hacerme esto ahora, ¿verdad, Michon? (o sea, Dios). A esos dos Salamandras les digo: ustedes también espérenme hasta el sábado. Juro que volveré.
Y vuelvo. Es sábado, hace un calor horrible, vengo de dictar, estoy irritado por haber hecho una cola de media hora para retirar cuatro billetes de a 20. Llego al stand y los libros no se encuentran en ninguna parte. Le suelto los títulos al dueño. Me dice que recuerda «más o menos» haberlos vendido. ¿Más o menos?, ¿cómo se recuerda más o menos?, pienso. Luego me largo y entiendo que Michon obra de maneras misteriosas.
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