domingo, 30 de agosto de 2015

Dedicatoria


En el final de Los anillos de Saturno, Sebald nos cuenta que una antigua costumbre holandesa era tapar los espejos y cuadros cuando alguien acababa de fallecer. De esta manera, el alma no se distraía en su último viaje. También existe esa otra creencia (proveniente de las películas y series de televisión) que dice que cuando uno se está muriendo comienza a rememorar lo vivido, desde el último al primer recuerdo. Supongo que uno aquí también se distraerá un poco ante los recuerdos más bellos. Sin lugar a dudas, habrá uno especial que nos hará detener la máquina de la muerte. Un bello recuerdo.

Se vienen unas pequeñas vacaciones. Pero antes, la última clase.

Espero que se acabe pronto. La garganta me duele desde hace dos días. En mi maleta llevo un ejemplar de mi libraco. Lo donaré a la biblioteca del primer piso y luego me iré. Tomaré el bus y dormiré las dos horas de trayecto. Si hay sol, me cubriré con el saco para no quemarme el rostro.

Luego, pequeñas vacaciones. Pero falta la última clase.

No he hecho la mejor pizarra, sin embargo, allí están los datos importantes que todos vamos a olvidar pronto. Suena la campana y todos se van y se escuchan hasta luegos en voz baja y yo pienso que es mejor así, que mejor nadie se me acerque. Pero uno se acerca.

Es flaco y de cabello ensortijado. Usa lentes y tiene un polo de Pixies. Es de los que se mantienen callados y atentos. De los que siguen la clase con una atención respetuosa, como si algo importante y vital se estuviera disolviendo en el eco de mis palabras.

Tengo las manos cubiertas con el polvo de la tiza. El muchacho lleva un libro en la mano. Me recuerda a mí cuando también me sentaba en una carpeta y solo conocía la esperanza. Tiene algo de mí ese muchacho y, muy pronto, yo tendré algo de él.

—Profesor, buenas tardes. ¿Le gusta este libro?

Me muestra La vida es sueño, de Calderón. Yo le digo que sí. Le recuerdo que lo vimos en clase las primeras semanas. Es una edición viejísima. Si hubiera tenido abuelo, estoy seguro que mi abuelo habría tenido esa edición en sus anaqueles. 

Vacila un instante. Luego pregunta:

—¿Me lo podría autografiar?

Sonrío.

—Eso no sería justo para Calderón de la Barca. Creo que él es el más indicado para firmarte su propio libro.

Se sonroja. Parece un muchacho a punto de romperse. Es tan frágil su contextura. Me recuerda a mí.

—Pero está muerto —dice, y comienza a hojear su ejemplar en una actitud nerviosa.

—Sí, ya lleva mucho tiempo de muerto el pobre.

—Ya pues, profe', por favor —dice cabizbajo y tratando de sonar jovial.

—¿Te gusta leer? —le pregunto. Entonces levanta la cabeza y por primera vez cruzamos miradas.

—Voy a Ingeniería de Sistemas, pero me encanta leer.

—Entonces podemos solucionar este problema. Tal vez podrías leer a un autor que sigue vivo. Y, solo por estar vivo, sería el más indicado para darte su autógrafo.

Sí, es cierto. Contra todo pronóstico, sigo vivo. Pienso en eso mientras voy sacando mi libraco. Le digo que es mío. Es decir, que yo lo escribí. No sé por qué, pero tengo que aclarar ese detalle. El muchacho se sorprende. Sonríe mostrando todos sus dientes amarillos y luego me dice que ponga, ante todo, mi cargo y el curso que dicto. Creo que estallo en carcajadas dentro de mí mientras voy escribiendo la pequeña dedicatoria. Luego de hacerlo, le entrego el libro y le deseo suerte. Me da la mano y la siento húmeda. Se lleva un poco del polvo de tiza entre sus dedos. 

Pequeñas vacaciones, al fin.

Estoy seguro que contemplaré con mucha paciencia esta escena mientras me vaya escapando de la vida.

domingo, 23 de agosto de 2015

El novel (II)


Y se supone que debía leer el manuscrito de F.

Lo dejé sobre el escritorio y lo fui olvidando y el manuscrito terminó acompañado de libros nuevos, libros releídos, botellas plásticas de Coca-Cola Zero, apuntes sueltos, lapiceros, una lata de desodorante, envolturas de chocolate, varias monedas de uno y cinco céntimos arrojadas al azar, colillas de cigarrillos, una traducción de Alfred Jarry en la que estaba trabajando y que había olvidado, pastillas para dormir y uñas, muchas uñas. Todo eso lo fui descubriendo después de que F me preguntara por teléfono si había leído su manuscrito. Yo le dije que sí. Luego de colgar, me puse a buscarlo. Creí haberlo perdido y tuve que limpiar el escritorio.

El manuscrito estaba sucio y me alegré. Pensará que lo he leído, me dije. Porque, viéndolo de esta forma, ¿quién pierde los valiosos minutos de su vida leyendo trescientas cuarenta y dos páginas, habiendo muchas formas de perder el tiempo (esperando el bus o una llamada telefónica, por ejemplo)? Pero ¿hay alguien peor que aquella persona que no quiere perder el tiempo que le depara la lectura de un manuscrito de trescientas cuarenta y dos páginas? Sí, por desgracia existe y es alguien que ya invirtió su tiempo y dinero en escribir e imprimir la misma cantidad de folios.

F llamaba cada cierto tiempo para preguntarme cuándo nos podíamos reunir. Total, se supone que yo ya había leído su texto y lo que el autor buscaba ahora era una opinión, un juicio literario. La impresión de su primer lector. Yo comencé a inventar excusas: tuve gripe dos semanas seguidas, mi prima de dieciséis dio a luz y tuve que ir al hospital, me mudé a otro cuarto, trabajé como redactor en una web porno, el abuelo se perdió otra vez pese a tener una enfermera particular. Hasta fui nombrado director de una revista virtual donde se reseñaba literatura contemporánea.

No pensaba leer el manuscrito de F, pero lo leí. Y lo hice como jugando.

Fue una noche en que los somníferos no pudieron contra mi insomnio. Cogí un lapicero rojo y me dije: Si encuentro más de diez erratas en la primera página, lo abandono. Hice una lectura atenta y minuciosa de esa primera página. Encontré más de veinte erratas, y sin embargo seguí.

Estuve de perdonavidas esa noche. Sin dejar de anotarlos, dejé las faltas ortográficas y los anacolutos a un lado y me centré en el contenido. Lo que no entiendo es cómo pude continuar. Lo usual es que me agoten las erratas y abandone el manuscrito en las primeras páginas.

Lo siguiente que hago en estos casos es mentir. Me reúno con el autor  y le digo que su texto me ha encantado, que es una pena que Mondadori no lo publique. Le digo que está perfecto y que solo falta afinar errores en lo concerniente a la corrección de estilo. Miento hasta que el tipo sonríe. Y allí tengo que detenerme. Los egos se inflan con facilidad. Nunca me había puesto a pensar en qué pasaría si dijese la verdad. Si en vez de arrojar falsos elogios, dijera que lo que acabo de leer ha sido un bodrio.

Con el texto de F pasó algo diferente. Quise tal vez ser un lector más sincero. Decir: Mira, tu novela es una mierda y tengo cómo demostrarlo.

La acabé muy de madrugada. Trescientas cuarenta y dos páginas llenas de aspas. Una novela de mierda.

domingo, 16 de agosto de 2015

El novel (I)


¿Recuerdan ese cuento de Martin Amis en Heavy Water, aquel donde un pintor es acosado por el portero de su edificio para que lea su inédita novela?

Fue algo parecido.

Un amigo —a quien llamaremos F para no levantar sospechas— me escribió por Facebook y me dijo, luego de una breve apreciación mutua sobre el panorama literario actual, si quería unas cervezas. Él invitaba. Quien te invita unas cervezas, pese a que haya matado a su propia madre incluso, siempre será un buen tipo. Nunca lo dudes.

Le dije a F que estaba libre el fin de semana y quedamos en vernos el sábado.

Fue demasiado raro. F no me hablaba desde hace demasiado tiempo. Nos habíamos conocido un año atrás en la presentación del libro de un amigo en común, y desde allí solo mantuvimos escuetas conversaciones por chat. Sabía que estaba escribiendo algo. Fue lo primero que me dijo cuando lo conocí. Se presentó como «narrador».

El sábado llegué muy temprano al bar donde nos citamos. Él ya estaba allí y tenía la expresión del rostro entre ansiosa y molesta, como si yo hubiera llegado con retraso. Cuando me fui acercando a su mesa, fue componiendo una sonrisa armoniosa. Me recibió luego con un fuerte apretón de manos.

—Sírvete —me dijo. Y allí ya estaba el par de cervezas. Una a punto de acabarse.

Me preguntó cómo me iba en el trabajo, qué estaba haciendo en mis ratos libres. Estupideces, en resumen. Preguntas que sirven como antesala a una petición de quien las está fabricando y que presta una falsa atención a las respuestas. F esperaba —y yo lo sabía— el momento de soltar algo. El verdadero motivo de nuestra reunión.

No pasó mucho tiempo para que fuera al grano. Me dijo que estaba escribiendo algo. Pero no lo dijo con el tono con el que lo hizo cuando lo conocí. Lo hizo como quien anuncia que ese algo ya no es parte de uno. Y en el preámbulo yo había adivinado la revelación: F había terminado una novela. Las cervezas también se habían terminado.

Pese a darle muchos rodeos al tema, al final me terminó diciendo lo que ya había intuido.

—Tengo un primer borrador. ¿Quieres que te lo muestre?

Sí. Vamos, F, muéstramelo, pero también pon un par de cervezas más, pensé.

—Sí. Me has causado mucha intriga.

Sacó entonces de un maletín un manuscrito enorme. Su novela en gestación. La novela que aún no abría los ojos. Un feto gordo escrito en Garamond 12 a espacio simple. Trescientas cuarenta y dos páginas. El esfuerzo de un hombre hecho papel y espiralado en la parte izquierda. La vida de F en ese manuscrito.

—Quiero pedirte un gran favor. Quiero que leas mi novela. Necesito saber si vale la pena o no.

Y yo también te pido un gran favor, F. Un par de cervezas. Nada más. Quizá tu novela sea una maravilla, pero dile al mesero que traiga unas malditas cervezas.

—Con gusto, F —le dije —. Con mucho gusto.

domingo, 9 de agosto de 2015

Manuscritos


Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que este es el año en que he leído más manuscritos. 

Uno empieza muy joven en este oficio: nunca falta ese amigo que escribe y que quiere compartir contigo lo que ha creado No solo quiere ganar un lector ese amigo, ni mucho menos quiere afianzar la amistad. Ese amigo busca una opinión, un juicio. Y, en últimas instancias, busca el aplauso para subsanar algún trauma de infancia.

También uno escribe para curar los traumas de la vida. Y cuando uno no escribe, está leyendo para olvidarse de los mismos traumas. Las mismas lecturas nos llevan a otros autores y luego a otras épocas y mucho después a otras literaturas. De pronto, uno ya no lee los clásicos y busca entonces a los contemporáneos. No falta mucho para que el salto se agigante y uno comienza entonces a devorar las novedades editoriales. Los libros recién paridos, los que morirán pronto.

Y el salto es al vacío cuando se llega a los manuscritos: uno está leyendo cosas no nacidas. Los libros en estado de gestación, los que tal vez nunca nazcan. Y uno se va dando cuenta de que la opinión importa mucho para el que te confía la lectura de su manuscrito. Tu opinión le parece vital. De tu juicio depende que ese animal palabrado en Garamond 12 llegue algún día a una imprenta o no. Uno destruye vidas opinando. Uno destruye también el honor, el amor propio, el pequeño orgullo. La amistad, en suma.

No queda nada ya de ese amigo que te confió su primer cuento, su puñado de poemas, el primer capítulo de su desgraciada novela. No queda ni su amor por la literatura. Tal vez queda ese gesto cordial cuando se encuentran en los bares. Una ceja que se levanta. Aquel «hola» silencioso que dibuja con esa mueca.

En este año, sin temor a equivocarme, puedo decir que he perdido a muchos amigos. Más que en otros años.

domingo, 2 de agosto de 2015

Francisco Joaquín Marro: «Los editores se pasan los manuscritos por los huevos»


Para el bienestar de muchos de mis amigos libreros (el trabajo es arduo y por ratos aburrido, lo sé), hoy se termina la Feria Internacional del Libro de Lima 2015. En esta ocasión, pude constatar que la feria estuvo más ordenada que en anteriores oportunidades, aunque los escritores extranjeros que llegan serán siempre el talón de Aquiles de la FIL. El país invitado fue Francia y no vino Houellebecq ni Michon (ni soñar con Modiano). Los precios, inflados como siempre, fueron fácilmente destruidos por la librería Communitas, que además dio un 15% de descuento durante los días de feria (esta librería no estuvo en la FIL, pero allí se me fue todo el sueldo). Un evento llamó la atención de este bloguero: Mesa redonda: 5 escritores peruanos contemporáneos. El buen Francisco Joaquín Marro (Joaquín de apellido) estaba dentro de los cinco, pero creyó necesario no acudir. Joaquín es algo así como un Thomas Pynchon o un Salinger en versión peruana, y se toma muy en serio el trabajo del anonimato. Sin embargo, Joaquín fue tan amable de enviarme el texto que escribió para dicha presentación y que alguien leyó en el evento:

Hola, mi nombre es Francisco Joaquín, soy lo que suele denostarse como un escritor aficionado a los temas frívolos, de los cuales puedo llegar a parecer un consumado erudito. Ex-ateo desde aquella vez en que me sorprendí en un trance amargo exclamando ¡Dios mío! Creo en Dios, pero no en la gente que habla demasiado de Dios (o cuyo negocio sea hablar de Dios). Rey del drama sin reino, chico Almodóvar frustrado, al borde de un ataque de nervios. El quinto nerd de Big Bang Theory. Amante de la comida chatarra, pero con deseos de tener un cuerpo como el de Lou Ferrigno (y si es sin esfuerzo, mejor). Difícilmente soporto a los perros pequeños, a los niños engreídos, a los gordos que no ceden su asiento a las viejitas en el autobús, a las chicas resbalosas y en extremo confianzudas y a los tipos que se proclaman intelectuales, filósofos, talentosos, idealistas y románticos a los cuatro vientos. Vamos, que a duras penas soporto a la Humanidad. Podré no sufrir muchas cosas, pero yo no odio nada, ni a nadie (aún). 

¿Cómo comencé mi carrera literaria? Pues como casi todos en el Perú, cansado de tocar puertas para que me publiquen gratis, con dinero en el bolsillo y con expectativas de gloria, riqueza y poder, aunque claro, finalmente ni siquiera obtuve alguna clase de capital simbólico. De todas formas, si hoy día un muchacho me preguntara qué hacer yo le diría que haga como todos nosotros, junta dinero (cualquiera sea la forma en que lo obtengas, si es una manera inmoral, mejor, porque así tendrás muchos cargos de conciencia y por ende algo que contar) y con ese dinero publica tu libro. Ningún editor te hará caso hasta que no tengas un libro publicado; parece mentira pero le tienen más respeto a un libro ya publicado, aunque se trate de un mamarracho, que a un manuscrito. En realidad los editores se pasan los manuscritos por los huevos.

Yo no diría que tengo influencias propiamente dichas, más bien son afinidades, si declarara que tengo influencias también estaría declarando que intento copiar un estilo, y ese no es mi caso. Yo tengo gustos muy definidos, y me decanto por la novela de tono psicológico: gran parte de este tipo de novelas se publicó entre los siglos XVIII y XIX, siendo mis preferidos John Fielding, el marqués de Sade, Stendhal, Thackeray, por poner algunos ejemplos. En cuanto al siglo XX prefiero a autores de tono sencillo, que suelen ser estadounidenses, como John Irving, Philip Roth, John Kennedy Toole. Hace tiempo me preguntaron qué libros recomendaría o cuáles me marcaron más. Yo recomendaría (y esta recomendación se me hace muy corta): La ciudad errante, de Lajos Zilahy; Las tiendas de color canela, de Bruno Schulz; Opus Nigrum, de Marguerite Yourcenar; Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon; El mundo según Garp, de John Irving; La cartuja de Parma, de Stendhal, la que considero la obra más linda del mundo; aparte, El almuerzo desnudo, de William Burroughs, y un librito que me parece encantador y que nunca pasará de moda: Barry Lyndon, de William M. Thackeray.

Pero si tuviera que mencionar el libro que más me marcó diría que no fue precisamente uno solo, sino una colección: Paradigmas, mitos, enigmas y leyendas contemporáneas. Fue una colección de veinte tomos dirigida en Chile por Gustavo Frías. Yo tuve la colección completa, el primer ejemplar me lo compró mi padre adoptivo cuando yo tenía trece años y apenas si me importaban los libros. Incluso recuerdo cómo me lo compró, en el óvalo Varela, en la avenida Venezuela, había gente que vendía libros viejos sobre toldos o sobre carretillas. Ese primer volumen era el ejemplar número uno de la colección, trataba sobre la maldición de Tutankamón, la leyenda de la Telesita y los avistamientos de gigantes en la edad moderna. Me encantó y creo que a partir de allí me convertí en un lector.

Mi única publicación hasta el momento es la novela Sol de Tokio, publicada en el año 2011. Sé que por ahí circulan títulos de libros que se me atribuyen, pero les aseguro que todo eso es mentira, porque también se me atribuye una maldad de grado supremo, un falo de dimensiones jurásicas y una vida de gigoló en el parque Kennedy en los años noventa y les aseguro que no, que nada de eso es cierto.

No tengo próximos proyectos a no ser que aparezca una editorial que decida publicarme sin costo alguno, y tal como están las cosas eso parece un espejismo. Por lo pronto simplemente me dedico a lo mío y a cantar como Annie “El sol brillará mañana”.

En cuanto a Sol de Tokio, comencé a escribirla en 1998, deseaba hacer una novela seria, grandilocuente y muy intelectual. Me salió una sátira; pienso que porque en la década del 2000 comencé a padecer penurias económicas y la única forma de afrontar todo aquello fue haciendo escarnio de mí mismo y de lo que me ocurría, de lo poco que quedaba en pie y de lo que todavía me podía burlar. La novela no es nada autobiográfica, el personaje principal se inspira en lo que me parece es rasgo común de todo escritor novato, sobre todo en sus ganas de demostrar ingenio y cuán culto es. Si algo tengo en común con el Paquito de la novela es el sarcasmo y una tendencia instantánea a formularme castillos en el aire. Ahora bien, la novela también resulta una especie de crítica de género a todo aquel escritor varón y heterosexual que cosifica a la musa de sus sueños, a la que idealiza e idolatra mientras las cosas marchan bien pero que luego insulta y putea cuando esta no le hace caso. Siempre me ha parecido curioso que en todas las novelas de iniciación literaria la mujer o la amada sea retratada como un ente un poco perverso que quita la inocencia al escritor-narrador. Él siempre resulta ser el bueno, el de nobles sentimientos, y ella es la confundida, la nerviosa, la que con sus dudas y disfuerzos lo malogra todo. Yo quería con mi libro burlarme de aquella pretensión masculina, poner sobre el tapete que quizá ella no esté tan confundida que digamos, y que si no le da bola a él, por algo ha de ser, quizá porque él, aun con todas sus pretensiones de bondad y superioridad intelectual, en el fondo es un puerco imbécil.

Por supuesto que a Sol de Tokio se le pueden dar muchas otras lecturas: Alexis Iparraguirre incidió en el carácter de sátira metaliteraria y Sandro Bossio mencionó el carácter de cómic y collage que tiene el libro. Para Rodolfo Ybarra, en una breve reseña de la revista Dosis, la novela tenía ciertos rasgos de stand up comedy.

Y bueno, señoras y señores pasajeros, madres de familia, jóvenes estudiantes, no los aburro más, apoyen mi carrera y compren mi libro, lo estoy súper ultra mega rebajando a diez soles, un tercio de lo que costaba en 2011.

Gracias totales.