(...) Te parece que podrías
pasarte la vida ante un árbol, sin agotarlo, sin comprenderlo, porque no hay
nada que comprender, sólo que mirar: lo único que puedes decir de este árbol,
después de todo, es que es un árbol; lo único que este árbol puede decirte es
que es un árbol, raíz, tronco, ramas y hojas. No puedes esperar de él otra
verdad. El árbol carece de moral que proponerte, de mensaje que proporcionarte.
Su fuerza, su majestuosidad, su vida —si es que aún esperas obtener algún
sentido, algún valor de estas metáforas ancestrales— no son sino imágenes,
recompensas tan vanas como la paz de los campos, como la insidia de las aguas
en calma, la valentía de los pequeños senderos que trepan no muy alto pero sí
ellos solos, la sonrisa de las viñas donde los racimos maduran al sol.
Por eso el árbol te fascina o te sorprende, o te calma, debido a
esta evidencia insospechada, insospechable, de la corteza y las ramas, las
hojas. Por eso, quizá, no paseas nunca con un perro, porque el perro te mira,
te suplica, te habla. Sus ojos húmedos de reconocimiento, sus aires de perro
apaleado, sus brincos de perro alegre te obligan sin cesar a conferirle el
estatus innoble de animal doméstico. No puedes permanecer neutro frente a un
perro, no más que frente a un hombre. Pero no dialogarás nunca con un árbol. No
puedes vivir con un perro porque el perro a cada rato te pedirá que lo hagas
vivir, que lo alimentes, que lo elogies, que seas hombre para él, que seas su
amo, que seas el dios que truene ese nombre de perro que le hará someterse de
inmediato. Pero el árbol no te pide nada. Puedes ser el Dios de los perros, el
Dios de los gatos, el Dios de los pobres, te basta con una correa, con algunas
sobras, algo de riqueza, pero nunca serás dueño del árbol. Lo único que podrás
será querer ser tú mismo árbol.
PEREC, Georges. Un hombre que duerme. Madrid: Impedimenta, 2010.
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