lunes, 18 de diciembre de 2017

Los peces de la amargura

Estuve a punto de morir, muy cerca, pero de aburrimiento esta vez. Ya les digo cómo.

Lo que me gusta de los cuentos (de los libros de cuentos) es aquella facilidad con que uno los va apurando. Esperando el bus, dentro del bus, en la sala de espera de cualquier sala de espera, en la cola del cine (a lo King), esperando al amigo que demora a la cita pactada, aprovechando un hueco en la jornada laboral. En toda situación de espera uno puede ir leyendo un cuento y a las pocas semanas, sin darte cuenta, ya has acabado varios libros. No lo escribió Lennon, pero hubiera puesto algo así: «el cuento es lo que sucede ante tus ojos mientras esperas».

Los peces de la amargura (y qué título, madre mía) lo empecé esperando algo o a alguien (no recuerdo qué o a quién) y tan pronto se me hizo cuesta arriba que solo lo leía esperando que el libro acabase de una puta vez. 

Va de etarras: atentados, prisioneros, venganzas, amenazas, muertes y etcéteras. Y moribundo yo, de aburrimiento. 

La multipremiada Patria me llevó a darle este primer bocado a Fernando Aramburu (Patria es un tocho y mejor probar algo más liviano antes porque luego has gastado dinero en vano), y podría decir que «no está mal». Sin embargo, cuando dices que un libro «no está mal» también dices por omisión que algo «no está bien». No sé. A lo mejor soy yo, pero este libro me ha transmitido una enorme indiferencia por parte del autor. Uno siente que los cuentos de Aramburu han sido escritos con tedio o verdadero desapasionamiento. Y sí, a lo mejor soy yo, lector intermitente que aprovecha el tiempo muerto mientras espera una tacita de café antes de ponerse a corregir manuscritos ajenos. 

Por lo pronto, con Patria no me atrevo.

ARAMBURU, Fernando. Los peces de la amargura. Barcelona: Maxi Tusquets, 2016.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Martín Zúñiga: «Cuando uno encuentra un estilo, lo primero que tiene que hacer es alejarse de él»


Este año, y luego de un largo silencio, Martín Zúñiga (Cusco, 1982) volvió a la escena literaria con una nueva entrega: No siga ese pájaro (Paracaídas editores). Conversamos largamente con el poeta respecto a esta publicación, su visión de la poesía contemporánea y los próximos libros que viene preparando, entre otros temas.

-¿Cómo empezó a gestarse No siga ese pájaro, cuánto tiempo te demandó y cuál fue su proceso de escritura?
En el año 2011 cerré un ciclo con Cover, el libro que publiqué en ese entonces. Ese libro forma parte de una trilogía compuesta por otros dos libros más que terminé casi por la misma fecha: Gavia y Pequeño estudio sobre la muerte. En ese momento el proceso comenzó con alejarse un poco de la escritura de esa época, olvidarme un poco de eso, rearmarme, ampliar mis conocimientos, mis propios intereses, porque en esa época ya había dicho todo lo que quería o podía decir. A partir de ahí es que se comienza a gestar una nueva voz, un nuevo metal, como decía Pere Gimferrer, y también una búsqueda de nuevos temas. Cuando uno encuentra un estilo, lo primero que tiene que hacer es alejarse de él, renovarlo, ser consciente de que ha llegado a aprender una forma de escribir y que uno debe alejarse de esta para buscar un lugar donde no se sienta cómodo. Desde el momento en que un escritor se siente cómodo en lo que hace, ya no crea: solamente se repite. Ese fue el proceso de gestación. Hace dos años me interné en la selva como parte de un proyecto de reforestación en Puerto Maldonado y esa experiencia alimentó una visión nueva de las cosas que era la que estaba buscando. A partir de allí empecé a trabajar nuevos textos, los cuales son la semilla de este libro y de un par de libros que vendrán más adelante.

-Tu libro aborda muchos temas y me ha gustado que en muchos de ellos esté presente la relación entre las nuevas tecnologías y el hombre. ¿Qué es lo que te motivó a abordar este vínculo?
Creo que estamos en el amanecer de una época de cyborgs. Suena todo lo fantasioso que quieras, pero, por ejemplo, hoy en día ya no podemos vivir sin el celular. Es como una extensión más de nuestro cuerpo. Es algo que día a día está más presente en todos nosotros, en nuestras relaciones humanas, en nuestra forma de concebir el mundo. Por eso, una parte del libro se llama «Mecanismos de cooperación». Para mí el arte es un mecanismo de cooperación porque se construye entre todos como lenguaje. El lenguaje no existe si no hay un otro al cual enviarle el mensaje. Sin eso no hay posibilidad de lenguaje, de comunicación propiamente dicha.

-Me llama particularmente la atención la estructura del poemario. Parece que contiene tres libros distintos. (Incluso podría haber un cuarto libro si tomamos en cuenta los «fragmentos» que están dispersos a lo largo de todo el texto). ¿A qué se debe esta arquitectura?
La última parte que da título al libro fueron los primeros poemas que trabajé y que en el Copé anterior de poesía recibieron una mención honrosa, pero en base a eso estuve trabajando a la par las otras dos partes. Por un lado, los «Mecanismos de cooperación» son textos exploratorios y la parte de las «Conjeturas» se deben también al tono lírico que tiene la última parte. Pero, sobre todo, son una exploración acerca de qué es un poema. Borges decía que todo arte es conjetural en el sentido de que crea una conjetura sobre una posibilidad del mundo. Muchos de los textos del mismo Borges o de Eielson son la práctica de esa posibilidad en diferentes registros o las diferentes variables que pueden resultar de eso. Es casi «científico». Estos poemas que nacieron indistintamente en diferentes momentos eran como un arte poética: ¿qué se puede hacer con la poesía?, ¿qué es la poesía? De eso trata «Mecanismos de cooperación» y «No siga ese pájaro». Los «fragmentos» fueron diferentes textos que nacen de lecturas de autores diversos a partir de temas particulares. Estos surgen del registro de un mensaje en algún tipo de soporte. En una pared, en la combi, en un libro o lo que sea, porque también el soporte de lo escrito le da una nueva significación al texto, lo resignifica de alguna manera. No es lo mismo un grafiti en una pared que colocado dentro de un cuadro en una galería. El soporte va a cambiar el sentido.

-Esto quiere decir que no hubo una estructura previa planteada sino que esta se fue armando durante la escritura del poemario.
Exacto. El libro ha pasado por varias versiones hasta llegar a esta. Muchos textos han cambiado en ese proceso. La mayoría, en realidad, ha quedado esbozada tal como estuvo planteada al principio de su escritura. Por ejemplo, los últimos cuatro o cinco textos del libro son homenajes a la poesía peruana. Están allí José Watanabe, Enrique Verástegui, Antonio Cisneros, Martín Adán, Enrique Peña Barrenechea, etcétera. Así fueron planteados desde el inicio. Son homenajes a la lírica peruana.

¿Por qué optaste por insertar una intertextualidad bastante lúdica en el libro?
Esto fue para darle un una columna vertebral al texto porque el libro no propone temas; no me interesa hablar sobre el amor sino explorar las posibilidades que un tema como el amor puede abrir. Y esa es la esencia del libro: es un libro exploratorio, casi ensayístico. Un amigo me dijo que estos escritos son ensayos en versos. Para mí la poesía a está más afín al ensayo (como un texto exploratorio) que a la narrativa o la ficción. Hace poco alguien me pidió que describa el libro en tres o cuatro líneas y le dije que se trata de un libro de no ficción. No es un poemario porque hay una diversidad de textos que no son poemas. Las personas suelen utilizar el término poema para encasillar textos que les son difíciles de leer o para aquellos textos que les parecen bonitos porque les causan alguna moción. En este sentido, no sé qué tanto se ajuste el término de poema. No obstante, si tú abres el término de poema se abren también muchas otras variables. Un ensayo puede ser un poema, como lo demuestra Anne Carson. Un cuento puede ser un poema. Una prosa puede ser un poema, como lo demostró Baudelaire. Entonces sí es un poemario en ese sentido, pero no creo que la poesía sea un texto de ficción. Para mí está clasificada dentro de la no ficción.

-¿Crees que la crítica le da una justa valoración o visibilidad a las últimas publicaciones en el campo de la poesía?
No. La verdad es que la producción de poesía en el Perú, de todos los estilos y en todas la regiones (y no solo de poesía, sino de literatura general), ha sobrepasado a los medios de comunicación. Hay muchos más escritores, hay bastantes editoriales, hay mucha gente trabajando en la industria del libro, pero los libros a veces no llegan al gran público porque el medio o el canal es como un cuello de botella en donde solamente pasan algunos pocos. Hay mucha literatura que se está produciendo hoy en el Perú, pero, a pesar de que los medios son un cuello de botella, el gran público consumidor existe y esto lo demuestra la Feria del Libro de Lima.

-Yo concuerdo contigo, pero en un escenario incluso favorable percibo que siempre la narrativa tiene la mayor vitrina. 
Sí, porque la narrativa es mucho más «fácil». Es un texto que no le presenta tantos problemas al lector. Por lo tanto, a las industrias editoriales les suele ser más rentable. La poesía necesita un lector que se dé el trabajo de leer, no que sea un lector autocomplaciente o contemplativo, sino activo. La vitrina siempre va a iluminar más a lo que comercialmente puede ser más fácil de ser vendido. La novela es un producto burgués, es un producto capitalista, y siempre, dentro de estas lógicas del mercado, va a estar mucho más presente. 

-Publicaste tres poemarios en años consecutivos (2009, 2010 y 2011). ¿A qué se debió este silencio de seis años?
Estos tres libros tuvieron también unos seis o siete años de escritura en general. Apenas los tuve terminados empecé a mandarlos a concursos porque, como cualquier escritor sabe, para poder publicar aquí uno tiene que poner de su bolsillo muchas veces. En esos años yo no tenía dinero, así que los mandé a premios y felizmente resultaron ganadores y fueron publicados en años consecutivos. Luego, ya no tenía nueva obra. Lo que vino después fue una búsqueda.

-¿Sientes que en este lapso se ha forjado una nueva voz?
La etapa de esos tres primeros libros es una etapa de aprendizaje, para decirlo de alguna manera. Yo la llamaría «literatura de juventud». Luego de esa etapa ya es otro el que está escribiendo este libro, es otra persona aunque tenga el mismo nombre, es otra persona completamente distinta porque posee otros conocimientos, otras experiencias, otras lecturas, otras indagaciones, otros deseos y otras inquietudes. Hay algunas dudas que aún permanecen en mi obra porque, citando a Cisneros, las grandes preguntas celestes están siempre allí, pero ahora la cuestión es responderlas de manera distinta, y la respuesta es este libro.

-¿A qué poetas jóvenes crees que se debería prestarle mayor atención y por qué?
Hay una poeta en Arequipa que yo publiqué hace seis o siete años en una antología de poesía joven arequipeña que hice. A mí me pareció genial el registro de aquel entonces y creo que ha seguido en esa senda en sus siguientes trabajos. Se llama Ana Carolina Zegarra. Tiene un perfil muy bajo, no está en los medios. Es bastante interesante el trabajo que está haciendo y creo que ahora la van a editar en una antología de poesía Sub 25. Por ejemplo, los chicos que están metidos ahí se encuentran haciendo cosas interesantes con el lenguaje, con mejores y peores resultados. Sin embargo, lo están trabajando, están poniendo en debate lo que es el texto literario, y eso ya es muy atractivo. Hay en Cusco también, por ejemplo, poetas como Jorge Vargas prado y Pavel Ugarte que están haciendo cosas que me llaman la atención. Yo empecé a escribir, digamos profesionalmente, a principios del milenio, entre el 2001 o 2002, más o menos, y en estos quince años que han pasado desde ese entonces ha habido una miríada bastante grande de poesía. Por ejemplo, de los que comenzamos en aquel entonces, está Víctor Ruiz Velazco, Rafael García Godos, Manuel Fernández o Fernando Pomareda, que están haciendo cosas bastante llamativas y no sé si catalogarlas como novedosas, pero sí que están muy comprometidas con el hacer poético, lo cual me parece bien porque hay un riesgo en el decir, arriesgan nuevos registros, nuevos temas en general.


-¿Cuáles son tus próximos proyectos en lo que concierne a poesía?
Tengo un libro que ya está casi terminado que se llama La postcumbia. A mí la cumbia siempre me ha parecido interesante desde que la empecé a conocer y a estudiar, porque ha uniformizado de arriba a abajo y que de derecha a izquierda la cultura latinoamericana en general, y además ha sido de exportación. No hay persona que no conozca una cumbia o la haya bailado o escuchado. Es un género musical interesante. Eso por un lado, culturalmente hablando, y por el otro lado me interesa cómo genera sus temas y letras, sobre qué habla, sobre qué canta. Entrar a explorar por ahí fue fundamental para entender qué es lo que hace popular eso llamado cumbia y poder repensarla, reescribirla, reversionarla en algunos casos. Es un trabajo larguísimo. Sin embargo, hay ciertos temas símbolos que siempre van estar presentes dentro de nuestra imaginería latinoamericana. El otro proyecto está compuesto por unos textos que te terminé de escribir en la selva y que son de largo aliento. Tienen un título muy tentativo: El informe corazón de las hormigas. Estos escritos exploran la violencia en general. 

-Finalmente, y en base a tu experiencia, ¿qué tan importantes son los premios literarios para los escritores?
Son importantes porque te publican. Eso ya es genial porque no tienes que poner de tu bolsillo. Ya te ha costado la vida poder escribir. Has hecho todo ese trabajo. Has dejado tu vida familiar y personal por arriesgarte a escribir. Porque arriesgarse a escribir no son los cinco minutos en que te sientas a escribir, como decía Bukowski. Es todo un proceso de poder llegar a ese lenguaje, es un pequeño viaje de vida, tiempo y experiencia. Es como lo que decía Bolaño. En cualquier otro oficio tú trabajas ocho horas y luego puedes ser otra cosa. El policía trabaja sus doce horas en el día, luego regresa a casa, se quita el uniforme y se pone un pasamontañas y sale a robar. Ha cambiado de oficio. El escritor no puede hacerlo. El escritor es escritor mientras sueña, mientras piensa, mientras realiza su vida cotidiana. 

martes, 21 de noviembre de 2017

La noche sin ventanas

Lo de Raúl Tola puede explicarse en una sola palabra: obstinación. (En realidad, cualquier barbaridad podría escudarse en ese solo término). No le basta ser (o haber sido; no lo sé y no importa) un buen presentador de noticias, sino que además pretende, desde 1999, destacar como escritor. Pasa entonces a engrosar las filas de aquellos destinados a poseer un solo talento y hacer mal todo lo que escape de él. Digamos: gran cantante y pésimo actor, ilustre hijo y mal padre, eximio editor y deplorable poeta. Si eres bueno en algo y las cosas no te han ido bien saliendo de ese terreno, mejor quédate allí donde estás a buen resguardo. No puedes ser ambas cosas a la vez porque tu obstinación no da para tanto. No posees el talento de tener varios talentos. Y es por esto que, luego de leer La noche sin ventanas y hablando del talento, nos damos cuenta de que Tola solo tiene uno. Es solo un simpático presentador de noticias.

Vamos mejor al asunto.

Novela histórica. Dos vidas son contadas en paralelo. La de Madeleine Truel y la de Francisco García Calderón (ambas con respectivas entradas en Wikipedia). El contexto que une a estas existencias es el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Hasta aquí, todo vende: peruanos en el exilio, nazismo, guerra. Faltó sexo, es cierto, y no se lo vamos a reprochar. Tola ha sabido introducir una novela elaborada bajo una fórmula temática muy comercial (y ahora que lo pienso, solo basta ser Raúl Tola para vender novelas. En fin).

Los problemas de este autor comienzan, justamente, cuando empieza a novelar. Es decir, con la simple escritura (o séase, cuando intenta existir como escritor). En resumidas cuentas, que Tola nos exhibe toda su ausencia de talento. 

Pero antes de pasar a la disección, miremos la estructura. Uno puede notar la manera en que Tola ha dispuesto la novela: 6 partes (cada apartado dividido entre 8 y 17 capítulos). Resulta muy evidente el molde de este libro. En algún momento, luego de haber concebido el derrotero de la historia (imagino), el autor se habrá dicho: «ahora solo tengo que rellenarlo». Y vaya que lo ha rellenado. No importa con qué; eso es lo de menos (para él, se entiende). Tola solo quería superar las 400 páginas. Llegó a las 426. Más que hacer literatura, lo suyo radica en darle innecesaria obesidad a la novela (qué sé yo; para que el libro de marras no se caiga en el escaparate de Crisol, tal vez).

Y ahora dejémonos de preámbulos y entremos al relleno, porque aquí no hay desperdicio.

La noche sin ventanas es un largo reportaje. Se nota el trabajo de investigación porque Tola tiene un afán de señorito aplicado y jactancioso y que introduce hasta el más mínimo detalle de toda su vasta documentación. No es suficiente con haber pasado largas horas en la biblioteca. Hay que demostrarle al lector (considerado desde ya como un imbécil al que hay que instruir) que está ante un escritor erudito y que se ha gastado algunos años de su vida rodeado de libros y ensayos o lo que fuere para construir su novela. En consecuencia, el narrador lo explica todo. Cómo transcurrió la Segunda Guerra, cuáles fueron sus causas, la manera en que terminó. Si mira al Perú, este narrador también describe el pensamiento de la época, marcada por la generación arielista, los sucesos de la guerra contra Chile, las consecuencias de este conflicto. TODO. En lo que resta (sospecho que serán a lo mucho unas cincuenta páginas) es donde ocurre la acción. Es en este reducido espacio en el que los personajes se mueven y van resolviendo sus dilemas.

La buena fe que tuve al comenzar a leer esta novela se fue disolviendo a medida que encontraba (entre otras cosas) una narración salpicada de diminutivos. Y se terminó de disolver cuando los encontré muy juntitos en un mismo párrafo: «Estudiaba con las monjitas del colegio San José de Cluny, que la consentían mucho. Todas las tardes salía de clases con su hermana Lucha, su querida Luchita, y pasaban por la tiendecita familiar...» (p. 53). Cosas de estilo, pensé. Puede perdonarse. Pero luego me fijé en la soltura con la que este omnisciente narrador va repartiendo lugares comunes: «El otro era bajito y feísimo como un sapo...» (p. 107), «Un silencio incómodo se instala en...» (p. 151), «... pensaba que Francia debía vender cara la derrota...» (p. 244). Y, en esta misma página, unas líneas abajo: «... y le entregaba el país en bandeja de plata». Y aquí me harté de enumerar. Lo saludable habría sido dejarla a medias, pero solo mi masoquismo explica que no haya abandonado su lectura cuando encontré, también en la voz del narrador, palabras que desentonaban por completo con aquella prosa tan fría y sin personalidad (sin estilo): «... el Joven Secretario Gálvez es más bien atlético, hasta pintón...» (p. 72) o «... se cachueleaban en la Plaza del Baratillo...» (p. 158).

(Y ahora que hemos mencionado al estilo, hay que decir que Tola tampoco lo tiene. De hecho, no se esfuerza en lograr imágenes, y persiste, más bien, en un lenguaje llano y subyugado a la historia. Lenguaje funcional, le llaman. Aun así, no puedo señalar que un atributo de esta novela sea su lenguaje claro, porque si me voy a tragar poco más de 400 páginas lo mínimo que pediría es que estas sean digeribles).

Y, por Dios (ateo yo, nombro al supremo), ¡los diálogos! Todos tan triviales, gélidos, afectados, fingidos. Cuando llegué a esto tuve que decidir si debía reír o lamentarme:

«—Muchas gracias por la compañía
—De nada, ha sido un gusto. La he pasado muy bien.
—Yo también. Me he divertido mucho» (p. 116).

(Me reí).

Esta novela, como ya dije, se ha visto obligada a sufrir de obesidad. Tola no desaprovecha el subgénero y hace aparecer —sin que les saque el menor partido— a personajes como Jean-Paul Sartre, Abraham Valdelomar, César Vallejo (esposa incluida), José Carlos Mariátegui, etcétera. Entiendo que su sola mención le otorga ambiente a la novela («ambicioso fresco», dice la contraportada), pero lo intolerable es que las acciones de estos personajes sean tan banales como los diálogos y que no aporten nada a la narración.

A estas alturas nos damos cuenta de que esta novela no es tan vargasllosiana, como dijo alguien por allí en una reseña. Me cuesta creer que esa persona haya visto la sombra de Mario proyectándose sobre Tola (¡qué bueno fuera!). (Abro otro paréntesis. Respecto a la reseña a la que acabamos de hacer alusión, y que tampoco es tan difícil de adivinar, hay un velado insulto hacia el autor cuando se menciona que este es su mejor libro. Es como decir que los mejores goles de un extranjero en Primera División los marcó el 'Checho' Ibarra).

Sigamos.

Tola es torpe cuando introduce cambios de tiempo en la narración, y el lector puede notar que resultan abruptos y nada finos. Cae además en el uso de la exposición forzada en ciertos tramos del libro y esto, de verdad, ya resulta imperdonable (y para entender este desliz inventemos un ejemplo de exposición forzada: «Oh, querido Ernesto, recuerda que eres mi amante hace 22 años y cinco meses y que mi esposo, llamado Juan Pérez, abogado de profesión, y con quien llevo casada 42 años, está a punto de partir a Roma hoy a las seis de la tarde»). Ahora Tola: «No se castigue tanto, Gálvez. ¿No me dice que todo este tiempo no ha parado? ¿Que luego de nuestra estadía en el Hotel Dreesen lo destinaron a Madrid y después debió viajar por toda Europa?» (p. 411). No, el tal Gálvez nunca dijo nada al respecto.

Por todas las deficiencias mencionadas (y quedan muchas más por anotar), la narrativa de Tola está más emparentada con la de Alonso Cueto. La noche sin ventanas es, por tanto, una novela cueteana (aquí va un neologismo). Sin embargo, no hay que ser mezquinos. Tal vez solo una cosa se podría rescatar de esta novela fallida, y creo que aquí el sentimiento es unánime: la portada es bonita.

TOLA, Raúl. La noche sin ventanas. Lima: Alfaguara, 2017.

(Reseña publicada en Solo Tempestad).

lunes, 6 de noviembre de 2017

No siga ese pájaro

¿Qué hace un poeta durante seis años de silencio literario? En general, uno con su silencio hace lo que quiere, y lo que quiere uno, a veces, es tener hijos, un trabajo estable, comprarse un auto, dejar de escribir. También puede optar por seguir juntando letras e ir macerando imágenes hasta conseguir un buen libro. Ejemplo de esto es No siga ese pájaro, el último poemario de Martín Zúñiga. 

Pecado inevitable de cualquier reseña es la de etiquetar la obra. El libro en cuestión, al que se le ha mencionado como «poemario», intenta en muchos pasajes escapar de tal rótulo. De esta forma, encontramos —ocultos entre versos— textos de aliento narrativo, aforismos o reflexiones filosóficas. Incluso decir que se trata de un poemario resulta desacertado, pues cualquiera que se acerque a él tendrá la sensación de haber leído tres libros distintos (e incluso un cuarto, imperceptible en primera instancia).        

Los apartados (tres, como ya se supone) se titulan «Mecanismos de cooperación», «Conjeturas» y «Siga ese pájaro», y cada uno está salpicado por unos «Fragmentos», los cuales constituirían un sigiloso cuarto libro. Cada sección está escrita en un registro diferente, y de ahí la percepción que tiene uno de estar frente a tres voces distintas, aunque enlazadas por puentes temáticos como la influencia de la tecnología en la vida cotidiana («Las máquinas no entienden de sacrificios») y también la existencia misma del hombre o su ausencia («¿Hay aquí algún alguien?»).

Fascina la arquitectura aquí presente porque muestra una dirección e impone un recorrido al lector. Además, el muy cuidado esqueleto de este poemario, y la intencionalidad que posee, nos hace pensar en que justamente solo el largo silencio del poeta pudo haber permitido labrar estos asomos de perfección. Así, lo que inicia siendo un híbrido de cierta complejidad se va despojando de sus artificios hasta llegar a una poesía cálida y sencilla («mi país es tan pequeño que si me levanto / por el lado izquierdo de la cama / ya soy un extranjero»). Seguir al pájaro implicaba entonces una recompensa: llegar al verso desnudo.  

El carácter lúdico (sin excesos) impera de inicio a fin, y este quizá sea el rasgo del texto donde se puede evidenciar una mayor contención hacia la búsqueda de nuevas formas. Sin embargo, todo esto queda opacado ante la madurez con que Martín Zúñiga asume un proyecto tan minucioso y en donde los seis años de espera quedan más que justificados. 

ZÚÑIGA, Martín. No siga ese pájaro. Lima: Paracaídas, 2017.

lunes, 9 de octubre de 2017

El matrimonio de los peces rojos

A veces (o casi siempre) tengo la impresión de leer un libro muy diferente al que ha leído el resto. Para los demás se trata del mejor libro de, no sé, vete a saber de qué es el mejor. O es un libro maravilloso, obra maestra y demás cosas que suelen decirse para llenar el vacío de no saber qué más decir. Tiene la misma cubierta, la misma cantidad de palabras e incluso ha sido escrito por la misma persona, pero no, no estoy leyendo el mismo libro. Si ellos (el resto, los mortales) leen un libro imprescindible y excelente, yo estoy leyendo a veces (o casi siempre) un bodrio.

Guadalupe Nettel gana el Ribera del Duero con El matrimonio de los peces rojos (lindo título, sí) y se embolsa ¿cuánto? 50 mil euros. El libro de marras trae cinco cuentos, y como no estamos tan mal en gastronomía, digamos que el cálculo es de 10 mil euros por cuento. Cada cuento, aproximadamente, tiene diez tortuosas páginas. El cálculo indica que cada una vale, pues, mil euros. Entonces uno guarda expectativas, uno desea deslumbrarse, pero siempre la realidad es otra, y la realidad es que este libro de cuentos es muy pobre (en todo sentido) y me hace sentir asaltado o estafado, que, a fin de cuentas, da lo mismo.

Los cuentos de este bodrio son réplicas los unos de los otros, y al final no sabes cuál es el cuento matriz, de dónde nacieron los cuatro restantes. Hay una fórmula en cada uno de ellos y es fácil notarlo. Ese, quizá, sea su mayor inconveniente: a ojos expertos resulta muy fácil verle las costuras y advertir sus errores. Las historias narran las relaciones entre los hombres y sus mascotas, esto dicho para simplificar el asunto. Hay matices, claro está. Cinco cuentos: un pez, una serpiente, unos hongos, cucarachas y unos gatos. Vaya, Nettel se ha pasado por todos los reinos y nos entrega un texto «unitario» (esto es un valor literario en los libros de cuentos, pero no lo digo yo y no lo comparto).

Los relatos, largos y fáciles de leer (punto a favor), son de una ingenuidad asombrosa. Nettel deja a un lado la oportunidad de que el lector descubra las metáforas y hace que el narrador de sus historias las señale con luces de neón. Esto es, en otras palabras, resaltar la imbecilidad del lector. Venga, si me estoy perdiendo de algo, allí está Nettel para indicarme el camino correcto. A efectos del cuento esto puede resultar válido, of course, pero no necesito que la autora lea por mí, no necesito que me señale a cada instante qué es lo que, supuestamente, debería tener presente para «comprender» sus historias. El problema, quizá, es que me gusta Carver, y donde no hay Carver hay quizá esto: una explicación excesiva de la trama (por eso son cuentos largos los de esta autora mexicana). Todo está no solo masticado, sino también regurgitado, y vómitos como este no hay quien los tolere. O quizá sí: el resto.

NETTEL, Guadalupe. El matrimonio de los peces rojos. Madrid: Páginas de espuma, 2013.

lunes, 18 de septiembre de 2017

La hora final

Pese a tener continuos ataques de asma, Carlos Zambrano está fumando todo el tiempo. Es un ser que vive entre dos mundos. El primero está colmado por su mayor anhelo, el cual no se ha realizado aún y es tan etéreo como el humo de los cigarrillos que enciende con la llama de una vela o el fuego de una hornilla. La otra parte de su vida (lo concreto) no es para nada favorable: su matrimonio se ha disuelto y, además, está próximo a perder de vista a su hijo. No puede transitar en ambas realidades sin que una de ellas termine siendo perjudicada. Es miembro del Grupo de Inteligencia del Perú (GEIN) y su prioridad es capturar a Abimael Guzmán.

La hora final cuenta la historia de esta célebre unidad policial que tuvo como objetivo atrapar al principal líder de Sendero Luminoso, tarea que se vio cumplida un 12 de septiembre de 1992 tras la exitosa Operación Victoria.
 
Por la multitud de enfoques que ha tomado el cine o la literatura para diseccionar un tema tan manido como es el terrorismo en nuestro país, a estas alturas es difícil ofrecer una nueva perspectiva que impacte en el espectador. Que una película afronte este tema es desde ya todo un desafío. Los materiales son abundantes y delicados, y la mala combinación de estos puede otorgarnos una cinta olvidable o simplemente tendenciosa. La película dirigida por Eduardo Mendoza de Echave ha vencido el reto. No es soberbia, pero es más que aceptable. Yo he salido del cine con ganas de fumar y muy conmovido.

Desde la primera vez que observamos el escritorio al que se sienta Bernales, agente a cargo del GEIN, podemos notar un tablero de ajedrez en el extremo derecho. A partir de ahí la película declara sus intenciones narrativas: va a contar una historia que estuvo marcada por la estrategia (que es lo que fue finalmente la «captura del siglo») y lo va a hacer tomándose todo el tiempo que sea necesario. Es por esto que, por momentos, la cinta es sosa; sin embargo, de a pocos el juego se desarrolla y de esta forma se va desplegando un argumento notable que contiene además los nada sencillos conflictos íntimos de los personajes, todo esto en medio de los numerosos operativos de la unidad policial ya mencionada.

Lo de Pietro Sibille interpretando a Carlos Zambrano me ha parecido fascinante y su cota actoral se acerca bastante a lo hecho en Días de Santiago. Desde un principio llama mucho la atención lo obsesionado que se encuentra este personaje por cumplir la misión que se ha trazado. Por ejemplo (apenas empezado el filme), ocasiona un accidente en coche porque lo distrae una noticia en la radio. Asimismo, las paredes de la habitación en la que duerme están decoradas por un árbol genealógico criminal en donde solo falta aquel fantasma que lidera una revolución en el Perú.

En su búsqueda lo acompaña Gabriela Coronado, quien antes de ser integrante del GEIN fue enfermera (es necesario decir que el trabajo hecho por Nidia Bermejo para encarnar a este personaje es excelente). Hay un dilema que ella debe enfrentar y que quizá sea el punto más sensible de la película.
 
La hora final no es un largometraje difícil para el espectador común (obedece a un tiempo lineal y se toma algunas licencias necesarias para insertar la ficción dentro de lo sucedido), pero lo que resultó difícil (intuyo) fue distribuir todos los ingredientes de tal forma que la consecuencia sea una cinta a la que no se le puede objetar nada.
 
No obstante, si nos ponemos quisquillosos y exigentes, podemos decir que El evangelio de la carne sigue representando el punto más alto en la filmografía de Eduardo Mendoza de Echave. La diferencia es que La hora final se presenta en un actual contexto político y social que le favorece y, por si fuera poco, tuvo un estreno en más de ochenta salas en todo el país. Su éxito quizá no dependa tanto de la calidad del producto artístico en sí, sino más bien de condicionantes externos (la semana pasada se cumplieron 25 años de la captura de Abimael Guzmán, y un día antes, el 11 de septiembre, fue liberada Maritza Garrido-Lecca). Aun así, es una película que yo recomendaría sin más dilaciones.

El final me quebró. 

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur).   

lunes, 11 de septiembre de 2017

Cuadros concretos y disonancias

Sale uno del periodismo y se mete en poesía como quien va del burdel a la misa. Lo de Daniel Bedoya Ramos (periodista él) es ir de la noticia al verso, desnudarse de actualidad y oficiar de poeta. Producto de esta transmutación, acaba de entregar hace muy poco un solemne conjunto de poemas, con lo cual puede decirse que aprovechó en demasía sus horas de liturgia y silencio.

Cuadros concretos y disonancias es un debut literario que sabe bien. Lenguaje macerado, maduro, manso, modesto. Por ratos apunta a ser magistral aunque no lo logra, pero —ya digo— el conjunto aquí reunido ha llegado a satisfacer mis nobles expectativas y con eso basta.

Este libro inicia con José Watanabe (epígrafe) y termina con César Vallejo (dedicatoria). En este recorrido de sentido inverso podemos rastrear la familia en la que pretende insertarse la poética de Bedoya Ramos. Hay una voluntad de emparentarse con una tradición, y dicho esto se entiende que el poeta ha sabido identificar y apreciar a sus fantasmales padrinos. El problema es que por momentos se mimetiza tanto con ellos hasta quedar invisible (paradoja del camaleón).

Hay cosas que caen (o están próximas a la caída) dentro de los poemas: una manzana, una palabra, un beso, unos cuyes, unos pollos, una garúa, otra manzana. También colores varios van tiñendo los versos: manzana roja, violetas, habitación y silencio blancos, cielo verde, cerro azul, ojos negros. Así, Bedoya Ramos va configurando su poesía entre pigmentos y expectativas.

Dividido en dos partes, llama la atención —sobre todo en la primera secuencia— la aplastante sencillez de algunos poemas («nado en tu boca / como un pececillo / brinco como las ranas / croo»). Lo suyo es el arte de la depuración, la ausencia verborreica por innecesaria o burda, el bonsái como escuela (tiene mucho de William Carlos Williams). El segundo tramo del libro es más bien telúrico, pero sin abandonar el minimalismo que se ha impuesto («solíamos subir uno de aquellos cerros / elevados como viejas jorobas enormes»).

Bedoya Ramos se apoya en la discreción y cae a veces en la modestia. A su poesía, por momentos, la opaca una sentida timidez y una extendida corrección. Se entiende que, tratándose de un debut literario, prefiere que sus versos se muestren quietos y nada salvajes. Sin embargo, hay que tener en cuenta que justamente ese es su principal atributo. Y con esta perspectiva, es imposible encontrar en este libro un mal poema. Se trata, sin duda, de un auspicioso comienzo.

BEDOYA RAMOS, Daniel. Cuadros concretos y disonancias. Lima: Vivirsinenterarse, 2017.

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur).     

lunes, 28 de agosto de 2017

Umbral del estilo


Salón enorme y empinado de San Marcos. Clase de miércoles por la tarde. A esa solo asistía para aterrizar el viaje del cannabis. A esa solo asistían periodistas que no habían concluido la carrera, pero que ya ejercían de esclavos en prensa (les urgía aprobar el curso más fácil). Un profesor llegaba siempre puntual y renqueante, apoyándose la vida en un bastón. Un profesor que hablaba poco y decía mucho diciendo ese poco, y que una vez nos leyó una cosa muy triste y muy poética y nos preguntó que a quién pertenecía la prosa aquella. Ahora mismo recuerdo el silencio que se hizo pronto, las sílabas aún doliendo en el ambiente. Lévano leyendo a Umbral. Nunca lo adivinamos, desde luego.

Francisco Umbral moriría unos meses después (un día como hoy, hace ya una década), y yo, tan cándido o despistado, leería esos mismos meses después Un ser de lejanías creyendo estar ante un autor vivo. (Uno lee al autor vivo pensando que, cuando se muera —el autor, claro―, podrá jactarse de haberlo disfrutado mientras el resto lo ignoraba. Y hablando de candidez, cándido también es o fue César Lévano, ya que por esos años prestaba libros —mi imprecisión solo hace referencia al gesto—. Recuerdo que a un chico de esa clase, actual redactor en una revista de lujo, lo vi una tarde fascinado con aquel íncipit insuperable de Mortal y Rosa, libro que nunca terminó porque esa misma tarde pasó a manos de otro y después nunca supe si finalmente regresó a los estantes del buen Lévano). 

Hay una soberbia respingada en el que va acumulando lecturas y llenando sus anaqueles con las obras de autores varios (familia putativa con la que solo hemos hecho buenas migas por la asombrosa coincidencia de la soledad y el silencio). Tú crees, certificas, reiteras y proclamas que has leído buena parte de la mejor literatura hasta que te topas con la música de Umbral. Y este conjunto de sonidos nuevos y sinuosos te revela que aún no has leído nada, pequeño arrogante. Si has tenido la fortuna de llegar a esta melodía, es preferible que guardes silencio. Porque aquí es cuando descubres que había una Literatura que solo habría que escribir con mayúscula para diferenciarla del resto.

Con Umbral uno vuelve a leer en castellano por primera vez. Y tan pronto como se aprende esta nueva lengua vieja, se puede escuchar la respiración del idioma. Basta con asomarse un poco (apenas unos párrafos) para experimentar el solo sonido de la palabra, la concisión violenta de muchas ideas en una lúcida frase, la metáfora descomunal y atrevida. Música tipográfica del castellano. 

Umbral, que decía no entender de música, «nació con la música del idioma dentro», como afirmó con tanto acierto alguna vez Juan Manuel de Prada, dejando a un lado su enfado (una relación de padrino-ahijado de la que solo se sabe que no terminó bien). Portando el don escribió más de cien libros, y hasta le alcanzó el tiempo para leer siglos de literatura y follar. Sería entonces erróneo afirmar que Umbral colonizó el lenguaje. Este ya venía subyugado ante él, sumiso, dispuesto a cumplir su voluntad. Y la voluntad de Umbral era que el lenguaje dijera las cosas con un foulard al cuello.

Francisco Umbral fue uno de esos pocos superdotados que podía escribir sobre cualquier cosa y escribirla excesivamente bien (incluso la lista del mercado). Cuando sostenemos que se puede escribir «sobre cualquier cosa» queremos decir que el tema no existe; es solo una excusa para el estilo, la coartada que necesita un tipo de lenguaje para existir. Creo que esto es lo primero que uno aprende cuando se empapa de Umbral. Por eso es que a veces cuesta creer que la literatura se aprecie y hasta se justifique por el tema antes que por la configuración del lenguaje. El detestable imperio del argumento que propicia preguntas del tipo: «¿Y de qué va el libro de Umbral que acabas de leer?». No sé de qué va, tío, de verdad que no lo sé. Se me ha olvidado de qué trata eso que he leído porque su autor escribe delicioso.  

El que escribe, si llega a Umbral, si por azar oye su música, se preguntará qué es el estilo (es fácil deducir que el juntaletras que se formula este interrogante no lo tiene, así como en una república bananera se preguntan qué es la democracia). Umbral lo definía citando a Paul Valéry: «El estilo es una facultad del alma». Hay muchas maneras de ejercerlo, de manifestarse ante el lector con su brillo. Estilo es obligar a que tu prosa vista zapatos blancos durante un funeral. Hacer inolvidable o reconocible aquello que uno escribe (el adjetivo «unánime» solo es de Borges, y con esto la Kodama tendría motivos suficientes para expoliar a tantos borgecitos). Se entiende que el escritor personaliza su escritura a través del estilo, la salva de aquella tiranía de la uniformidad desde donde se comienza a escribir (aunque, ya sea por comodidad o pereza, algunos nunca salen de ella), le otorga por fin su apellido para diferenciarla de la bastardía que trepa cada semana a la mesa de novedades. En suma, le da una marca registrada. «Tengo un Tàpies colgado en la pared de la sala». «Me he robado un Umbral de la biblioteca».  

A Umbral ese estilo umbraliano quizá le venía de beberse por las mañanas un vaso de leche antes de acariciar su Olivetti (o uno de whisky para espabilarse un poco). Lo cierto es que, haciendo columnas diarias, Umbral mantenía firmes los abultados músculos de su prosa. Y así, escribiendo siempre, con la facilidad y diligencia con que se tiende la cama, Umbral tomó por asalto casi todos los géneros literarios hasta convertirse él mismo en uno. 

Habiendo sido este hombre tan prolífico resulta inconcebible no llegar a él. En mi caso, quiso el azar que yo estuviera presente mientras un esforzado profesor lo leía en clase —un poco para llenar las horas muertas de su cátedra, otro poco para llenar a esos alumnos vacíos—. También se llega por Mercedes Milá, aunque este quizá sea un atajo más vulgar. O por Roberto Bolaño. A este respecto, siempre he pensado que el chileno, en sus consejos para escribir cuentos —y por efecto de la psicología inversa—, recomienda de forma vehemente leer a Umbral (y de paso a Cela). No en vano le advierte al lector, hasta en dos oportunidades, que no hay que leer a Umbral (ni a Cela). 

Quizá Umbral sea más recordado por sus rivalidades antes que por su obra. En su época de púgil literario, ebrio de su prosa, iba por los barrios letrados en busca de broncas. Y las encontraba, qué duda cabe. Con Javier Marías o Arturo Pérez-Reverte, por ejemplo (le gustaba mucho pelearse con autores que hasta ahora no han ganado el Cervantes). También, divertido, pellizcaba a los muertos («Azorín escribe cobarde»). 

Fuera ya de la anécdota, insiste un interrogante en búsqueda de su veredicto: ¿cómo se hace para escribir sobre cualquier cosa y, además, escribirla tan bien? Con apenas 23 años, Umbral, que ya se sabía genial y poseedor de un talento, tuvo una respuesta a esta pregunta: «Para poder escribir de todo, hay que estar dispuesto a creer en todo. Los malos escritores son siempre los más incrédulos».

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur).

lunes, 14 de agosto de 2017

Los condenados

Tres personas se reunieron en una mesa para cometer un acierto dentro de la última Feria del Libro: recordar a un escritor. O brindarle un «reconocimiento» (como rezaba el título del evento), lo que viene a ser casi lo mismo porque el aludido no está, no se da por enterado, no se sonroja.

Quizá sea yo la persona menos indicada para hablar de Moisés Sánchez Franco, puesto que no lo conocí (aunque tal vez sea la más predispuesta porque acabo de leer su único libro de relatos). Sea como fuere, siempre es saludable comentar el trabajo ajeno y dar cuenta de aquellas reflexiones que nos suscita la intervención del escritor sobre su propia obra (porque el escritor la sigue modificando incluso cuando ya no está).

Moisés dejó de estar a comienzos de abril. La muerte —perdonen la obviedad— detuvo para siempre su escritura, pero a cambio le obsequió un puñado de lectores. No sabría decir si existe justicia en este trueque. Solo sé que ante la desaparición de un escritor caben dos opciones: el olvido o la grandeza. Ambas pausadas y perezosas y, sin embargo, puntuales. 

La muerte del escritor es mucho más lenta que la del organismo que habitó y puede tardar toda la vida. No obstante, el escritor muerto muere un poco cuando sus libros dejan de imprimirse, y muere de verdad cuando deja de tener lectores.

Debido a que son cuentos, Los condenados es un libro que difícilmente pueda seguirle el ritmo a la andadura del tiempo. En algún momento se desintegrará y cada historia de ese conjunto correrá una suerte distinta. Y aquí no me cabe la menor duda al afirmar que «El diario negro de Perry Loss King» sobrevivirá al resto.

Aun así, no debería sorprender la madurez literaria que se exhibe en cada uno de estos nueve relatos; Moisés los publicó luego de los cuarenta años, que es cuando uno ya debería tener una voz (robada o propia, como dijo el poeta). A esto se suma la atmósfera lírica y a la vez tenebrosa muy bien conjugada y que en «El sirviente de los demonios» adquiere una forma compacta, y las imágenes feroces y de apariencia sutil y que tienen mayor luz en «Los cuervos»: «Una gota de lluvia entró por la cuenca vacía de sus ojos» (p. 37). Asimismo, resulta inevitable (e inquietante) leer estos cuentos y encontrar frases que uno bien podría asociar con la suerte que eligió su autor: «No crean que el saber que voy a tener una muerte penosa y cruel me entristece. Justamente, es esa idea de muerte la que más me emociona» (p. 94).

Hace un año que Moisés publicó Los condenados e Historia del mal (este último es una investigación sobre la obra de Clemente Palma). El hecho de publicar dos libros a la vez arroja una pista sobre lo que quieres hacer luego con tu vida, y a veces no es un buen indicio. Es como salvar algunas pertenencias antes del naufragio, tal vez para que sea otro quien las aproveche. Aquí se da por entendido que, una vez ingresa tu libro a imprenta, lo que haces de inmediato es ponerte a vivir. El libro te ha quitado un poco de tu existencia (o mucho, según lo que hayas sacrificado), y tú solo vives las sobras. Pero tan pronto uno se deshace de los libros que ha querido escribir y observa que la vida que le ha quedado es desdichada, entonces se abandona y abraza la condena que había previsto.

En todos los personajes de este conjunto de relatos se observa aquella condición a la que hace alusión el título. A veces es impuesta por una fuerza exterior, pero en otras ocasiones se trata de una elección personal. Moisés decidió convertirse en un personaje más de su propio libro, y es así como observo su intervención (inintencionada) sobre su propia obra.

Cuando recibí la mala noticia, lo primero que hice fue tomar el libro de mis anaqueles y contemplarlo. Como dije antes, la obra te ha robado un poco de vida, y allí tenía entre mis manos un poco de Moisés, la parte de él que eligió perdurar. Su muerte, por repentina, tuvo más prensa que sus dos libros. Y, bajo el mismo efecto, generó la súbita curiosidad de algunos cuantos. Aún recuerdo los mensajes que llegaron a la editorial. Gente que, de pronto, manifestó un sorprendente interés por sus textos.

Si somos honestos, el verdadero reconocimiento no radica en el hecho de que tres académicos se junten para analizar una obra, sino en el simple acto de abrir el libro de una buena vez y leerlo. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que más ansía un escritor? Por eso aún resuena en mi mente la frase con la que cierra el último cuento de Los condenados y que puede interpretarse como una afilada exhortación: «En tus manos, buen lector, siempre está la posibilidad de poner algo de sensatez y justicia en este mundo».

SÁNCHEZ FRANCO, Moisés. Los condenados. Lima: Agalma, 2016. 

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur). 

lunes, 31 de julio de 2017

Dunkirk

Solo hay dos motivos que podrían llevarte a decir que Dunkirk es una obra maestra: o bien has visto poco cine (muy poco, joder; debería darte vergüenza), o bien eres el mismísimo Christopher Nolan que adora lamer la imagen de su rostro en el espejo mientras se repite que es el mejor cineasta que el mundo ha parido. Y bueno, no hay que darle muchas vueltas al asunto para saber qué papel te corresponde ante tan pocas opciones.

Dunkirk. Película bélica, histórica, caótica, agónica, anémica. Nolan es el puto amo del séptimo arte según Nolan, y en este largometraje ha demostrado que no está a la altura de su ambición (suponiendo que tenga alguna). La crítica —esa cosa informe que se aglutina en Rotten Tomatoes— ha decidido por unanimidad que aquí Nolan ha llegado a su punto máximo como director. Cosa discutible, por supuesto, tomando en cuenta que estos elogios empezaron a darse en pleno rodaje del filme. 

Dunkirk narra la famosa Operación Dinamo. La gran evacuación. Un eufemismo que se traduce en la huida de miles de soldados del bando de los Aliados. Ya saben, Hitler perdonando la vida de franceses y británicos que aprovecharon la inacción de las tropas alemanas para escapar de la carnicería que les esperaba. En fin. Cosas del Führer.

Obra maestra no es, como ya dije. Quizá llega a película regular, de ese tipo de cintas que podrían pasar desapercibidas un domingo por la tarde en televisión nacional. Justo lo que podría gustarle a un padre de familia como para distraerse de la azarosa semana de trabajo: soldados, balas, explosiones, muertos y demás decoraciones de la guerra. Un blockbuster, en suma.

Sucede que a Nolan le gusta dejar su forzada impronta y aquí desarticula una historia lineal y altera el orden cronológico sin ningún propósito, sin favorecer en nada al relato. ¿Por qué lo hace? Pues porque es Nolan y hace lo que se le canta el culo. El resultado es una historia por momentos confusa para el espectador ante un rompecabezas donde cuesta mucho encajar las piezas. Pero ante esa súbita desorientación, uno fija la atención en los detalles más efectistas y cede ante la pirotecnia: esas hermosas embarcaciones derribadas por los nazis y las acrobacias aéreas de los cazas. 

Nolan desaprovecha todo lo que en la cinta queda como mera intención. Un ejemplo: Tom Hardy permanece el 99,9% de la película con el rostro cubierto (a lo Mad Max) y dentro de uno de estos aviones de combate que intentan frenar el ataque aéreo alemán. Vaya manera de limitar a un grandísimo actor quien tiene que depender exclusivamente del movimiento de sus cejas para expresarse.  

Mientras el espectador comprende (ordena) ese caos cronológico muy mal articulado por el director, la cinta ya ha contado buena parte de su trama. Los soldados británicos han huido y todos marchan felices a sus hogares en medio de un ambiente de exagerada algarabía que aún resulta tolerable para el espectador. Sin embargo, la escena anterior al escape, la de aquellos barcos llegando a lo lejos para salvar a sus compatriotas, es de una sensiblería estúpida, risible y propia de una comedia romántica. 

Por las altas expectativas sobre esta cinta, la decepción llega a ser tan enorme como el ego de Nolan y su capricho de filmar en un formato IMAX 70mm. Y dicho esto, no te pierdes de nada si la miras en cualquier sala, porque es tan pobre lo que ofrece el filme —en comparación con las grandes joyas del cine bélico como Under Sandet— que lo más seguro es que termine siendo nominado al Óscar.

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur.) 

lunes, 10 de julio de 2017

Rendición

Empecemos con un chiste: un hombre llega a casa y descubre a su mujer en la cama con un caballo, sin embargo el equino habla y resulta que ha hecho estudios en una universidad prestigiosa y es abogado. Esta ocurrencia (de la cual no conocemos el final porque el narrador no lo recuerda) revela muy bien la esencia absurda y perversa de Rendición (Alfaguara, 2017), la última novela de Ray Loriga.

Desde el inicio sabemos por el narrador que hay una guerra que dura ya más de diez años. Esta ha llegado también a causar daños en la comarca donde vive con su mujer y un pequeño niño que apareció de repente y que han decidido bautizar con el nombre de Julio. No obstante, no será hasta su llegada a la «ciudad transparente» cuando la distopía planteada por el autor cobre su siniestra forma.

Es irónico que justamente los rasgos más turbios del libro se desarrollen en una ciudad en donde todo está hecho de cristal, de tal manera que uno puede habitar en un edificio y ver qué hacen todos los vecinos en cualquier momento. Una ciudad en donde no existen noches y en la que, por lo tanto, es imposible esconderse. La semejanza con nuestra sociedad se presenta bastante obvia, sobre todo si nos ponemos a pensar en lo visibles que nos encontramos frente a los demás gracias al desarrollo tecnológico y el alcance de la Internet (y es también irónico que este paralelo sea planteado por un autor que parece más bien alejado de las redes sociales). 

En apenas doscientas páginas, Loriga nos muestra una infinidad de temas que van desde el uso del poder hasta la pérdida de la identidad. Y todo esto usando un narrador en primera persona que, pese a ser un personaje proveniente del campo, va soltando oraciones notables en el transcurso de su relato: «La gente que sabe contar historias siempre tiene compañía» (p. 33).

No obstante, es en la construcción de esta voz en donde se perciben algunos defectos a tomar en cuenta. Por momentos, no queda clara su ubicación respecto al tiempo de lo narrado. Además, dado que el personaje mismo confiesa su poca cultura, resulta inverosímil que aparezcan en su discurso algunas frases con resonancias poéticas: «… el jardín se desespera y se va muriendo, agotado» (p. 13). 

Pese a esto, no es un desacierto el haber usado un personaje de extracción social humilde, ya que este solo se dedica a describir lo que ve y lo que siente y explicarse las cosas a su modo. Un narrador erudito quizá nos hubiera impuesto alguna reflexión elaborada sobre los temas centrales de la novela, arruinando así nuestra propia interpretación de los símbolos que habitan en ella.

En ocasiones, un premio puede convertirse en un peso enorme que la novela irremediablemente deberá llevar a cuestas. Y tendrá que soportar, ante todo, una lectura más o menos condicionada y predispuesta a realizar forzosas comparaciones. Porque a los libros premiados uno los quiere abordar con ese espíritu de lector justiciero que tenemos todos. Y finalizado el texto, evaluamos qué tan merecido fue el premio, y si de este examen resulta que entre el premio y la calidad de la novela existe una llamativa distancia, uno termina por indignarse en algún grado (y mientras más cuantiosa es la recompensa en metálico, mayor es la indignación).

El Premio Alfaguara de este año no se vio libre de las suspicacias que siempre acompañan a los certámenes de gran repercusión. Más aún si ponemos las luces en el nombre del ganador: un autor del sello, de nacionalidad española y que —por esas cosas que tiene el marketing de la nostalgia— aseguraba unas grandes ventas. Y más aún por tratarse de la vigésima edición del mentado galardón.

Sin embargo, esto no debería empañar los aspectos más admirables de Rendición (que no son pocos). E incluso si en el transcurso de la lectura uno fija más la atención en las inconsistencias que pueda tener (y que las hay), vale la pena llegar hasta el último tramo, a ese final tan devastador y, al mismo tiempo, tan apropiado. La esencia de la novela entera aparece nítida en esas últimas páginas. Allí quizá entendemos también cómo termina el chiste que el narrador solo recuerda a medias, la broma perversa y absurda en la que se ha convertido su existencia. Y en lugar de reír, nos invade un total desaliento. 

LORIGA, Ray. Rendición. Lima: Alfaguara, 2017.

lunes, 19 de junio de 2017

Rosa Chumbe

Por los premios que la acompañan y la eterna espera hasta su estreno, Rosa Chumbe ha sido quizá la cinta peruana que más expectativas ha generado en las últimas semanas. Ahora, una vez colocada a disposición del gran público, cabe reconocer que se trata de una película arriesgada y que posee también muchos de los atributos que busca el espectador más exigente.

Rosa Chumbe es el nombre de una policía que vive una relación conflictiva con su hija, una joven madre soltera que lleva ya un niño a cuestas y que acaba de quedar embarazada otra vez. Luego de desempeñar sus labores en la comisaría, Chumbe pasa sus noches acompañada siempre de una botella de ron y del llanto del bebé que a veces se encarga de cuidar. La paradoja es evidente pues esta policía, cuya labor es brindar seguridad y mantener el orden, es una mujer que ha perdido el dominio de su propia vida, aunque sabemos desde el principio que se aferra a la aparición de una mínima esperanza, un pequeño milagro. La escena inicial lo plantea muy bien cuando vemos a la protagonista en un tragamonedas, intentando que la suerte la ilumine un poco. 

Uno de los logros de la película es el retrato de esa inhóspita Lima en la que se circunscribe. El entorno de Chumbe se muestra en su natural y sencilla crudeza, desde las calles o lugares que forman parte de su recorrido hasta el interior de su hogar. Todo parece tan precario y amenazador al mismo tiempo. Incluso los personajes que la acompañan son extensión y producto de esa Lima del caos y la miseria.

La ópera prima de Jonatan Relayze se mueve con una lentitud necesaria y placentera. En ella los diálogos escasean porque las imágenes están cargadas de todo lo que se nos pretende transmitir: una permanente sensación de fracaso y desamparo. Es notable cómo el director, en medio de esta áspera representación, sabe mostrar la belleza en elementos aparentemente banales (el sinuoso movimiento de la sangre dentro de un retrete, por ejemplo). 

En el filme ningún elemento está insertado de forma gratuita, y en alusión a esto destaca mucho un programa cómico que irrumpe en la cotidianidad de Chumbe y que pareciera ser lo único que la arranca de los problemas, una especie de anestesia contra ese exceso de realidad en la que está inmersa. Allí uno percibe que, pese a vivir en constante adversidad, ella es capaz de acariciar un poco de redención. Rosa Chumbe nos habla así de la suerte, la fe, las segundas oportunidades, aquellos sucesos inexplicables que iluminan las vidas opacas de sus personajes.

Sin embargo, incluso luciendo numerosos galardones obtenidos aquí y en el extranjero, diversas dificultades ha tenido que sortear esta cinta para llegar a estrenarse comercialmente. Resulta irónico que una película que habla sobre la búsqueda de la suerte atraviese un tortuoso camino y vea la luz tras diez años desde la concepción de la idea original. Por esta razón no es exagerado decir que es casi un milagro que Rosa Chumbe se encuentre en nuestra cartelera.

lunes, 5 de junio de 2017

Peregrinación a Santa Beatriz

No hay nada tan maravilloso como encontrar un par de zapatos que te calcen a la perfección. De pronto te ves un poco más alto o guapo, y hasta disfrutas del olvidado acto de caminar. En literatura, encontrar tu género es lo mismo. No precisamente has nacido para ser un autor total y, a partir de allí, parir novelas y poemas y piezas teatrales todas geniales y con igual número de posibilidades de perdurar en el tiempo. O quizá sí, pero aún no lo sabes. A Paulo César Peña, no obstante, le basta con saber que ha encontrado en el ensayo ese par de perfectos zapatos.

Peregrinación a Santa Beatriz expone, en principio, la historia de esta urbanización ligada a los artistas e intelectuales que la recorrieron o vivieron en ella (Varela, Szyszlo, Eielson, entre otros). Se trata de un recorrido en el que el lector participa de manera activa, puesto que, al reconocer sus calles, no puede sino traerlas a la memoria y asombrarse ante un hecho que Peña saca a relucir: que muchos de nuestros ilustres creadores moraban allí y paseaban sus talentos.

El recorrido que nos propone el autor del ensayo, por lo tanto, es un viaje hacia el pasado. Y aquí la sombra de Sebald se proyecta indeleble. Esa conciencia que va de un lado a otro buscando reconocerse en algún vestigio, intentando conectar determinados puntos para darle sentido a los recuerdos. Hay un placer en la observación y también en el hallazgo de las tramas o lazos que han permanecido ocultos. Esta conciencia puede escuchar el inaudible ruido del tiempo. Un tiempo que, mientras arrastra los pesados pies, va destruyendo todo lo tangible. O desfigurándolo. Y es allí cuando el ensayo se potencia. Las reflexiones del autor, a este respecto, son intensas y luminosas, enmarcadas en una prosa que jamás se desborda, y en donde podemos advertir el lenguaje bien urdido, el adjetivo exacto.

Pero Peregrinación a Santa Beatriz es también un libro de denuncia. Se concibe aquí a esta urbanización como un lugar sagrado. Peña propone entonces una urgente puesta en valor de los lugares que alguna vez cobijaron a nuestros creadores más eminentes. Esto ante la pérdida constante de espacios públicos que solo tiene como objetivo el aprovechamiento económico de los gobiernos locales.

Quizá lo que más resalta en esta nueva entrega de Peña es la inserción de situaciones personales dentro de la libertad que le brinda el género. Estas no son accidentales, por supuesto. Fuera de la cansina moda denominada «autoficción», el autor devela información de su ámbito familiar que nutre y favorece al texto. Porque en esa búsqueda sobre el pasado de Lima y el rastro de sus artistas, las circunstancias lo han hecho tropezar con el pasado propio. Y de este modo, al tono solemne del libro, se impone de manera eficaz uno de corte más confesional.

No son pocos los méritos de este pequeño libro. Sin embargo, si hemos seguido atentos la evolución de este autor en sus textos anteriores, podemos notar una creciente urgencia por retorcer las formas del ensayo y que aquí se tornan más evidentes. Solo es cuestión de atrevimiento, en última instancia. Y esperamos que Peña, en algún momento, pueda tener el arrojo de emprender tal hazaña. Los zapatos, pulcros e inmejorables, ya los tiene puestos.

Peña, Paulo César. Peregrinación a Santa Beatriz. Lima: Río Hablador, 2016.

lunes, 29 de mayo de 2017

Javier, Mario y Arturo


Pérez-Reverte. Yo me levanto y estoy hasta las dos, dos y media. Por la tarde reviso y lo dejo listo para el día siguiente. Escribo seis horas cada día…

Marías. ¿Tú? ¡Qué va, qué va! ¡Pero si viajas casi todos los días de tu vida!

Pérez-Reverte. ¿Qué quieres decir, que las novelas me las hace un negro? [Se ríen a carcajadas]. Lo que pasa es que me disciplino mucho, no como tú. Es que Javier se acuesta tardísimo. Le llamas a las doce y no existe, no es persona. ¡Es un vegetal!

Marías. Pero bueno, ¿qué mérito hay en madrugar? Yo duermo lo mismo -de cuatro a once o un poco más- y trabajo por las tardes.

Vargas Llosa. ¡Te acuestas a las cuatro! Yo no, yo siempre me levanté muy temprano, desde chico. Duermo cinco horas y media lo más y me voy al gimnasio. Una hora. Todos los días.

Pérez-Reverte. Así está como está el tío [se ríen]. Por cierto, Mario, de Javier ya lo sé, pero tú, cuando estás con una novela, ¿te vitaminas con libros, con autores que te crean estado de ánimo?

Marías. ¿Te refieres a lo que dijo Faulkner en aquella entrevista a la Paris Review, que lo primero que hacía era leer unas páginas de la Biblia para ponerse a tono?

Pérez-Reverte. Sí. A mí me pasa con Conrad. Cuando estoy que necesito, no inspiración: vitaminas, energía, ganas de trabajar, por la tarde leo una o dos horas de Conrad y me dan ganas de seguir siendo escritor.

Fuente: XL Semanal

martes, 2 de mayo de 2017

La última tarde

En pleno trámite de divorcio, una pareja sostiene una larga conversación. Es lo único que hace en la hora y veinte minutos que dura la película. Pasear por las calles de Lima, subirse a un taxi, tomarse un café. Casi no hay acciones. Todo es un caminar por aquí y hablar de esto y aquello y por qué me dejaste. No. Por qué huiste. 

Laura y Ramón, base cuarenta. Ambos antiguos militantes de la izquierda más radical.

Novelistas, dramaturgos y cineastas han explorado el tema del conflicto armado innumerables veces, quizá hasta lograr que se deforme la memoria sobre nuestra guerra interna por efecto de saturación. La última tarde —y eso es lo que fascina de esta cinta— es en cambio una aproximación tácita sobre este asunto.

Laura y Ramón deben esperar el regreso del juez que ha de sellar su separación. Desde este punto en adelante, el filme se va estructurando en base a lo que ambos van contándose de sus respectivas vidas. Han pasado diecinueve años desde la última vez que se vieron y, claro, hay mucho por hablar.

En su juventud, ellos fueron pareja y participaron de la lucha armada. Punto. A partir de aquí solo importan las cuestiones que cada uno plantea en torno a una relación ya extinta. Pero tocar el pasado tiene sus consecuencias, como aquella en donde el narrador de Vértigo, de Sebald, nos refiere la historia de una mujer que no se resiste a entrar a un colegio de su infancia y observa a la misma maestra que tenía hace treinta años. Luego, en soledad, no logra reprimir un profundo llanto y «toda la tarde no pudo serenarse de la impresión sufrida por la vuelta imprevista del pasado». 

¿Por qué tomaste tal o cuál decisión? Y, a estas alturas, ¿qué importa? El tiempo, burócrata y puntual sepulturero, hace su trabajo, pero a veces no consigue enterrar aquella memoria personal, esas dudas que uno va rumiando y que con los años adquieren la condición de verdaderas y únicas preguntas existenciales, esos interrogantes para los que nunca es tarde buscar respuestas. («No te estoy preguntando por qué dejaste la militancia, Laura. Te estoy preguntando por qué me dejaste a mí».)

Los planos cerrados obligan a que los protagonistas, Lucho Cáceres y Katerina D’Onofrio, muestren su enorme capacidad actoral. De esta forma, el espectador valora el gesto puro: la mirada, el movimiento de cejas, la línea de los labios, el silencio mismo. Si hay acción, digamos que toda esta ocurre en los rostros. Allí uno observa el impacto de las cosas que se van revelando, de la reconstrucción que cada uno hizo de sí. Y todo montado sobre un diálogo fino y de espontaneidad casi perfecta, que va soltando por allí alguna pista delicada que luego tomará fuerza.

Tiene mucho mérito una película que se sostiene exclusivamente en los diálogos. Tal vez no sea fácil de apreciar en primera instancia, pero lo de Joel Calero es una proeza dentro de un escenario local con enorme seducción por el blockbuster (efecto Tondero) y representa, qué duda cabe, un gran aporte al cine nacional. 

lunes, 24 de abril de 2017

Sobre la naturaleza mercantilista de la novela


Medio siglo ya desde la aparición de tres de las novelas más importantes del boom latinoamericano. Se puede afirmar que este fenómeno editorial solo fue posible, como lo afirma este artículo, por la confluencia de dos talentos: el literario y el mercantil. Aquí, un extracto:

Quienes hallaban en el boom sólo comercio poco sabían del origen bastardo, hoy bien estudiado, de la novela, mercantilismo que no la abandonará nunca y está en su esencia: los Dickens, los Balzac y los Dumas montaron, con buenas y malas mañas, con negros y sin ellos, verdaderas empresas de edición que le dieron a la burguesía (y sobre todo a las mujeres lectoras) ese género que le faltaba al mundo: la novela. No en balde el portero de sir Walter ­Scott rechazaba visitas inoportunas a la sazón de “estamos muy ocupados con Ivanhoe”. Con ese mismo orgullo plural y vicario, seguramente respondía Carmen Balcells a quienes la acusaban de “inventar” lo que sólo puede lograr la combinación del genio literario y el tino comercial. Si el primero se ausenta, de nada sirven los millones de ejemplares vendidos.

Fuente: El país.

lunes, 17 de abril de 2017

Regresa el Premio Nacional de Literatura

Salvador del Solar, ministro de Cultura.

Esta es una muy grata noticia para el país. Perú vuelve a contar con un premio de Literatura de alcance nacional (antes de su desaparición, el último lo recibió Julio Ramón Ribeyro en 1983). Un extracto de la nota, aquí:

El Ministerio de Cultura oficializó la creación del Premio Nacional de Literatura. En una resolución firmada por su titular, Salvador del Solar Labarthe, se detalló que serán seis las categorías bajo las que se podrá competir.
Poesía, cuento, novela, literatura infantil y juvenil, literatura en lenguas originarias y no ficción son las áreas que tendrá certamen.
Según se informó en la resolución publicada este lunes en "El Peruano", el concurso busca reconocer las obras literarias publicadas en los dos años previos a la convocatoria.

Fuente: El Comercio

domingo, 26 de febrero de 2017

Óscar 2017: todo tan predecible



Cuánta pereza. Dentro de unas horas se celebrará la 89ª edición de los premios Óscar y ya se sabe que La La Land lo ganará todo. He hecho este juego en tres ocasiones consecutivas (revisar aquí, aquí y también aquí) y ahora no puedo especular tanto porque todo es tan predecible. Para volver a hacerlo divertido, voy a imaginar entonces que mi candidata (La La Land) no aparece en ninguna de las categorías a las que está nominada. Forzosamente tendré que escoger otra opción, y lo más seguro es que no sea de mi agrado.


Mejor actor

-Casey Affleck (Manchester by the Sea)
-Andrew Garfield (Hacksaw Ridge)
-Ryan Gosling (La La Land)
-Viggo Mortensen (Captain Fantastic)
-Denzel Washington (Fences)

Fences es un pésimo intento por llevar al cine una pieza teatral de August Wilson, pero allí está el veterano e impecable Denzel Washington para imponerse en medio de una película ruidosa y monótona. Una grata sorpresa sería que el buen Viggo Mortensen se lleve la estatuilla; en Captain Fantastic carga con toda la acción dramática y sale muy bien librado. Sin embargo, todo indica que, si no lo gana Ryan Gosling, será el Affleck verde quien resulte elegido. Recemos porque no sea así.

Mejor actor de reparto

-Mahershala Ali (Moonlight)
-Jeff Bridges (Hell or High Water)
-Lucas Hedges (Manchester by the Sea)
-Dev Patel (Lion)
-Michael Shannon (Nocturnal Animals)

Aquí casi todas las actuaciones están a un mismo nivel, pero quizá podría destacar un poco Mahershala Ali.

Mejor actriz

-Isabelle Huppert (Elle)
-Ruth Negga (Loving)
-Natalie Portman (Jackie)
-Emma Stone (La La Land)
-Meryl Streep (Florence Foster Jenkins)

Tengo la siguiente teoría: Ryan Gosling y Emma Stone hacen una combinación perfecta. En base a esto, o ambos reciben el Óscar a mejor actor y mejor atriz, respectivamente, o no lo recibe ninguno. Pese a que haya detestado Jackie, lo de Natalie Portman resulta admirable y creo que la Academia podría premiarla. No obstante, en la película más sosa e insípida de estas cinco, es Ruth Negga quien sobresale por logar un retrato auténtico de Mildred Loving.   

Mejor actriz de reparto

-Viola Davis (Fences)
-Naomie Harris (Moonlight)
-Nicole Kidman (Lion)
-Octavia Spencer (Hidden Figures)
-Michelle Williams (Manchester by the Sea)

No hay mucho que opinar en esta categoría. Michelle Williams aparece tres minutos y tiene una nominación. Si no lo gana Octavia Spencer, el Óscar va para Viola Davis.

Mejor guion original
  
-Hell or High Water (Taylor Sheridan)
-La La Land (Damien Chazelle)
-The Lobster (Yorgos Lanthimos y Efthimis Filippou)
-Manchester by the Sea (Kenneth Lonergan)
-20th Century Women (Mike Mills)

Dejando de lado mi fanatismo (y aunque tal vez me equivoque), esta categoría no la va a ganar La La Land. También es imposible que la gane The Lobster. Se tratan de películas muy opuestas. Y si tomamos a estas dos como límites, el guion que ha logrado permanecer en equilibrio es el de 20th Century Women, una película que debió tener más nominaciones. 

Mejor película extranjera

-Under sandet
-Forushande
-Toni Erdmann
-En man som heter Ove
-Tanna

Esta es la primera vez que logro ver las cinco nominadas a esta categoría (lo usual es que una de ellas sea imposible de conseguir). Sin ir más lejos, la mejor es Under sandet. La distancia que las separa del resto es increíble. Y más increíble aún fue haber descubierto la sobrevaloración de la crítica hacia Toni Erdmann (habrá una versión estadounidense de esta película y tendrá como protagonista a Jack Nicholson).

Mejor fotografía

-Arrival (Bradford Young)
-La La Land (Linus Sandgren)
-Lion (Greig Fraser)
-Moonlight (James Laxton)
-Silence (Rodrigo Prieto)

Quienes tienen más opciones de quitárselo a Linus Sandgren son Greig Fraser y James Laxton. Me inclino por el trabajo de este último. Aquella escena sexual y tierna bajo la luz púrpura es quizá lo más bello de Moonlight.

Mejor montaje

-Hacksaw Ridge (John Gilbert)
-Hell or High Water (Jake Roberts)
-La La Land (Tom Cross)
-Arrival (Joe Walker)
-Moonlight (Nat Sanders y Joi McMillon)

Seguir el movimiento una bala en sucesivos planos ya es toda una proeza, y cuando las balas son miles, la proeza es aún mayor. Tal vez solo esto sirva para entender que Tom Cross no se lleve el Óscar esta noche y se lo arrebate John Gilbert. Pese a ser una mala película, el montaje de Hacksaw Ridge es toda una muestra de genialidad y nervio. 

Mejor director

-Denis Villeneuve (Arrival)
-Mel Gibson (Hacksaw Ridge)
-Damien Chazelle (La La Land)
-Kenneth Lonergan (Manchester by the sea)
-Barry Jenkins (Moonlight)


Después del #OscarSoWhite del año pasado, todo indica que la Academia premiará esta vez a un director afroamericano. 

Mejor película

-Arrival
-Fences
-Hacksaw Ridge
-Hell or High Water
-Hidden Figures
-La La Land
-Lion
-Manchester by the sea
-Moonlight

No he podido evitarlo. Hay que descartar a la chauvinista Hacksaw Ridge y a la políticamente correcta Hidden Figures. También tienen que quedar fuera Manchester by the sea y Lion por ser unos dramones insoportables. Arrival y Hell or High Water no tienen pierde, pero dudo que les alcance. Solo un Óscar para La La Land en esta categoría podría solucionar un poco el daño universal causado por DiCaprio.