jueves, 23 de enero de 2020

Reencarnación

Un rescate literario es la reencarnación de un libro. Por lo general, de este proceso se encarga un editor que, ya sea por fortuna u obligación, ha encontrado un texto de gran valor y que ha caído en el olvido. Dadas estas circunstancias, el editor decide darle una nueva vida, arrojarlo a las luces del mundo en el que habita para ver si corre con mejor suerte o viene el olvido a cubrir sus páginas por segunda vez.

De esta manera, llega La medusa (La Travesía, 2019), novela del arequipeño Augusto Aguirre Morales, publicada originalmente en 1916. Haciendo pequeños cálculos, hubo allí una mano que se hundió en el terreno de la memoria de las letras dormidas y que escarbó 103 años y dio con una narración de tono filosófico, muy densa y con final trágico. Algo que da gusto leer un siglo después.

Aguirre Morales fue el clásico escritor de su tiempo. Es decir, polifacético y fecundo. Escribió poesía y narrativa, y fue periodista, docente y burócrata. En esos años, queridos amigos, si no tenías celular, el tiempo te alcanzaba para estas cosas y también para hacer vida social (Aguirre Morales perteneció al movimiento Colónida).

Antes de centrarnos en la novela, hay que situarla en un contexto mayor: 1916. En ese año, en Europa, se funda el dadaísmo y Joyce publica Retrato del artista adolescente. En el Perú aparece la famosa revista Colónida (que toma el nombre del movimiento impulsado por Abraham Valdelomar) y Eguren publica La canción de las figuras.

La medusa es una novela de difícil acceso. Las abundantes reflexiones filosóficas de las que está compuesta dejan poco espacio para la trama: un sujeto observa el maltrato al que es sometida su vecina, quien es víctima de un esposo entregado al alcohol. A este argumento minimalista se le suma el clima del lugar (un verano muy ardiente), el cual parece determinar las acciones de los personajes.

Es una novela que exhibe cierto grado de complejidad porque el protagonista, quien nos cuenta la historia en primera persona, formula en todo momento divagaciones sobre los recuerdos, las sensaciones, el tiempo y la existencia. Nos dice, nada más empezar el libro, que «la vida es una espiral eterna de tentáculos de medusa».

Cuando nos vamos acostumbrando al ideario que posee el protagonista, su pensamiento va cobrando cierta claridad (más aún cuando explica su filosofía a través de la música) y la novela, en consecuencia, se vuelve intensa y lírica. Y todo esto aumenta progresivamente hasta desencadenar en un final que uno jamás espera.

Anunciar la calidad de La medusa debería bastar para que los lectores se acerquen a sus páginas. Sin embargo, no estaría demás acudir a la exhortación (tomando en cuenta que este texto ha soportado más de un siglo de silencio). Por lo tanto, tengo que decirlo de manera breve: lean este libro reencarnado.

jueves, 16 de enero de 2020

Cuentos extraños

El cuento, género rígido y muy hermético, posee ciertas reglas que son imposibles de eludir. Por este motivo, hay una valentía en el acto de escribirlos y burlar sus lugares comunes o huir de nuestra tradición (que es, esencialmente, realista). Una prueba de esto son los cuentos reunidos en Todo es demasiado (Emecé, 2019), de Cristhian Briceño, quizá una de las publicaciones más destacables del año pasado.

En las once narraciones que componen este libro predominan, sobre todo, las situaciones extrañas, inusuales y violentas: una pareja que tiene como cena a un chico de quince años, un hombre que observa el mundo de los muertos desde su televisor, dos sujetos que se inscriben a un curso que les enseñará a fusionar sus cuerpos, un sargento herido que se arrastra llevando su pierna bajo una axila o un tipo que va a buscar la cabeza de su novia hasta la puerta de un bar.

Existe una intención por presentar lo macabro y lo absurdo como algo común, aceptado. Para manifestar esta propuesta, Briceño hace una suerte de declaración de principios en el primer cuento, «De Ray para Dorothy», donde, además de la atmósfera truculenta en la que se desenvuelve la historia (y que impregnará a las demás), nos muestra el lenguaje que desplegará en los demás relatos. A este respecto, podemos decir que Briceño opta por la frase larga, los diálogos aparentemente parcos (a lo Carver) y los símiles edificados con esmero y exactitud («… con un aplomo que irradiaba tanta luz como un atardecer de Turner…»).

Lo más atractivo de estas historias son los también extraños detalles que Briceño ha incrustado en ellas: una mujer que acaba de ser arrollada por un autobús y lleva sucias las plantas de los pies, un par de orejas que son difíciles de masticar porque el cartílago no se ha cocido bien o unos tacones rojos que resaltan la desnudez de una anatomía femenina. Más allá de las descripciones crudas que nos regala el autor, lo realmente perturbador está en estos pequeños elementos que van configurando la sordidez de los relatos.

Tal como lo ha dicho el mismo autor en algunas entrevistas, aquí el protagonista no es tanto el asunto del cuento (el tema), sino el lenguaje con el que se ha hilvanado. Briceño, más que un contador de historias, es un acertado fabricante de imágenes. Por lo tanto, se puede afirmar que ha escrito estos cuentos con las herramientas de las que se ha provisto en su oficio como poeta.

Con Todo es demasiado, Briceño nos demuestra una evolución llamativa con respecto a su anterior conjunto de relatos, La literatura en Alaska. Quizá tenga pendiente como única tarea afianzar su estilo. En realidad, hay pocas cosas que pedirle a un narrador tan destacado y que va trazando el camino de su consolidación.

jueves, 9 de enero de 2020

Galeote de la pluma

Yo tenía la creencia de que, días antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el escritor apagaba la computadora o colocaba a un lado la Olivetti o guardaba para siempre las libretas de apuntes. En suma, que colgaba las armas y se despedía un poco del mundo porque allí, en Estocolmo, iban a matarlo con honores (vean la escena con la que inicia El ciudadano ilustre).

(Creencia entendible si asumimos que dicho premio es la coronación última a la que puede acceder el escritor en aquello que se conoce como «carrera literaria». Luego de esto, supongo, la gloria y el abismo).

No obstante, la lectura de la última novela de Mario Vargas Llosa me ha hecho reflexionar sobre la vigencia de un escritor que ha recibido, quizá, todos los premios literarios más importantes del planeta. Un autor incansable y fuera de serie. Un verdadero galeote de la pluma.

Tiempos recios (Alfaguara, 2019) es un libro que se inscribe dentro del subgénero de la ‘novela de dictador’ y cuyo escenario se sitúa en la Guatemala de los años 50, durante los gobiernos de Jacobo Árbenz y Carlos Castillo Armas.

El libro inicia con un desconcertante texto titulado «Antes» y que está escrito con un lenguaje expositivo. Desconcierta porque uno llega a pensar que toda la novela ha de estar construida con una prosa tan gélida como la de ese arranque. Sin embargo, con los capítulos I y II asistimos a un cambio notable.

Es así que, alternando episodios largos junto a otros muy breves (32 en total), Vargas Llosa nos introduce en los dilemas de Árbenz y sus ideas de progreso (que Estados Unidos, a través de la CIA, cortará de raíz) y el ascenso y caída de su sucesor, Carlos Castillo Armas (el misterioso asesinato de este le dará a la historia un aura de poderoso thriller).

Si bien la novela no es tan extensa, nuestro Nobel se las ingenia para concentrar en ella los sucesos más oscuros de Guatemala y especular sobre lo que hubiera pasado si la CIA, con la excusa de una cacería de comunistas, no hubiera aplastado las reformas que trató de implantar Árbenz durante su mandato.

Por otro lado, resulta destacable la construcción de los personajes, pero, sobre todo, la de Marta Borrero Parra, tal vez el más logrado de todos los que desfilan a lo largo de la novela. Su presencia la atraviesa por completo y le sirve a Vargas Llosa para, hacia el final (en un texto titulado «Después»), llevar lo narrado hacia el límite entre realidad y ficción (en este punto hay que detenerse porque Marta existió, aunque su nombre verdadero fue Gloria Bolaños Pons, antigua amante de Castillo Armas).

Vargas Llosa reafirma con Tiempos recios su magisterio sobre el género novelesco y demuestra, a la vez, una tenacidad elogiable en el oficio. Por el momento parece estar lejos de abandonar las ficciones y hay que agradecer que sea así.

jueves, 2 de enero de 2020

Nominado


Reunión vespertina con C y J en casa de mis tíos. J ha traído un Michel Chapoutier que, para los que no sabemos de vino, suena demasiado bien. Se ha olvidado, sin embargo, el sacacorchos. Así que J pasa gran parte de la tarde intentando agujerear el corcho con un destornillador. Y mientras esperamos que haga el milagro, hablamos de lo que estamos haciendo. ¿Estamos escribiendo? Sí y no. J está redactando una tesis de Verástegui y nos dice que Teorema del anarquista ilustrado es una gran novela y que Fata Morgana, que no es de Verástegui sino de Hinostroza, es una gran gran novela. Dos veces gran es demasiado, pienso. Creo que te gustan las novelas de poetas, le digo. Me gusta el lenguaje, dice J. C, en cambio, ha estado semanas atrás en Guadalajara, donde ha visto a medio mundo de la República Letrada. Por allí andaban Fresán y Zambra. Y en fin, que no se ha tomado ninguna foto y le digo que, en los tiempos modernos, eso es un error. Que si no te tomas al menos una foto en la FIL de Guadalajara es como si no hubieras estado allí. Y es entonces que C confiesa su poco talento para las relaciones públicas y la autopromoción. Que no está mal, hombre, que no está mal, nadie es perfecto, le digo. J, que ha preferido hundir el corcho del Chapoutier en lugar de agujerearlo, dice que ahora, en el mundo hipermoderno, escribir es el requisito más indispensable para destacar. Lo importante es establecer una red de contactos (reseñistas, editores, periodistas, escritores, libreros, organizadores de eventos) y quedar bien con todos. Era lo que menos hacía Bolaño, dice J. Y agrega: aunque quizá Bolaño atacaba a medio mundo porque era demasiado temerario o demasiado consciente de su talento o ambas cosas a la vez. Pero la pregunta inicial era: ¿estamos escribiendo? Sospecho que C está en medio de una novela pese a que diga que está retocando unos cuentos. Yo, en cambio, me amparo en la prosa semanal de estas columnas y puedo decir que sí, que estoy escribiendo (en términos generales). Al caer la noche, nos despedimos sin haber bebido una gota de ese Chapoutier. En la residencia de mis tíos apenas hay mesas y sillas y algunas camas. Una casa de playa en toda regla. Aquí han de llegar algunos familiares para celebrar el Año Nuevo. Al día siguiente, muy temprano, reviso el celular y me entero de que C ha sido nominado a unos premios que tienen cierta importancia, pero donde se valora más la popularidad que el talento. Y en ese instante imagino a C en medio de su alegría y también de su encrucijada. La autopromoción, pienso. Las relaciones públicas, pienso. La va a tener difícil si quiere ganar ese premio, pero dudo que quiera. C no se mueve en el plano de lo extraliterario y, por lo tanto, es una de las pocas personas a las que yo llamaría escritor.