Lo de Raúl Tola puede explicarse en una sola palabra: obstinación. (En realidad, cualquier barbaridad podría escudarse en ese solo término). No le basta ser (o haber sido; no lo sé y no importa) un buen presentador de noticias, sino que además pretende, desde 1999, destacar como escritor. Pasa entonces a engrosar las filas de aquellos destinados a poseer un solo talento y hacer mal todo lo que escape de él. Digamos: gran cantante y pésimo actor, ilustre hijo y mal padre, eximio editor y deplorable poeta. Si eres bueno en algo y las cosas no te han ido bien saliendo de ese terreno, mejor quédate allí donde estás a buen resguardo. No puedes ser ambas cosas a la vez porque tu obstinación no da para tanto. No posees el talento de tener varios talentos. Y es por esto que, luego de leer La noche sin ventanas y hablando del talento, nos damos cuenta de que Tola solo tiene uno. Es solo un simpático presentador de noticias.
Vamos mejor al asunto.
Novela histórica. Dos vidas son contadas en paralelo. La de Madeleine Truel y la de Francisco García Calderón (ambas con respectivas entradas en Wikipedia). El contexto que une a estas existencias es el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Hasta aquí, todo vende: peruanos en el exilio, nazismo, guerra. Faltó sexo, es cierto, y no se lo vamos a reprochar. Tola ha sabido introducir una novela elaborada bajo una fórmula temática muy comercial (y ahora que lo pienso, solo basta ser Raúl Tola para vender novelas. En fin).
Los problemas de este autor comienzan, justamente, cuando empieza a novelar. Es decir, con la simple escritura (o séase, cuando intenta existir como escritor). En resumidas cuentas, que Tola nos exhibe toda su ausencia de talento.
Pero antes de pasar a la disección, miremos la estructura. Uno puede notar la manera en que Tola ha dispuesto la novela: 6 partes (cada apartado dividido entre 8 y 17 capítulos). Resulta muy evidente el molde de este libro. En algún momento, luego de haber concebido el derrotero de la historia (imagino), el autor se habrá dicho: «ahora solo tengo que rellenarlo». Y vaya que lo ha rellenado. No importa con qué; eso es lo de menos (para él, se entiende). Tola solo quería superar las 400 páginas. Llegó a las 426. Más que hacer literatura, lo suyo radica en darle innecesaria obesidad a la novela (qué sé yo; para que el libro de marras no se caiga en el escaparate de Crisol, tal vez).
Y ahora dejémonos de preámbulos y entremos al relleno, porque aquí no hay desperdicio.
La noche sin ventanas es un largo reportaje. Se nota el trabajo de investigación porque Tola tiene un afán de señorito aplicado y jactancioso y que introduce hasta el más mínimo detalle de toda su vasta documentación. No es suficiente con haber pasado largas horas en la biblioteca. Hay que demostrarle al lector (considerado desde ya como un imbécil al que hay que instruir) que está ante un escritor erudito y que se ha gastado algunos años de su vida rodeado de libros y ensayos o lo que fuere para construir su novela. En consecuencia, el narrador lo explica todo. Cómo transcurrió la Segunda Guerra, cuáles fueron sus causas, la manera en que terminó. Si mira al Perú, este narrador también describe el pensamiento de la época, marcada por la generación arielista, los sucesos de la guerra contra Chile, las consecuencias de este conflicto. TODO. En lo que resta (sospecho que serán a lo mucho unas cincuenta páginas) es donde ocurre la acción. Es en este reducido espacio en el que los personajes se mueven y van resolviendo sus dilemas.
La buena fe que tuve al comenzar a leer esta novela se fue disolviendo a medida que encontraba (entre otras cosas) una narración salpicada de diminutivos. Y se terminó de disolver cuando los encontré muy juntitos en un mismo párrafo: «Estudiaba con las monjitas del colegio San José de Cluny, que la consentían mucho. Todas las tardes salía de clases con su hermana Lucha, su querida Luchita, y pasaban por la tiendecita familiar...» (p. 53). Cosas de estilo, pensé. Puede perdonarse. Pero luego me fijé en la soltura con la que este omnisciente narrador va repartiendo lugares comunes: «El otro era bajito y feísimo como un sapo...» (p. 107), «Un silencio incómodo se instala en...» (p. 151), «... pensaba que Francia debía vender cara la derrota...» (p. 244). Y, en esta misma página, unas líneas abajo: «... y le entregaba el país en bandeja de plata». Y aquí me harté de enumerar. Lo saludable habría sido dejarla a medias, pero solo mi masoquismo explica que no haya abandonado su lectura cuando encontré, también en la voz del narrador, palabras que desentonaban por completo con aquella prosa tan fría y sin personalidad (sin estilo): «... el Joven Secretario Gálvez es más bien atlético, hasta pintón...» (p. 72) o «... se cachueleaban en la Plaza del Baratillo...» (p. 158).
(Y ahora que hemos mencionado al estilo, hay que decir que Tola tampoco lo tiene. De hecho, no se esfuerza en lograr imágenes, y persiste, más bien, en un lenguaje llano y subyugado a la historia. Lenguaje funcional, le llaman. Aun así, no puedo señalar que un atributo de esta novela sea su lenguaje claro, porque si me voy a tragar poco más de 400 páginas lo mínimo que pediría es que estas sean digeribles).
Y, por Dios (ateo yo, nombro al supremo), ¡los diálogos! Todos tan triviales, gélidos, afectados, fingidos. Cuando llegué a esto tuve que decidir si debía reír o lamentarme:
«—Muchas gracias por la compañía
—De nada, ha sido un gusto. La he pasado muy bien.
—Yo también. Me he divertido mucho» (p. 116).
(Me reí).
Esta novela, como ya dije, se ha visto obligada a sufrir de obesidad. Tola no desaprovecha el subgénero y hace aparecer —sin que les saque el menor partido— a personajes como Jean-Paul Sartre, Abraham Valdelomar, César Vallejo (esposa incluida), José Carlos Mariátegui, etcétera. Entiendo que su sola mención le otorga ambiente a la novela («ambicioso fresco», dice la contraportada), pero lo intolerable es que las acciones de estos personajes sean tan banales como los diálogos y que no aporten nada a la narración.
A estas alturas nos damos cuenta de que esta novela no es tan vargasllosiana, como dijo alguien por allí en una reseña. Me cuesta creer que esa persona haya visto la sombra de Mario proyectándose sobre Tola (¡qué bueno fuera!). (Abro otro paréntesis. Respecto a la reseña a la que acabamos de hacer alusión, y que tampoco es tan difícil de adivinar, hay un velado insulto hacia el autor cuando se menciona que este es su mejor libro. Es como decir que los mejores goles de un extranjero en Primera División los marcó el 'Checho' Ibarra).
Sigamos.
Tola es torpe cuando introduce cambios de tiempo en la narración, y el lector puede notar que resultan abruptos y nada finos. Cae además en el uso de la exposición forzada en ciertos tramos del libro y esto, de verdad, ya resulta imperdonable (y para entender este desliz inventemos un ejemplo de exposición forzada: «Oh, querido Ernesto, recuerda que eres mi amante hace 22 años y cinco meses y que mi esposo, llamado Juan Pérez, abogado de profesión, y con quien llevo casada 42 años, está a punto de partir a Roma hoy a las seis de la tarde»). Ahora Tola: «No se castigue tanto, Gálvez. ¿No me dice que todo este tiempo no ha parado? ¿Que luego de nuestra estadía en el Hotel Dreesen lo destinaron a Madrid y después debió viajar por toda Europa?» (p. 411). No, el tal Gálvez nunca dijo nada al respecto.
Por todas las deficiencias mencionadas (y quedan muchas más por anotar), la narrativa de Tola está más emparentada con la de Alonso Cueto. La noche sin ventanas es, por tanto, una novela cueteana (aquí va un neologismo). Sin embargo, no hay que ser mezquinos. Tal vez solo una cosa se podría rescatar de esta novela fallida, y creo que aquí el sentimiento es unánime: la portada es bonita.
TOLA, Raúl. La noche sin ventanas. Lima: Alfaguara, 2017.
(Reseña publicada en Solo Tempestad).