jueves, 12 de marzo de 2020

Novelas por WhatsApp


Estoy algo escandalizado. B me ha dicho que está escribiendo una novela por WhatsApp. Esto quiere decir que, en lugar de utilizar un procesador de texto común y ordinario como Word, B ha creado un grupo de WhatsApp (donde ella es la única integrante) para escribir allí su novela.

Todo comenzó, me cuenta B, el día que fue a su cita con el dentista. Esa mañana le comunicaron que tenía que esperar. Y B desesperó. No había llevado nada para leer y en su celular no tenía acceso a internet para distraerse revisando las redes sociales. Estaba comenzando una nueva novela (tiene una ya publicada) y pensó que sería una buena idea apuntar algunas cosas en WhatsApp.

Pero lo que comenzó como una simple anotación, al poco rato se convirtió en una narración fluida. B estaba escribiendo el tercer capítulo de su novela allí, en su celular, con una concentración que solo nace cuando el océano de palabras que tienes en la cabeza pugna por escapar de ti para convertirse en lenguaje escrito.

B me contó que no le fue difícil hacer a un lado la escritura que antes ejecutaba desde de la laptop. Y en este punto creo entender el motivo. El celular es una computadora que uno lleva en el bolsillo y con la que muchos pasan gran parte del día. El celular es ya una extensión más de nuestro cuerpo.

A este respecto debo aclarar que B no ha abandonado por completo a su laptop, pero ha reducido considerablemente su uso. Apenas la utiliza para editar y corregir y pulir lo que ha escrito por WhatsApp (esta, en realidad, es la labor de la escritura en sí: corregir y corregir). Para lo otro, para el caos de palabras que surgen cuando uno se mete de lleno en el oficio de escribir, usa solo el celular. Y así ha avanzado un gran tramo de su novela. Quizá, me confiesa, ahora escribe más que antes. En todo momento y en lugares impensables.

Decía que esto me escandaliza porque, en lo particular, encuentro un poco extraño que alguien utilice el celular para hacer literatura. Sin embargo, se sabe que renombrados escritores como Ricardo Sumalavia o Mario Bellatin han escrito algunos libros usando estos aparatos.

A lo mejor el anticuado soy yo, quien aún está anclado a resolver la escritura en un cómodo escritorio y con ambas manos tendidas sobre el teclado, como si fuera un pianista. Aunque, ahora que lo pienso, ¿no es más cómodo estar recostado en el sillón y escribiendo con los pulgares? Escribiendo esta columna, por ejemplo.

jueves, 5 de marzo de 2020

Clase maestra

En una entrevista a propósito de Opus Gelber. Retrato de un pianista, Leila Guerriero afirmó que «el periodismo narrativo no se puede hacer sentado en una redacción doce horas al día y haciendo entrevistas por teléfono». El periodismo, en efecto, es hacer calle, salir, ensuciarse los zapatos. Ya luego, como consecuencia de la constante aventura, uno llega a tener calle.

Luis Miranda tiene mucha calle y pluma rigurosa, de cirujano. La editorial Colmillo Blanco le reeditó el año pasado El pintor de Lavoes y otras crónicas.

Si queremos resumirlo, este libro es una clase maestra de crónica periodística. En pocas páginas, Miranda nos demuestra que es un excelente cazador de historias. Su osadía y buen olfato lo han llevado a lugares llamativos, como una discoteca donde miles de muchachos se reunían para bailar tecno o a las zonas más peligrosas de un distrito para seguirle la pista a un hosco grafitero.

Miranda domina el lenguaje y con este captura la esencia de las calles y los seres que las habitan y nos entrega personajes deslumbrantes, a los que uno puede oler y escuchar mientras se sumerge en este universo. En el prólogo de esta edición, y refiriéndose a las páginas donde aún perviven sus propias criaturas, Miranda expresa así el logro de dar vida a través de la palabra: «sus personajes siguen vivos, a pesar de que muchos estén muertos».

Al leer estas historias, uno puede intuir que el autor se divirtió mucho involucrándose con ellas y, posteriormente, arrojándolas sobre el papel. Su especialidad es la frase hilarante e ingeniosa. En una crónica sobre la urinoterapia transcribe un testimonio: «Un amigo dice que cada vez que toma cerveza Cristal, su orina sabe a Pilsen». También es consciente de que al lector hay que robarle la atención desde la primera línea. Una crónica sobre la compra y venta de ropa usada inicia así: «De Tacora se puede salir calato, pero también bien vestido».

Cada tanto, Miranda riega sus textos con imágenes que se le incrustan a uno en la cabeza con una pasmosa facilidad: «Una cicatriz le marca el cráneo pelado como una larga cremallera» o «ella pone carita de niño, achori, con un Hamilton colgado de la sonrisa».

¿Hay alguna norma para escribir crónicas que resistan al tiempo? Tras esta lectura solo se me ocurren dos: hacer calle y pisarle el cuello al lenguaje para que este diga lo que queremos que diga, palabra por palabra.