domingo, 25 de octubre de 2015

Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones


Frank bajó las escaleras. No le gustaban los ascensores.
Había muchas cosas que no le gustaban. Detestaba menos las escaleras de lo que detestaba los ascensores.
El empleado de recepción le llamó:
—¡Señor Evans! ¿Quiere venir un momento, por favor?
Asociaba la cara del empleado de recepción con un plato de gachas de maíz. Era todo lo que Frank podía hacer para no pegarle. El empleado de recepción miró a ver si había alguien en el vestíbulo, luego se acercó a él, inclinándose.
—Hemos estado observándole, señor Evans.
El empleado volvió a mirar hacia el vestíbulo, vio que no había nadie cerca, luego se aproximó de nuevo.
—Señor Evans, hemos estado observándole y creemos que está usted perdiendo el juicio.
El empleado se echó entonces hacia atrás y miró a Frank cara a cara.
—Tengo ganas de ir al cine —dijo Frank—. ¿Sabe dónde ponen una buena película en esta ciudad?
—No nos desviemos del asunto, señor Evans.
—De acuerdo, estoy perdiendo el juicio. ¿Algo más?
—Queremos ayudarle, señor Evans. Creo que hemos encontrado un trozo de su juicio, ¿le gustaría recuperarlo?
—De acuerdo, devuélvame ese trozo de mi juicio.
El empleado buscó debajo del mostrador y sacó algo envuelto en celofán.
—Aquí tiene, señor Evans.
—Gracias.
Frank lo metió en el bolsillo de la chaqueta y salió.  (...)

BUKOWSKI, Charles. Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones. Barcelona: Anagrama, 2012.

domingo, 18 de octubre de 2015

Samanta Schweblin sobre los premios literarios

Foto: Francisco Cañedo.

Se publicó hace poco una interesante entrevista a Samanta Schweblin. No hay que pensarlo mucho: este ha sido el año de la escritora argentina. Desde la obtención del Ribera del Duero, los comentarios favorables respecto a su obra no han parado. Aquí, un extracto de lo dicho por la autora de Pájaros en la boca:

-¿Por qué, si ya tenés un nombre y una cantidad de libros publicados, seguís mandando libros a concursos?
Decido mandarlos casi cuando están terminados. No escribo para un concurso, si no que hay una logística entre el tiempo que creés que estás terminando el libro y las fechas de cierre de los concursos.

-Alguna vez dijiste que no podés escribir con deadlines. En ese sentido, lo que decís tiene lógica.
No puedo escribir con deadline cuando es una cuestión contractual que implica un compromiso, pero hay algo del deadline del concurso que sí me ayuda. Esta es una de las razones por las que todos los libros de cuentos terminaron en concursos. Me cuesta mucho soltarlos porque siempre está la posibilidad de mejorar el texto. Pero una fecha me ayuda a soltar. Y también está el tema económico. Si por alguna de esas arbitrarias casualidades ganás el premio, de alguna manera te están pagando por escribir, que es un poco el sueño de todos los que nos dedicamos a esto: que nos paguen por hacer lo que creemos que sabemos hacer. Algo tan simple que exige el médico y el carnicero, pero que a nosotros nos cuenta mucho conseguir. Es un pago en diferido, retroactivo, medio extraño. Si bien es bastante dinero, yo creo que sería más saludable para un escritor tener un sueldo básico y austero todos los meses que asegure cierto ritmo de trabajo, cierta continuidad. Es muy gratificante que te paguen por lo que hacés, no que te premien. Y además, se premia a uno, no le pagan a los 900 que se presentaron. No me quejo del premio, estoy feliz, pero hay algo para repensar con respecto a los premios. Y luego, un premio ayuda a darle visibilidad a los libros, que es otra cosa que es bastante difícil. Como yo soy un poco reacia a la prensa, es otra manera de hacerlo.

Fuente: Eterna Cadencia.

domingo, 11 de octubre de 2015

Mario Bellatin sobre el preceptismo literario

Foto: Conrado Chang.

Este martes acaba la primera Feria del Libro de Lima Norte. Gran iniciativa y buen nombre: FELINO. Sin embargo, salvo un par de eventos rescatables (Lamberti), se trata de una feria muerta. Para animarla un poco, Mario Bellatin estuvo presente y respondió algunas preguntas para un medio local.

-¿Qué hace que una historia te fascine y quieras hacerla propia? 
No me fascina ninguna historia. Lo que me fascina es el acto de la escritura. El hecho de enfrentarme a una nada. De pronto, dentro de ese todo, aparece una historia. El texto va más allá de esta, es un tono, un susurro. Luego, lo transmito. Necesito tener el espacio para llenarlo de escritura, para que esta se vaya de mí. Mi interés no está en que se publique la obra, sino en seguir escribiendo.  
-¿Un proceso parecido al de la plástica o el arte escénico? 
No, porque yo tengo el tiempo de volver al texto. El lector no lee lo que yo escribí. El texto pudo nacer de fragmentos pero hay que hacer creer al lector que lo que uno escribe se concibió como aparece en el papel. No hay nada improvisado, hay procesos de corrección y de “desescritura”. Lo más difícil es decidir qué queda o qué no queda. Hay que matar el mito de la página en blanco, y también hacer a un lado eso de la imaginación desbordada, del lenguaje poético o de los personajes que cobran vida. Eso impide la creación de una voz propia. “Aprender para aplicar”, eso no funciona. Hay una idea de lo que deben ser las cosas y ese es el peor daño que se hace a la literatura, porque un libro es un milagro. Lampedusa no fue escritor y precisamente por eso El gatopardo fue una obra maestra. Las corporaciones editoriales tratan de estandarizar los gustos y acallan estos milagros. 

Fuente: El Comercio.

domingo, 4 de octubre de 2015

El sueño de Noé


Hace no mucho se puso de moda decir: «Este es el mejor libro de la literatura peruana en lo que va del año». De esa manera, los reseñistas de moda empezaron a parir blurbs y cada semana aparecía un libro que cargaba sobre sus espaldas la responsabilidad de poseer en sus páginas lo mejor de la tinta impresa made in Perú. A eso se añadió: «La literatura peruana atraviesa por un buen momento», que es como escribir «dantesco incendio» o «macabro hallazgo» en una nota periodística.

Decir que un libro es el mejor solo significa una cosa: que es el mejor y ya. O sea, no significa nada. O quizá sí, dependiendo de quién lo diga. Y si lo digo yo, tiene mucho valor.

Es por eso que anuncio, sin muchos preámbulos, que El sueño de Noé, de Julio Isla Jiménez, es el mejor libro de la literatura peruana en lo que va del año.

(Me siento desvirgado. No es fácil hacer por vez primera este tipo de afirmaciones. Que un libro es el mejor y tal. Pero ya está, lo hice. Ya parí un blurb.)

No pensaba que el mejor libro de 2015 viniera de donde vino. Es decir, no es novela ni cuentario ni poemario ni ensayo ni texto híbrido. Tampoco lo edita Planeta ni Penguin Random House ni Estruendomudo. ¿Qué rayos es entonces El sueño de Noé y quién lo edita? Es una obrita de teatral que aún no ha sido llevada al teatro (como una noche sin luna, pero eso es lo de menos). Y —lo olvidaba— ha sido editada por el propio autor.

Teatro, autoedición: impensado.  

Ahora, el acto consecuente sería reseñar el libro, señalar sus atributos, argumentar por qué es el mejor. Pero no es que tenga la maldita flojera de hablar sobre el libro; es solo que, si ya dije que es el mejor, ¿es necesario brindar razones y ser persuasivo? ¿Van a ponerse a dudar de mi palabra? ¿Ustedes, mortales? El sueño de Noé es el mejor libro de este año.

Lo he dicho ya dos veces.

ISLA JIMÉNEZ, Julio. El sueño de Noé. Lima: Alastor, 2015.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Crónicas del desencuentro (02-13)


Adán hace buenas fotos. Lo suyo es también el cine. Incursiona ahora (de manera oficial) en la literatura. Adán ha publicado por fin su primer libro (cuentario es). Los cuentos le han salido como las fotos.

Seis historias trae este libro y se leen en lo que demora uno en fumarse una cajetilla pequeña de Pall Mall. A dos cigarrillos por cuento, aproximadamente.

Lo llamo por su nombre de pila porque lo conozco. Adán estudió en mi misma universidad, ambos acabamos la misma carrera y, por si esto les pareciera poco, vive en mi mismo distrito. No hemos compartido a la misma chica, hay que aclarar. No todo tiene que ser coincidencia. En lo que se dice escribir, Adán ya escribía y publicaba cuentos en revistas cuando lo conocí. Eran otros tiempos, tiempos inmemoriales. Es decir, aún no me salía barba y andaba drogado todo el día.

Y eso es justo lo que no hay en los cuentos de Adán: drogas. Alcohol hay. Cigarillos, muy pocos. Sexo salvaje, eso sí que no hay. Me gusta que estas historias no reúnan los ingredientes más usados cuando se pretende narrar la calle. Adán narra la calle porque la tiene. Tiene experiencia en contar y vivir. Y es agradable leer cuentos que aborden la ciudad y la depresión de sus habitantes sin que te topes con unos muchachos inhalando cocaína o fornicando con decenas de chicas cada dos páginas.

La mirada de Adán apunta a otro lugar. Va hacia el paisaje interior de sus personajes: el recuerdo. En uno de los cuentos, el narrador reflexiona sobre las imágenes. ¿Cuáles son las más importantes? ¿Las imágenes capturadas en una fotografía o las que tienen forma de recuerdos? El narrador concluye que estas últimas son más valiosas. Una fotografía se puede romper, pienso yo. Pero los recuerdos no se rompen y se echan a la basura; no se queman. Las imágenes de los recuerdos se van metamorfoseando en nuestra mente, nos van hiriendo de una forma más sutil e invisible.

Adán es fino al narrar. El desamor en sus historias resuena mucho a Zambra y por eso a uno le entra la nostalgia y las ganas de fumar. Me encanta que sus personajes se resignen, que sean eternos derrotados. La chica los abandona y ellos de inmediato agachan la cabeza. Muy de Ribeyro es aquella derrota, y con eso alcanza para fumarse hasta las cortinas.

Lo ha hecho bien Adán. No tenía excusas.

CALATAYUD ESPINOZA, Adán. Crónicas del desencuentro (02-13). Lima: Paracaídas, 2015.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Póstuma(mente)


En Perú hay muchos poetas pero poca poesía. En varias partes de Póstuma(mente), Eduardo Cabezudo Tovar estuvo muy cerca de hacer poesía. Se quedó en poeta.

Lo de Cabezudo va de poetizar el elemento poético. Hacer poemas sobre la poesía, se entiende. Y, aunque el tema pareciera manido, el autor sabe que la imagen es su pastora y nada le faltará:

Lloraría de emoción ante un poema 
Que se levante lleno de lodo para mirar al cielo

Suficiente, digo yo. Se hace poesía con pocas cosas. Con talento, por ejemplo. Con una cajetilla de Lucky Strike tal vez. No se necesita mucho. Cabezudo tiene un poco de ambos, al parecer. Pero, como buen poeta que se inicia (es su primer libro), sabe también autosabotearse y hacer malos versos. Digamos que su poemario pudo estar mejor. No sé, a lo mejor soy muy anticuado para leer esto:

Mi compromiso es el de consagrarme
A la desaparición de este descompuesto ruido
Y hacerlo reaparecer con violencia milimétrica
Como quien pega un chicle en el peinado de la primera
                                                                                         [dama
Como quien mea en el cebiche premiado del último
                                                                                     [Mistura

O esto:

Yo también me aburro de la corrupción
No es como ustedes lo suelen pensar
Es un trabajo arduo y lleno de prejuicio
Es lo mas mainstream de la burguesía emergente
Todos los días perdemos likes en nuestro fan page

De hecho, releyendo estas citas pienso que el poemario pudo ser un gran libro sin estos y otros versos. En algunos, las palabras «esmartiví» o «Análisis foda», por citar algunas, logran fundirse en el poema. Parece natural. Pero en muchos buenos poemas, Cabezudo yerra el gol sin arquero con los vocablos de la modernidad. No obstante, créanme cuando les digo esto: hay algo de poesía en Póstuma(mente). Un verso malo lo hace cualquiera (menos Leopoldo María Panero). Cabezudo sabe ir a veces por el buen camino:

En mi Lima invernal
Todos hablan de lluvia pero acá nunca ha llovido
Hay un cielo que apuñala y hiere microscópicamente
Hasta que logres un tinte rojo imperceptible

El material temático con el que trabaja Cabezudo es fácil de enumerar: poesía, poema, poeta, poetas pobres y sin becas, dildo lacaniano, recitales, crítica literaria, poseridad, posteridad, el Queirolo. Los poemas que escapan a ese tópico son asombrosos. Encanta la sutil densidad en cada uno de ellos y la repentina fuerza en las frases. Cuando el autor se pone salvaje y abstruso está apuntando a la yugular del lector. Poesía feroz, poesía que muerde:

Me he ganado un diente

Enough!, he dicho.

Uno desconfía de los libros regalados, sin costo alguno. Y si lo barato sale caro, lo gratis da sífilis como mínimo. Los libros de Celacanto, el sello que publica a Cabezudo, son gratis. Estos libros los pide cualquier hijo de vecino en alguna librería, y el librero de turno (hijo de algún vecino) los da como obsequio. En serio. Proyecto romántico o lo que fuere. En Perú hay demasiados poetas y poquísima poesía. Y si esta es gratis y aceptable, ¿por qué no mover el culo e ir por los libros de Celacanto?

Pida, entonces, Póstuma(mente).

No diré lo que Cabezudo ya sabe: que lo suyo es edificar imágenes con palabras. Que pronto dejará de ser poeta y hará poesía.

CABEZUDO TOVAR, Eduardo. Póstuma(mente). Lima: Celacanto, 2015.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Siete paseos por la niebla


Que de estas siete narraciones no haya encontrado ninguna buena habla muy bien de mí: soy un lector de cuentos cada vez más exquisito. El puto amo, si gustas. Habla muy mal, en cambio, de los que han dicho que este libro es una joya, pero a ellos no los vamos a mencionar ahora (ni nunca, al parecer). Habla peor del libro. Y de este sí habrá que decir algo, lamentablemente.

Siete paseos por la niebla. Haciendo una abstracción, podemos deducir que está compuesto por siete cuentos.

Siete es un buen número. Da suerte el siete. Nolberto Solano, siete. Cristiano Ronaldo, siete. Acasiete, Almería. Si te va mal con el siete, es que no naciste con buena estrella. Si le pones siete cuentos a tu libro y ninguno es apenas notable, tal vez lo tuyo no sean ni los números ni las letras.

Al hecho.

Todos estarán de acuerdo en que la fluidez es algo que se señala siempre como un atributo. En literatura —dicen los que no saben qué decir— la fluidez se asume como un punto a favor. Si el texto fluye, es «bueno». ¿Y si no fluye? ¿Es deficiente? ¿Parálisis cerebral con las subordinadas de Michon? El libro de Yeniva fluye. So? Is it good? 

No, my friends. Solo es un libro que fluye y ya. Es lo mínimo que se le puede pedir a algo que pretenda ser leído por la masa. 

Los errores del libro son de otra índole. Vamos a por ellos.

Hay mucha cosa inverosímil, tosca. De cuando las historias se arman mal, sin partitura. El lector nota la forma abrupta en que se desarrolla la trama (el lector entrenado, quiero decir; el otro no puede notar un carajo). Por ejemplo, en el primer cuento, Persona desaparecida, un personaje llamado Jorge tiene la esperanza de que su amada regrese del extranjero y, ¡PUM!, de pronto recibe una llamada telefónica de la desaparecida y ella le dice que está «a la vuelta de la esquina». Página 25. Como para lanzar el libro por la ventana y continuar con los placeres de la procrastinación. Sigo leyendo, no obstante. Lo mío es el masoquismo.

SPPLN es la delicia de los fantastólogos, pero ninguno advierte que repite todos los clichés más odiados del género. En el primer cuento, se aplica un dispositivo burdo. Un personaje nos advierte sobre un mensaje que tiene en su poder y luego la narradora lo reproduce íntegro en el cuento. ÍNTEGRO. El 90% del cuento es ese mensaje. Lo mismo se encuentra un papel en una botella y se reproduce el contenido textualmente, y así se escriben los cuentos más fáciles de la literatura. Cuentos de taller de escritura creativa para dummies.

Otros clichés son los personajes metamorfoseados. Ya saben. Un personaje que se convierte en algo. En un animal. En un gato. Jamás en otro animal. Tiene que ser un gato. Y luego del michi, tenemos la casa abandonada. Clásico de los clásicos. En La pequeña compañía, una familia llega a un lugar extraño donde suceden cosas extrañas, vistas únicamente por la hija única, solitaria y extraña de la familia. Es un cuento que bebe de las peores películas de terror yanquis.

Fuera de la fascinación de la autora por darles ojos azules y verdes a todos sus personajes, podríamos decir que SPPLN no es un libro de cuentos logrados, sino de algunas pocas frases logradas. Cito:

(...) recorrer la distancia que hay entre lo que pareces y lo que eres, caminar hacia dentro para descubrir cómo cambia el paisaje, hasta que de repente interior y exterior son uno y sabes que has llegado a casa.

Lo demás descansa en el viejo truco de reunir cuentos regulares (dos) y malos (el resto) bajo una misma capa temática: lo fantástico. Hubiera sido fantástico, digo, haber encontrado un cuento bueno. Uno aunque sea. Dicha unidad temática es una artimaña ordinaria —de quinta— y origina conversaciones como estas:

—Oye, Manolo, ¿qué malos son estos cuentos, no?
—Sí, pero el libro tiene unidad.

Hay unidad en esto: textos todos planos. Cuentos sin tetas, en resumen. Y la carencia de un estilo que urge y no aparece nunca en un segundo libro de alguien que pretende destacar escribiendo cuentos.

FERNÁNDEZ, Yeniva. Siete paseos por la niebla. Lima: Campo Letrado, 2015.

domingo, 6 de septiembre de 2015

El novel (III)



Esta vez fue S quien esperó a F. Quedaron en verse a las ocho. Lo esperó algo de quince minutos. Nada del otro mundo. El tráfico de Lima es comprensible a cualquier hora.

Apenas se encontraron, se dieron un cordial apretón de manos y fueron en búsqueda de un silencioso bar. Hasta eso, S había notado que F venía con un buen estado de ánimo. F tenía el semblante de un hombre ganador. Además, era viernes. ¿Quién no está feliz un viernes? Y, siendo viernes, ¿acaso existe algún bar tranquilo en el centro de la ciudad?

Pero lo encontraron, para lamento de S.

Pidieron unas cervezas, con mucha insistencia por parte de F. S rechazó la bebida. Quería permanecer lúcido para desbaratar la novela frente al escritor. El solo hecho de pensar lo que haría, lo ponía mal. ¿No era mejor desistir de una vez por todas y decirle que su novela era una maravilla y que lo suyo era la escritura? ¿No era mejor —como siempre suele serlo— mentir?

Mientras iba merodeando estos pensamientos, le fue preguntando a F cómo es que empezó a escribirla, cuánto tiempo le tomó. Ya saben, las preguntas de relleno.

Le dijo que le había tomado mucho de su tiempo libre. En los ratos muertos que se permitía tener en el trabajo, se ponía a redactar la novela. Antes de ir al trabajo, soñoliento, se ponía a redactar la novela. Al llegar a casa y después de cenar con su mujer, se ponía a redactar la novela. 

Redactar. 

Entre escribir y redactar hay una diferencia abismal. Es como hablar de tener sexo y masturbarse. Redactar y frotar la lámpara de Aladino son cosas que uno hace casi de forma distraída y sin interés.

Estaba claro que F se había esforzado en escribir la novela. Nadie podría negar eso. Y siempre da gusto, pensó S, estar sentado al lado de alguien que por fin acabó una novela.

Una novela de mierda, dicho sea de paso.

F le dijo que ese primer borrador le había demorado más de dos años de esfuerzo y disciplina. Y S pensó que una persona puede hacer algo mejor con su vida durante dos años. Uno se gasta la vida escribiendo.

—Entonces, ¿te gustó mi novela? —preguntó F, a bocajarro.

S dudó aún si continuar con su decisión de ser sincero, y echar sobre ella la capa de la mentira. Podría salir de este meollo con la fórmula básica: «Tu novela lo único que necesita es ser publicada».

Pero ya era tarde cuando dijo: «No, no me gustó». Luego agregó:

—De hecho, es una novela incoherente. Descuidas el estilo (suponiendo que tienes uno), tus personajes son demasiado imbéciles y la trama es rosa. En realidad, a Corín Tellado le hubiera encantado tu novela.

Y para dar mayor credibilidad a su discurso, abrió el manuscrito en la primera página y comenzó a señalar todos los errores que encontró.

—Esas cosas se corrigen luego —arguyó F.

—Matas a un personaje en el capítulo tres. El personaje vuelve a aparecer hacia el final del libro.

—Eso fue un descuido.

—Tu novela es mala, malísima.

F fue agachando la cabeza. Luego soltó:

—Me la van a publicar a fines de este mes.

—Es un bodrio, y eso no se arregla. Te están estafando.

F miró detenidamente a S, y en esos instantes este sintió cómo la amistad se estaba diluyendo.

—Lo que pasa es que me tienes envidia.

—No, tu novela me va a servir para saber cómo NO se hace una novela.

—Tus gustos son otros.

—¿Qué editorial te va a robar tu dinero?

F estalló en cólera. Apuró su vaso de cerveza. Se paró para marcharse.

S le ofreció el manuscrito y F le dijo que se lo podía quedar.

—Pero aprovecha las erratas que encontré para que tu novela salga limpia.

—No tengo ninguna falla. Mi editor dice que a mi libro no le tocará una coma. Me dijo también que es una novela soberbia.

Y se fue.

F presentó su novela hace algunas semanas. F ya no habla más con S. 

domingo, 30 de agosto de 2015

Dedicatoria


En el final de Los anillos de Saturno, Sebald nos cuenta que una antigua costumbre holandesa era tapar los espejos y cuadros cuando alguien acababa de fallecer. De esta manera, el alma no se distraía en su último viaje. También existe esa otra creencia (proveniente de las películas y series de televisión) que dice que cuando uno se está muriendo comienza a rememorar lo vivido, desde el último al primer recuerdo. Supongo que uno aquí también se distraerá un poco ante los recuerdos más bellos. Sin lugar a dudas, habrá uno especial que nos hará detener la máquina de la muerte. Un bello recuerdo.

Se vienen unas pequeñas vacaciones. Pero antes, la última clase.

Espero que se acabe pronto. La garganta me duele desde hace dos días. En mi maleta llevo un ejemplar de mi libraco. Lo donaré a la biblioteca del primer piso y luego me iré. Tomaré el bus y dormiré las dos horas de trayecto. Si hay sol, me cubriré con el saco para no quemarme el rostro.

Luego, pequeñas vacaciones. Pero falta la última clase.

No he hecho la mejor pizarra, sin embargo, allí están los datos importantes que todos vamos a olvidar pronto. Suena la campana y todos se van y se escuchan hasta luegos en voz baja y yo pienso que es mejor así, que mejor nadie se me acerque. Pero uno se acerca.

Es flaco y de cabello ensortijado. Usa lentes y tiene un polo de Pixies. Es de los que se mantienen callados y atentos. De los que siguen la clase con una atención respetuosa, como si algo importante y vital se estuviera disolviendo en el eco de mis palabras.

Tengo las manos cubiertas con el polvo de la tiza. El muchacho lleva un libro en la mano. Me recuerda a mí cuando también me sentaba en una carpeta y solo conocía la esperanza. Tiene algo de mí ese muchacho y, muy pronto, yo tendré algo de él.

—Profesor, buenas tardes. ¿Le gusta este libro?

Me muestra La vida es sueño, de Calderón. Yo le digo que sí. Le recuerdo que lo vimos en clase las primeras semanas. Es una edición viejísima. Si hubiera tenido abuelo, estoy seguro que mi abuelo habría tenido esa edición en sus anaqueles. 

Vacila un instante. Luego pregunta:

—¿Me lo podría autografiar?

Sonrío.

—Eso no sería justo para Calderón de la Barca. Creo que él es el más indicado para firmarte su propio libro.

Se sonroja. Parece un muchacho a punto de romperse. Es tan frágil su contextura. Me recuerda a mí.

—Pero está muerto —dice, y comienza a hojear su ejemplar en una actitud nerviosa.

—Sí, ya lleva mucho tiempo de muerto el pobre.

—Ya pues, profe', por favor —dice cabizbajo y tratando de sonar jovial.

—¿Te gusta leer? —le pregunto. Entonces levanta la cabeza y por primera vez cruzamos miradas.

—Voy a Ingeniería de Sistemas, pero me encanta leer.

—Entonces podemos solucionar este problema. Tal vez podrías leer a un autor que sigue vivo. Y, solo por estar vivo, sería el más indicado para darte su autógrafo.

Sí, es cierto. Contra todo pronóstico, sigo vivo. Pienso en eso mientras voy sacando mi libraco. Le digo que es mío. Es decir, que yo lo escribí. No sé por qué, pero tengo que aclarar ese detalle. El muchacho se sorprende. Sonríe mostrando todos sus dientes amarillos y luego me dice que ponga, ante todo, mi cargo y el curso que dicto. Creo que estallo en carcajadas dentro de mí mientras voy escribiendo la pequeña dedicatoria. Luego de hacerlo, le entrego el libro y le deseo suerte. Me da la mano y la siento húmeda. Se lleva un poco del polvo de tiza entre sus dedos. 

Pequeñas vacaciones, al fin.

Estoy seguro que contemplaré con mucha paciencia esta escena mientras me vaya escapando de la vida.

domingo, 23 de agosto de 2015

El novel (II)


Y se supone que debía leer el manuscrito de F.

Lo dejé sobre el escritorio y lo fui olvidando y el manuscrito terminó acompañado de libros nuevos, libros releídos, botellas plásticas de Coca-Cola Zero, apuntes sueltos, lapiceros, una lata de desodorante, envolturas de chocolate, varias monedas de uno y cinco céntimos arrojadas al azar, colillas de cigarrillos, una traducción de Alfred Jarry en la que estaba trabajando y que había olvidado, pastillas para dormir y uñas, muchas uñas. Todo eso lo fui descubriendo después de que F me preguntara por teléfono si había leído su manuscrito. Yo le dije que sí. Luego de colgar, me puse a buscarlo. Creí haberlo perdido y tuve que limpiar el escritorio.

El manuscrito estaba sucio y me alegré. Pensará que lo he leído, me dije. Porque, viéndolo de esta forma, ¿quién pierde los valiosos minutos de su vida leyendo trescientas cuarenta y dos páginas, habiendo muchas formas de perder el tiempo (esperando el bus o una llamada telefónica, por ejemplo)? Pero ¿hay alguien peor que aquella persona que no quiere perder el tiempo que le depara la lectura de un manuscrito de trescientas cuarenta y dos páginas? Sí, por desgracia existe y es alguien que ya invirtió su tiempo y dinero en escribir e imprimir la misma cantidad de folios.

F llamaba cada cierto tiempo para preguntarme cuándo nos podíamos reunir. Total, se supone que yo ya había leído su texto y lo que el autor buscaba ahora era una opinión, un juicio literario. La impresión de su primer lector. Yo comencé a inventar excusas: tuve gripe dos semanas seguidas, mi prima de dieciséis dio a luz y tuve que ir al hospital, me mudé a otro cuarto, trabajé como redactor en una web porno, el abuelo se perdió otra vez pese a tener una enfermera particular. Hasta fui nombrado director de una revista virtual donde se reseñaba literatura contemporánea.

No pensaba leer el manuscrito de F, pero lo leí. Y lo hice como jugando.

Fue una noche en que los somníferos no pudieron contra mi insomnio. Cogí un lapicero rojo y me dije: Si encuentro más de diez erratas en la primera página, lo abandono. Hice una lectura atenta y minuciosa de esa primera página. Encontré más de veinte erratas, y sin embargo seguí.

Estuve de perdonavidas esa noche. Sin dejar de anotarlos, dejé las faltas ortográficas y los anacolutos a un lado y me centré en el contenido. Lo que no entiendo es cómo pude continuar. Lo usual es que me agoten las erratas y abandone el manuscrito en las primeras páginas.

Lo siguiente que hago en estos casos es mentir. Me reúno con el autor  y le digo que su texto me ha encantado, que es una pena que Mondadori no lo publique. Le digo que está perfecto y que solo falta afinar errores en lo concerniente a la corrección de estilo. Miento hasta que el tipo sonríe. Y allí tengo que detenerme. Los egos se inflan con facilidad. Nunca me había puesto a pensar en qué pasaría si dijese la verdad. Si en vez de arrojar falsos elogios, dijera que lo que acabo de leer ha sido un bodrio.

Con el texto de F pasó algo diferente. Quise tal vez ser un lector más sincero. Decir: Mira, tu novela es una mierda y tengo cómo demostrarlo.

La acabé muy de madrugada. Trescientas cuarenta y dos páginas llenas de aspas. Una novela de mierda.

domingo, 16 de agosto de 2015

El novel (I)


¿Recuerdan ese cuento de Martin Amis en Heavy Water, aquel donde un pintor es acosado por el portero de su edificio para que lea su inédita novela?

Fue algo parecido.

Un amigo —a quien llamaremos F para no levantar sospechas— me escribió por Facebook y me dijo, luego de una breve apreciación mutua sobre el panorama literario actual, si quería unas cervezas. Él invitaba. Quien te invita unas cervezas, pese a que haya matado a su propia madre incluso, siempre será un buen tipo. Nunca lo dudes.

Le dije a F que estaba libre el fin de semana y quedamos en vernos el sábado.

Fue demasiado raro. F no me hablaba desde hace demasiado tiempo. Nos habíamos conocido un año atrás en la presentación del libro de un amigo en común, y desde allí solo mantuvimos escuetas conversaciones por chat. Sabía que estaba escribiendo algo. Fue lo primero que me dijo cuando lo conocí. Se presentó como «narrador».

El sábado llegué muy temprano al bar donde nos citamos. Él ya estaba allí y tenía la expresión del rostro entre ansiosa y molesta, como si yo hubiera llegado con retraso. Cuando me fui acercando a su mesa, fue componiendo una sonrisa armoniosa. Me recibió luego con un fuerte apretón de manos.

—Sírvete —me dijo. Y allí ya estaba el par de cervezas. Una a punto de acabarse.

Me preguntó cómo me iba en el trabajo, qué estaba haciendo en mis ratos libres. Estupideces, en resumen. Preguntas que sirven como antesala a una petición de quien las está fabricando y que presta una falsa atención a las respuestas. F esperaba —y yo lo sabía— el momento de soltar algo. El verdadero motivo de nuestra reunión.

No pasó mucho tiempo para que fuera al grano. Me dijo que estaba escribiendo algo. Pero no lo dijo con el tono con el que lo hizo cuando lo conocí. Lo hizo como quien anuncia que ese algo ya no es parte de uno. Y en el preámbulo yo había adivinado la revelación: F había terminado una novela. Las cervezas también se habían terminado.

Pese a darle muchos rodeos al tema, al final me terminó diciendo lo que ya había intuido.

—Tengo un primer borrador. ¿Quieres que te lo muestre?

Sí. Vamos, F, muéstramelo, pero también pon un par de cervezas más, pensé.

—Sí. Me has causado mucha intriga.

Sacó entonces de un maletín un manuscrito enorme. Su novela en gestación. La novela que aún no abría los ojos. Un feto gordo escrito en Garamond 12 a espacio simple. Trescientas cuarenta y dos páginas. El esfuerzo de un hombre hecho papel y espiralado en la parte izquierda. La vida de F en ese manuscrito.

—Quiero pedirte un gran favor. Quiero que leas mi novela. Necesito saber si vale la pena o no.

Y yo también te pido un gran favor, F. Un par de cervezas. Nada más. Quizá tu novela sea una maravilla, pero dile al mesero que traiga unas malditas cervezas.

—Con gusto, F —le dije —. Con mucho gusto.

domingo, 9 de agosto de 2015

Manuscritos


Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que este es el año en que he leído más manuscritos. 

Uno empieza muy joven en este oficio: nunca falta ese amigo que escribe y que quiere compartir contigo lo que ha creado No solo quiere ganar un lector ese amigo, ni mucho menos quiere afianzar la amistad. Ese amigo busca una opinión, un juicio. Y, en últimas instancias, busca el aplauso para subsanar algún trauma de infancia.

También uno escribe para curar los traumas de la vida. Y cuando uno no escribe, está leyendo para olvidarse de los mismos traumas. Las mismas lecturas nos llevan a otros autores y luego a otras épocas y mucho después a otras literaturas. De pronto, uno ya no lee los clásicos y busca entonces a los contemporáneos. No falta mucho para que el salto se agigante y uno comienza entonces a devorar las novedades editoriales. Los libros recién paridos, los que morirán pronto.

Y el salto es al vacío cuando se llega a los manuscritos: uno está leyendo cosas no nacidas. Los libros en estado de gestación, los que tal vez nunca nazcan. Y uno se va dando cuenta de que la opinión importa mucho para el que te confía la lectura de su manuscrito. Tu opinión le parece vital. De tu juicio depende que ese animal palabrado en Garamond 12 llegue algún día a una imprenta o no. Uno destruye vidas opinando. Uno destruye también el honor, el amor propio, el pequeño orgullo. La amistad, en suma.

No queda nada ya de ese amigo que te confió su primer cuento, su puñado de poemas, el primer capítulo de su desgraciada novela. No queda ni su amor por la literatura. Tal vez queda ese gesto cordial cuando se encuentran en los bares. Una ceja que se levanta. Aquel «hola» silencioso que dibuja con esa mueca.

En este año, sin temor a equivocarme, puedo decir que he perdido a muchos amigos. Más que en otros años.

domingo, 2 de agosto de 2015

Francisco Joaquín Marro: «Los editores se pasan los manuscritos por los huevos»


Para el bienestar de muchos de mis amigos libreros (el trabajo es arduo y por ratos aburrido, lo sé), hoy se termina la Feria Internacional del Libro de Lima 2015. En esta ocasión, pude constatar que la feria estuvo más ordenada que en anteriores oportunidades, aunque los escritores extranjeros que llegan serán siempre el talón de Aquiles de la FIL. El país invitado fue Francia y no vino Houellebecq ni Michon (ni soñar con Modiano). Los precios, inflados como siempre, fueron fácilmente destruidos por la librería Communitas, que además dio un 15% de descuento durante los días de feria (esta librería no estuvo en la FIL, pero allí se me fue todo el sueldo). Un evento llamó la atención de este bloguero: Mesa redonda: 5 escritores peruanos contemporáneos. El buen Francisco Joaquín Marro (Joaquín de apellido) estaba dentro de los cinco, pero creyó necesario no acudir. Joaquín es algo así como un Thomas Pynchon o un Salinger en versión peruana, y se toma muy en serio el trabajo del anonimato. Sin embargo, Joaquín fue tan amable de enviarme el texto que escribió para dicha presentación y que alguien leyó en el evento:

Hola, mi nombre es Francisco Joaquín, soy lo que suele denostarse como un escritor aficionado a los temas frívolos, de los cuales puedo llegar a parecer un consumado erudito. Ex-ateo desde aquella vez en que me sorprendí en un trance amargo exclamando ¡Dios mío! Creo en Dios, pero no en la gente que habla demasiado de Dios (o cuyo negocio sea hablar de Dios). Rey del drama sin reino, chico Almodóvar frustrado, al borde de un ataque de nervios. El quinto nerd de Big Bang Theory. Amante de la comida chatarra, pero con deseos de tener un cuerpo como el de Lou Ferrigno (y si es sin esfuerzo, mejor). Difícilmente soporto a los perros pequeños, a los niños engreídos, a los gordos que no ceden su asiento a las viejitas en el autobús, a las chicas resbalosas y en extremo confianzudas y a los tipos que se proclaman intelectuales, filósofos, talentosos, idealistas y románticos a los cuatro vientos. Vamos, que a duras penas soporto a la Humanidad. Podré no sufrir muchas cosas, pero yo no odio nada, ni a nadie (aún). 

¿Cómo comencé mi carrera literaria? Pues como casi todos en el Perú, cansado de tocar puertas para que me publiquen gratis, con dinero en el bolsillo y con expectativas de gloria, riqueza y poder, aunque claro, finalmente ni siquiera obtuve alguna clase de capital simbólico. De todas formas, si hoy día un muchacho me preguntara qué hacer yo le diría que haga como todos nosotros, junta dinero (cualquiera sea la forma en que lo obtengas, si es una manera inmoral, mejor, porque así tendrás muchos cargos de conciencia y por ende algo que contar) y con ese dinero publica tu libro. Ningún editor te hará caso hasta que no tengas un libro publicado; parece mentira pero le tienen más respeto a un libro ya publicado, aunque se trate de un mamarracho, que a un manuscrito. En realidad los editores se pasan los manuscritos por los huevos.

Yo no diría que tengo influencias propiamente dichas, más bien son afinidades, si declarara que tengo influencias también estaría declarando que intento copiar un estilo, y ese no es mi caso. Yo tengo gustos muy definidos, y me decanto por la novela de tono psicológico: gran parte de este tipo de novelas se publicó entre los siglos XVIII y XIX, siendo mis preferidos John Fielding, el marqués de Sade, Stendhal, Thackeray, por poner algunos ejemplos. En cuanto al siglo XX prefiero a autores de tono sencillo, que suelen ser estadounidenses, como John Irving, Philip Roth, John Kennedy Toole. Hace tiempo me preguntaron qué libros recomendaría o cuáles me marcaron más. Yo recomendaría (y esta recomendación se me hace muy corta): La ciudad errante, de Lajos Zilahy; Las tiendas de color canela, de Bruno Schulz; Opus Nigrum, de Marguerite Yourcenar; Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon; El mundo según Garp, de John Irving; La cartuja de Parma, de Stendhal, la que considero la obra más linda del mundo; aparte, El almuerzo desnudo, de William Burroughs, y un librito que me parece encantador y que nunca pasará de moda: Barry Lyndon, de William M. Thackeray.

Pero si tuviera que mencionar el libro que más me marcó diría que no fue precisamente uno solo, sino una colección: Paradigmas, mitos, enigmas y leyendas contemporáneas. Fue una colección de veinte tomos dirigida en Chile por Gustavo Frías. Yo tuve la colección completa, el primer ejemplar me lo compró mi padre adoptivo cuando yo tenía trece años y apenas si me importaban los libros. Incluso recuerdo cómo me lo compró, en el óvalo Varela, en la avenida Venezuela, había gente que vendía libros viejos sobre toldos o sobre carretillas. Ese primer volumen era el ejemplar número uno de la colección, trataba sobre la maldición de Tutankamón, la leyenda de la Telesita y los avistamientos de gigantes en la edad moderna. Me encantó y creo que a partir de allí me convertí en un lector.

Mi única publicación hasta el momento es la novela Sol de Tokio, publicada en el año 2011. Sé que por ahí circulan títulos de libros que se me atribuyen, pero les aseguro que todo eso es mentira, porque también se me atribuye una maldad de grado supremo, un falo de dimensiones jurásicas y una vida de gigoló en el parque Kennedy en los años noventa y les aseguro que no, que nada de eso es cierto.

No tengo próximos proyectos a no ser que aparezca una editorial que decida publicarme sin costo alguno, y tal como están las cosas eso parece un espejismo. Por lo pronto simplemente me dedico a lo mío y a cantar como Annie “El sol brillará mañana”.

En cuanto a Sol de Tokio, comencé a escribirla en 1998, deseaba hacer una novela seria, grandilocuente y muy intelectual. Me salió una sátira; pienso que porque en la década del 2000 comencé a padecer penurias económicas y la única forma de afrontar todo aquello fue haciendo escarnio de mí mismo y de lo que me ocurría, de lo poco que quedaba en pie y de lo que todavía me podía burlar. La novela no es nada autobiográfica, el personaje principal se inspira en lo que me parece es rasgo común de todo escritor novato, sobre todo en sus ganas de demostrar ingenio y cuán culto es. Si algo tengo en común con el Paquito de la novela es el sarcasmo y una tendencia instantánea a formularme castillos en el aire. Ahora bien, la novela también resulta una especie de crítica de género a todo aquel escritor varón y heterosexual que cosifica a la musa de sus sueños, a la que idealiza e idolatra mientras las cosas marchan bien pero que luego insulta y putea cuando esta no le hace caso. Siempre me ha parecido curioso que en todas las novelas de iniciación literaria la mujer o la amada sea retratada como un ente un poco perverso que quita la inocencia al escritor-narrador. Él siempre resulta ser el bueno, el de nobles sentimientos, y ella es la confundida, la nerviosa, la que con sus dudas y disfuerzos lo malogra todo. Yo quería con mi libro burlarme de aquella pretensión masculina, poner sobre el tapete que quizá ella no esté tan confundida que digamos, y que si no le da bola a él, por algo ha de ser, quizá porque él, aun con todas sus pretensiones de bondad y superioridad intelectual, en el fondo es un puerco imbécil.

Por supuesto que a Sol de Tokio se le pueden dar muchas otras lecturas: Alexis Iparraguirre incidió en el carácter de sátira metaliteraria y Sandro Bossio mencionó el carácter de cómic y collage que tiene el libro. Para Rodolfo Ybarra, en una breve reseña de la revista Dosis, la novela tenía ciertos rasgos de stand up comedy.

Y bueno, señoras y señores pasajeros, madres de familia, jóvenes estudiantes, no los aburro más, apoyen mi carrera y compren mi libro, lo estoy súper ultra mega rebajando a diez soles, un tercio de lo que costaba en 2011.

Gracias totales.

domingo, 26 de julio de 2015

Distancia de rescate


Lo que Schweblin logra en los cuentos lo consigue también en su primera novela: crear tensión, enganchar al lector y hacerlo sufrir. Apenas uno cruza la primera página, ya es imposible parar. Es la droga misma y un sufrimiento placentero.

La «distancia de rescate» podría definirse como la obsesión maternal de prevenir la catástrofe en los hijos. Saber dónde se encuentran y calcular el tiempo que le tomaría a la madre llegar hasta ellos y anticipar una desgracia. Esta distancia es un hilo invisible, metáfora del cordón umbilical. Este hilo une a Amanda y Nina, madre e hija respectivamente. Ambas se encuentran en un pueblo donde todo se presenta como un elemento acechante. Hay un peligro que avanza y cuyo fin es romper el hilo que las une.

La novela (que tiene una visión atípica de la maternidad como tema de fondo) está construida en base al diálogo entre Amanda y un niño, David. Todo lo que se cuentan es esencial para ir desgranando la historia. Hay una peste en el lugar, niños y animales deformes, situaciones anormales, es decir, todo el universo narrativo de Schweblin, sumando a esto la soberbia mezcla de misterio y terror que encontramos en cada página.

Distancia de rescate bien podría ser un cuento largo y exige un lector atento. En el diálogo de Amanda y David se está buscando el punto exacto en que sucedió lo irremediable, aquel instante en que la «distancia de rescate» falló. De esta manera, Amanda va relatando lo que recuerda y David la guía y le pide centrarse en ciertos detalles y dejar a un lado los que no tienen importancia. El lector puede percatarse de que en este ir y venir sobre la historia se está enseñando a narrar. Es, de alguna forma, un taller de narrativa.

Schweblin es perversa con sus personajes, y esta no es ninguna crítica sino un elemento muy presente en su obra (además de atractivo). La novela es adictiva y la escritora sabe dosificar esta droga. No hay altibajos, la tensión está presente de cabo a rabo. Uno siente cierta repulsión por lo que va leyendo, por lo que se cuenta, pero uno quiere continuar pues se va generando una enorme expectativa línea tras línea, el anuncio de algo terrible e inevitable.

SCHWEBLIN, Samanta. Distancia de rescate. Buenos Aires: Mondadori, 2014.

domingo, 19 de julio de 2015

La pasajera


Quien haya leído esta nouvelle y se atreva a decir que es buena o regular, o está mintiendo o no sabe leer. O ambas cosas. El libro es malísimo y el mal gusto es atrevido.

Esta vez Alonso Cueto escoge un tema poco abordado en nuestra literatura reciente: el terrorismo. O, siendo serios, lo que pretendo decir es que la leí como si fuera la primera novela sobre terrorismo que haya leído. Demás está decir lo que pienso del tema. Ya lo dijo Guillermo Martínez, en el caso de la dictadura Argentina: es el tema de lo que no tienen tema. Pero si tienes editor, el tema es lo de menos, digo yo.

Nouvelle, decíamos. Guerra interna. Intenté leerla sin prejuicios. Pero cuando algo está mal narrado, mal escrito, hay que decirlo. En este caso no podemos decir que La pasajera esté mal escrita, sino pésimamente escrita. Y, sobre todo, tiene esa cosilla costumbrista que la hace ver ridícula.

Yo pongo un ejemplo, guardo silencio y ustedes sacan las conclusiones:
En ese momento algo empezó a sonar. Eran los golpes despiadados de un reggaetón. Alguien había prendido la radio del local. (63)
La idea es que el lector de este blog sea un lector activo. Yo me fumé la novelita y ahora les toca a ustedes interpretar mi silencio.

El relato tiene incoherencias. Solo mencionaré una para que, en una posible reedición, los encargados de Planeta se tomen el trabajo de leer antes de publicar. En la página 107 se menciona que un personaje se va a suicidar y que se está apuntando la pistola a la boca. Luego en la página 115 se recapitula aquella escena, pero el arma no está en su boca sino en su sien. Nouvelle.

Hay, sin embargo, un elemento que convierte a esta novela en una lectura imprescindible: la construcción de los diálogos. Luego de leerla, uno aprende cómo NO hay que hacer un diálogo.
—Claro, hijita. Pero te veo muy preocupada. ¿Pasa algo?
—No es nada, señora Liz. Es que tengo que ir a Surquillo, a pagar la cuenta de luz. Es que me van a cortar si no pago ahora. Ay, es que una clienta se me apareció a última hora y la tuve que atender, pues.
«Es que», «es que», «es que»; es que NO.
—Justo iba a tomarme un cafecito para el frío. ¿No quieres? Ya está listo, mira. Además, unos bizcochitos también tengo.
—Ya, pues, señora Liz. Le acepto.
NO.
—Bueno, pero quédate aquí por ahora. (...) Tienes que escoger a un hombre. Un hombre a la antigua, Delita.
—¿Cómo es eso? —sonrió Delia.
—A la antigua, pues. (...)
NO
—Puta, qué te pasa, huevón.
—Qué te pasa a ti.
(...)
—Puta, ya te jodiste, huevón —dijo—. Fuera de acá, Arturo. Fuera. Vete, huevón.
NO.
—No me corresponde nada, señora Liz. Todo es suyo. Ya tengo algunos ahorritos también.
—Pero tú has ganado clientas, pues, Delita. (...) 
NO.
—Tú has viajado de la sierra a la costa. Has conocido tantas cosas. Pero eres tan joven todavía.
—No sé si soy joven, de verdad. (...) Siempre pasaba algo que tenía que irme, así era, pues. Soy una pasajera.
NO.
—Doña Liz. Qué tal.
—Nada. Un poco triste, pues.
NO.
—Dígame cómo llegar. 
Ella lo miraba. De pronto alzó la mano apuntando hacia la pista a su derecha.
—Bueno, pues, mira. Sigues aquí por Huaylas, luego (...)
NO.
—Pero voy a ir igual, señora Liz. He estado montando bicicleta toda mi vida. (...)
—Carajo. Creo que tienes razón, Enrique. Tienes razón, mierda. Tienes que ir. 
NO.

Cueto cree que porque pone palabrotas y pueses en la boca de sus personajes ya los está creando. Ya son verosímiles. Y hay que decirle que NO. Se nota, se infiere, se intuye, se sospecha, etcétera, que el autor no conoce cómo hablan los personajes que quiere retratar. O jamás los ha oído hablar en su presencia.

Pues.

El único mérito de esta novela es su brevedad, pues ya se hubiera hecho insoportable con veinte o treinta páginas más (está diagramada en letra gigante y a doble espacio). Eso es algo que hay que agradecer. El mal sabor de una novela corta se esfuma rápido.

P.D.: Hay película y el tráiler está bueno.

CUETO, Alonso. La pasajera. Lima: Planeta, 2015.