lunes, 14 de agosto de 2017

Los condenados

Tres personas se reunieron en una mesa para cometer un acierto dentro de la última Feria del Libro: recordar a un escritor. O brindarle un «reconocimiento» (como rezaba el título del evento), lo que viene a ser casi lo mismo porque el aludido no está, no se da por enterado, no se sonroja.

Quizá sea yo la persona menos indicada para hablar de Moisés Sánchez Franco, puesto que no lo conocí (aunque tal vez sea la más predispuesta porque acabo de leer su único libro de relatos). Sea como fuere, siempre es saludable comentar el trabajo ajeno y dar cuenta de aquellas reflexiones que nos suscita la intervención del escritor sobre su propia obra (porque el escritor la sigue modificando incluso cuando ya no está).

Moisés dejó de estar a comienzos de abril. La muerte —perdonen la obviedad— detuvo para siempre su escritura, pero a cambio le obsequió un puñado de lectores. No sabría decir si existe justicia en este trueque. Solo sé que ante la desaparición de un escritor caben dos opciones: el olvido o la grandeza. Ambas pausadas y perezosas y, sin embargo, puntuales. 

La muerte del escritor es mucho más lenta que la del organismo que habitó y puede tardar toda la vida. No obstante, el escritor muerto muere un poco cuando sus libros dejan de imprimirse, y muere de verdad cuando deja de tener lectores.

Debido a que son cuentos, Los condenados es un libro que difícilmente pueda seguirle el ritmo a la andadura del tiempo. En algún momento se desintegrará y cada historia de ese conjunto correrá una suerte distinta. Y aquí no me cabe la menor duda al afirmar que «El diario negro de Perry Loss King» sobrevivirá al resto.

Aun así, no debería sorprender la madurez literaria que se exhibe en cada uno de estos nueve relatos; Moisés los publicó luego de los cuarenta años, que es cuando uno ya debería tener una voz (robada o propia, como dijo el poeta). A esto se suma la atmósfera lírica y a la vez tenebrosa muy bien conjugada y que en «El sirviente de los demonios» adquiere una forma compacta, y las imágenes feroces y de apariencia sutil y que tienen mayor luz en «Los cuervos»: «Una gota de lluvia entró por la cuenca vacía de sus ojos» (p. 37). Asimismo, resulta inevitable (e inquietante) leer estos cuentos y encontrar frases que uno bien podría asociar con la suerte que eligió su autor: «No crean que el saber que voy a tener una muerte penosa y cruel me entristece. Justamente, es esa idea de muerte la que más me emociona» (p. 94).

Hace un año que Moisés publicó Los condenados e Historia del mal (este último es una investigación sobre la obra de Clemente Palma). El hecho de publicar dos libros a la vez arroja una pista sobre lo que quieres hacer luego con tu vida, y a veces no es un buen indicio. Es como salvar algunas pertenencias antes del naufragio, tal vez para que sea otro quien las aproveche. Aquí se da por entendido que, una vez ingresa tu libro a imprenta, lo que haces de inmediato es ponerte a vivir. El libro te ha quitado un poco de tu existencia (o mucho, según lo que hayas sacrificado), y tú solo vives las sobras. Pero tan pronto uno se deshace de los libros que ha querido escribir y observa que la vida que le ha quedado es desdichada, entonces se abandona y abraza la condena que había previsto.

En todos los personajes de este conjunto de relatos se observa aquella condición a la que hace alusión el título. A veces es impuesta por una fuerza exterior, pero en otras ocasiones se trata de una elección personal. Moisés decidió convertirse en un personaje más de su propio libro, y es así como observo su intervención (inintencionada) sobre su propia obra.

Cuando recibí la mala noticia, lo primero que hice fue tomar el libro de mis anaqueles y contemplarlo. Como dije antes, la obra te ha robado un poco de vida, y allí tenía entre mis manos un poco de Moisés, la parte de él que eligió perdurar. Su muerte, por repentina, tuvo más prensa que sus dos libros. Y, bajo el mismo efecto, generó la súbita curiosidad de algunos cuantos. Aún recuerdo los mensajes que llegaron a la editorial. Gente que, de pronto, manifestó un sorprendente interés por sus textos.

Si somos honestos, el verdadero reconocimiento no radica en el hecho de que tres académicos se junten para analizar una obra, sino en el simple acto de abrir el libro de una buena vez y leerlo. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que más ansía un escritor? Por eso aún resuena en mi mente la frase con la que cierra el último cuento de Los condenados y que puede interpretarse como una afilada exhortación: «En tus manos, buen lector, siempre está la posibilidad de poner algo de sensatez y justicia en este mundo».

SÁNCHEZ FRANCO, Moisés. Los condenados. Lima: Agalma, 2016. 

(Texto publicado originalmente en el blog de Librería Sur). 

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