Es 1963:
¿Qué te puedo contar de mí, cher frère? La verdad es que mi vida es bastante artificial, tengo la impresión de perder cada vez más el contacto con el espacio y el tiempo, y no es una frase. Ocurre que de lunes a sábado me paso el día escribiendo, o tomando apuntes para la novela, o traduciendo a Beckett y sólo los domingos desciendo y vivo un poco. No puedes imaginarte hasta qué punto me he vuelto metódico. Tengo un horario que se ha ido elaborando solo, y que es más rígido que el de un bancario. Me levanto a mediodía, salgo a almorzar al restaurante de la esquina y a las dos de la tarde comienzo a trabajar. Hasta las seis o siete me dedico exclusivamente a la novela (ahora a los cuentos, que corrijo, para Cuba), mejor dicho hasta completar diez páginas de texto. Luego traduzco un par de horas, si Beckett resulta demasiado asfixiante y fúnebre, hago fichas sobre la Amazonía. A las nueve, como y después leo hasta las once, en que me voy a la radio. Ya al día siguiente, lo mismo, y después lo mismo y lo mismo. Cuando eso que los franceses llaman la "lucha con el ángel" -y que es, simplemente, un acceso de impotencia creativa- se convierte en lucha grecorromana y me empiezan a doler la cabeza y los huesos y el aburrimiento me da náuseas, me siento en la cama y blasfemo hasta las nueve de la noche, hora en que salgo disparado a ver un western. Pero he conseguido no salir de la casa ni ver a nadie entre dos y nueve. Los domingos me humanizo, voy a exposiciones, al cine, al teatro, a comer a un restaurant, me acuesto a las doce y paso cinco horas irremediables de desvelo: esta carne transitoria se ha acostumbrado al horario impuesto por la radio y no duerme jamás antes del alba. Me olvidaba: al regresar del trabajo, a las tres y media, leo o escribo (a mano, los franceses no toleran el ruido después de las diez) hasta las cinco.