Apenas lo vi en librerías, es decir, hace muchos meses atrás, ya el título había despertado en mí una gran curiosidad. En sus pocas páginas adivinaba una gran historia, un fino estilo; en pocas palabras, todo lo que me habían dicho de Erri De Luca.
Como hasta ese momento no me había topado con ningún libro suyo, padecí la clásica ansiedad del lector que cree que perderá ese texto de vista y para siempre (lo que no pocas veces me ha sucedido).
Y simplemente no podía hacerme del libro. Ya sea porque compraba otros o porque no lo encontraba a un precio decente, la realidad de su posesión se hacía cada vez más difusa. Todo hasta que se apareció P.
En realidad, el que aparecí fui yo en su trabajo —un lugar, por demás, envidiable— y le imploré que me lo prestara, con la santa condición de regresarlo en un plazo no mayor a siete días y tenerlo muy cuidado. Casi las mismas condiciones que me piden quienes prestan libros.
La verdad fue que esta novela la leí de un tirón. Comencé a la medianoche y la terminé casi a las 5 de la mañana, hipnotizado como nunca lo había estado en mucho tiempo. Volvía de esta forma a tener esa sensación de placer que abre cada poro de la piel y que solo puede provenir de la lectura de algo tan genial (o lo que algunos llaman tan fríamente «goce estético»). Incluso en tu mente (donde perduran incluso párrafos enteros del texto leído) aparece una voz que dice: «Vaya».
En la novela corta, el narrador en primera persona evoca un verano en particular. Regresa a una edad en la que los cambios internos comienzan a gestarse y la niñez tambalea.
Diez años era una meta solemne, por primera vez se escribía la edad con
doble cifra. La infancia acaba oficialmente cuando se añade el primer
cero a los años.
Se construye así —y eso es lo que me encanta del libro— una novela de la memoria, en la que un niño comparte su soledad con el mar, su madre y los libros. Estos últimos son los que lo conectan con el conocimiento de un mundo más amplio, un mundo que empieza a pertenecerle a través del lenguaje.
A través de los libros de mi padre aprendía a conocer a los adultos por dentro. No eran los gigantes que pretendían creerse. Eran niños deformados por un cuerpo voluminoso. Eran vulnerables, criminales, patéticos y previsibles.
La palabra «amor» se le presenta en los libros como algo carente de significado. En la realidad cotidiana, este significado aparece ante sus ojos como una deformación: él y su hermana son la conjugación del verbo, pero también es el origen de las guerras.
La ternura (elemento presente siempre en la novela) es lo que más cautiva de ella. Es una ternura de alguien que lo ve todo por primera vez, característica usual de las
bildungsroman. Pero es también una ternura que no desborda, que hechiza por su poder de sugerencia.
Los recuerdos del narrador, puestos en los sentidos de un niño de diez años, llaman la atención por su gran capacidad para capturar el instante. Ese «saber observar» (determinados gestos, sonidos, texturas, incluso el viento) es algo que hace trascender a la novela. El lector no puede hacer otra cosa que maravillarse.
Me detuve a mirarla. El vestido blanco, una pequeña margarita en la oreja, un olor distinto al aceite de almendras; la miraba, con la mirada atascada en ella. Fue la primera noción cierta de la belleza femenina. Que no está en las portadas de las revistas, en las pasarelas, en las pantallas, que en cambio está de repente a tu lado. Que te sobresalta y te vacía.
No sería tan magistral si el narrador —después de conjugar estos y muchos otros elementos— llegando al final asumiera una postura como la asume: la del narrador inteligente, la del creador de metáforas que perduran.
La primera pareja humana, creada en un jardín el sexto día, tuvo por encima de ella la primera noche inconmensurable. Sin saberlo ellos, despuntó en sus cuerpos el apetito, la sed, el entusiasmo y el sueño. La primera noche, desconocida, les pareció a ellos el resto del día primero, desmigajado en puntitos de luz. No sabían si regresaría el sol, de modo que se abrazaron. Las bocas se vieron juntas e inventaron el beso, el primer fruto del conocimiento.
Pensé que este 2012 me iba a quedar sin leer el que considero ahora el mejor libro del año.
DE LUCA, Erri.
Los peces no cierran los ojos. Barcelona: Seix Barral, 2012.