domingo, 26 de abril de 2015

Factotum

 
Eso era todo lo que un hombre necesitaba: esperanza.  Era la falta de esperanza lo que hundía a un hombre. Re­cordaba mis días en Nueva Orleans, viviendo de dos ba­rritas de caramelo de 5 centavos al día durante semanas con tal de no trabajar y tener tiempo para escribir. Pero el morirse de hambre, desgraciadamente, no ayuda a me­jorar el arte. Sólo era un impedimento. El alma de un hombre estaba radicada en su estómago. Un hombre podía escribir mucho mejor después de haberse zampado un buen solomillo de ternera y bebido medio litro de whisky de lo que jamás podría hacerlo después de haber comido una barrita de caramelo de a níquel. El mito del artista hambriento era una falacia.

***

En Améri­ca siempre había gente buscando trabajo. Siempre había un montón de cuerpos utilizables para reemplazar a otros. Y yo quería ser escritor. Casi todo el mundo era escritor. No todo el mundo pensaba en que podía ser dentista o mecánico de automóviles, pero todo el mundo sabía que podía ser escritor. De aquellos cincuenta tíos de la clase, probablemente quince o más pensaban que eran escrito­res. Casi todo el mundo usaba palabras y podía también escribirlas, en consecuencia casi todo el mundo podía ser escritor. Pero la mayoría de los hombres, por fortuna, no son escritores, ni siquiera conductores de taxi, y algunos —bastantes— desgraciadamente no son nada.

BUKOWSKI, Charles. Factotum. Barcelona: Anagrama, 2004.

lunes, 20 de abril de 2015

El Búho


¿Quién es el escribidor más leído en nuestro país? Vamos, les doy una pista: escribe en el diario más leído en todo el Perú y el más vendido a nivel mundial (si es que las cifras no han cambiado desde 2013). ¿Otra pista? Su columna (porque este escribidor tiene la suerte de tener una columna) es la más leída y comentada entre sus muchos lectores. ¿Otra más? Estoy que me aburro, sinceramente. A ver, no tiene libro publicado (¿un escribidor sin libro? Los hay, señora mía, y son los que más abundan). Una extra: cuando habla de literatura (y de literatura nada sabe), ahí saltan los lectores cultitos y otros plumíferos y lo citan y lo celebran.

Me estoy hartando de las pistas. Soltemos los datos importantes: este escribidor con muchos lectores (que no es lo mismo que decir «escribidor muy leído») golpeaba a su mujer, a su hijo y es un alcohólico, según lo que se puede desprender de un reportaje emitido el 5 de abril.

Claro, me estoy refiriendo a Víctor Patiño, quien escribe sus columnas bajo el seudónimo de El Búho.

Su columna se llama PicoTV y es la delicia de amas de casa, taxistas, vendedores ambulantes, estibadores. Ya saben, el público objetivo de El Trome, el diario más exitoso de nuestro país.

¿Cuántos días han pasado desde que se emitió el reportaje? Quince. ¿Qué hacíamos los peruanos ese 5 de abril en que se emitió? Estábamos recordando con mucho pesar el autogolpe de Fujimori en 1992. Digo, debe ser eso, porque si han pasado quince días y la gente escribidora no ha abierto el pico para decir algo al respecto, algo mínimo, una pequeña muestra de indignación, un estado de Facebook condenando el maltrato a la mujer por parte de una de las plumas con más llegada al público masivo, si no han dicho ni un carajo, digo, es porque quizá siguen reflexionando sobre... ¿sobre qué? Sobre algo, supongo. Algo más importante que decir que El Búho ha sido denunciado por maltratar a su mujer.

Días después del reportaje, esperé a que estallara la bomba. Imaginaba una indignación brutal en redes sociales, las disculpas o la renuncia de Patiño o el veto de la columna en mención (columna muy bien colocada, qué duda cabe: contraportada del diario, al costado de una chica de tetas y culo enormes), pero pasó lo que suele pasar cuando sucede algo escandaloso en un diario que pertenece a un grupo de poder que controla a casi todos los medios de comunicación en el Perú. O sea, no pasó ni mierda. Escupo el televisor.

domingo, 12 de abril de 2015

Michon obra de maneras misteriosas


Hablábamos de dios en un post anterior. Entonces veamos cómo Dios —con mayúscula— me castiga:

Jueves pasado. Muchas cosas que hacer. Trabajar, ir a la dentista, clases de francés desde la tarde hasta la noche. Al mediodía he acabado con los exámenes de los chicos y puedo darme un descanso. En realidad, el descanso me lo doy en el bus mientras voy a la dentista. En recepción me dicen que N no ha venido (N se llama mi dentista) y que si puedo esperar hasta la siguiente semana. Yo le digo a la recepcionista que la muela me duele (me están haciendo una endodoncia) y que no puedo esperar más. Entonces me llevan con otra. Una chica llamada M (practicante).

Salgo rápido y muy adolorido pese a la anestesia. Me han puesto tanta que no siento la mitad del rostro. Como apenas he estado media hora en el consultorio, tengo una hora libre hasta antes de dictar otra clase. Me voy directo a Amazonas.

Hace unos días, G me había soltado el dato de un libro de Max Frisch. Me cuesta encontrar el susodicho stand porque no es uno de los más conocidos del lugar. La única pista era: venden algunos Anagramas afuera. Cuando al fin lo encuentro, me pongo a revisar las pilas de libros sin tocarlos porque al dueño del stand le irrita que desordenen lo que vende. 

No está el libro de Frisch, pero tengo dinero y necesito gastarlo en libros.

Donde Abelardo encuentro cosas simpáticas. Las compro.

Vuelvo al stand del principio y resulta que el libro de Frisch está allí, en la cima de una pila de libros. Y es raro porque al dueño del stand jamás le pregunté por esa novela. Pero ya no tengo dinero. Miro mi reloj y calculo lo que me tomaría ir a retirar dinero de un cajero cercano, pagar y volver al trabajo. No. No me da el tiempo. Tendré que dejarlo para el sábado, pienso.

Tengo la tentación de esconder el libro de Frisch para que nadie más lo compre. Pregunto por otro libro (Papillon), lo cojo y luego lo coloco sobre el de Frisch. Listo. Es todo lo que puedo hacer. Luego le digo mentalmente: espérame hasta el sábado, ¿ok? Y cuando ya me iba, mi vista descansa casualmente sobre otra pila de puros Salamandras. Mierda. Doy un rápido vistazo. Hay dos joyitas a buen precio. Mierda, mierda, pienso. No puedes hacerme esto ahora, ¿verdad, Michon? (o sea, Dios). A esos dos Salamandras les digo: ustedes también espérenme hasta el sábado. Juro que volveré.

Y vuelvo. Es sábado, hace un calor horrible, vengo de dictar, estoy irritado por haber hecho una cola de media hora para retirar cuatro billetes de a 20. Llego al stand y los libros no se encuentran en ninguna parte. Le suelto los títulos al dueño. Me dice que recuerda «más o menos» haberlos vendido. ¿Más o menos?, ¿cómo se recuerda más o menos?, pienso. Luego me largo y entiendo que Michon obra de maneras misteriosas.