Hace unas semanas me desperté desesperado. La causa de esta desesperación es bastante simple de explicar: en lo que va del año, no he leído nada sorprendente. Nada que me deje aniquilado por un par de días. Aquella heroína que se inyecta uno por los ojos y que no es otra cosa que el verdadero contacto con la Literatura (en mayúscula). Piel con piel y sudor y sexo.
No pocas mierdas me he tenido que tragar.
Esta demás agregar que a esta desesperación contribuía el estático clima de nuestra ciudad. Desde diciembre solo hay verano, y ya pronto tendremos una estación de seis meses de mañanas soleadas. Mierda de clima o clima de mierda.
Rebusqué entonces en mis bolsas de compras (las compras que he jurado no hacer para estirar un poco más los ahorros, pero que inevitablemente termino haciendo y al diablo mi tarjeta de débito) y encontré el último libro de la Schweblin, adquirido a un precio módico. Y vamos a salvarnos de este infierno de mala literatura, me dije.
El libro es un cuentario premiado y ya ampliamente conocido. Lo suficiente como para decir: he aquí a quien me rescatará de tanta inmundicia.
Diseccionemos.
«Nada de todo esto.» Fue tedioso este relato. O lo sentí así. Demoré más de lo usual pese a su corta extensión. Tiene baches. La historia es la de una hija que acompaña a su madre en su obsesión por visitar casas ajenas. Esa tensión propia de Schweblin acá está forzada. Se siente como una impostura. Vamos, que los que ya hemos leído a Schweblin desde hace años sabemos de antemano sus recursos. Sabemos, sobre todo, que varios de sus cuentos se reducen a una simple fórmula. Pero aún no generalicemos. Primera decepción.
«Mis padres y mis hijos.» Esto es bastante Schweblin. La rareza de la trama, la dosificación de la información (y de las imágenes), el tránsito de los personajes hacia un extremo en que se tornan peligrosos o irracionales, la atmósfera siempre tensa. Y claro, un argumento bastante simple (en apariencia): unos niños se pierden en una casa. No obstante, hay una suerte de piezas que se van uniendo y que uno ya puede intuir. No es un mal cuento, pero el libro sigue sin convencer.
«Para siempre en esta casa.» Un hombre va en busca de ciertas prendas de vestir en el jardín de su vecina. La fórmula es la siguiente: trama simple, un personaje que está en el límite de algo (igual que los personajes de los cuentos anteriores), una situación anormal que dispara la historia. Se trata de un cuento que solo sirve para que el libro tenga más páginas.
«La respiración cavernaria.» Esta nouvelle reúne los elementos más pobres de Schweblin: descripciones innecesarias, ese ambiente oscuro que ya resulta cansino y agotador, situaciones que no aportan nada a la historia de la anciana encerrada en su casa o que resaltan su drama hasta caer en lo redundante. A estas alturas podemos decir que Siete casas vacías es un enorme fracaso. Estoy aturdido.
«Cuarenta centímetros cuadrados.» Otro relato insípido. Más elementos absurdos, datos escondidos que no generan la más mínima intriga, el anodino trajín de una mujer que se pierde en calles oscuras. Llegado a este punto, uno comienza a pensar si los otros finalistas del Ribera del Duero fueron un verdadero fiasco y tuvieron que elegir a este libro como el menos malo.
«Un hombre sin suerte.» Este es el mejor cuento y no estuvo incluido en el manuscrito que Samanta Schweblin mandó al concurso. Un gran relato, sin duda. No hay más que señalar. Aquí no hay casas.
«Salir.» Pudo estar mejor. Este relato es solo una suma inconexa de situaciones absurdas que no aportan nada al desarrollo de la historia. El absurdo es la especialidad de Schweblin, la exploración del sin sentido. Solo que acá todo parece gratuito y forzado.
Y es todo lo que hay.
Schweblin se repite. Parece que estuviera escribiendo el mismo cuento con distintas (y mínimas) variantes una y otra vez, y cae en el más burdo autoplagio. Y eso es lo peor, pues ha descubierto la formula ganadora (de premios) y lo que tenemos es a una esclava de su propio método. Lo mejor que le podría pasar es que su literatura vire hacia otro rumbo. Con tantos reconocimientos acumulados, creo que sería saludable pagarse un poco de libertad al momento de escribir. Pues de jugar se trata, en el suma, la Literatura (en mayúscula).
Siete cuentos vacíos que le valieron a su autora cincuenta mil euros. Es todo lo que hay y es muy pobre.
SCHWEBLIN, Samanta. Siete casas vacías. Madrid: Páginas de Espuma, 2015.
«Mis padres y mis hijos.» Esto es bastante Schweblin. La rareza de la trama, la dosificación de la información (y de las imágenes), el tránsito de los personajes hacia un extremo en que se tornan peligrosos o irracionales, la atmósfera siempre tensa. Y claro, un argumento bastante simple (en apariencia): unos niños se pierden en una casa. No obstante, hay una suerte de piezas que se van uniendo y que uno ya puede intuir. No es un mal cuento, pero el libro sigue sin convencer.
«Para siempre en esta casa.» Un hombre va en busca de ciertas prendas de vestir en el jardín de su vecina. La fórmula es la siguiente: trama simple, un personaje que está en el límite de algo (igual que los personajes de los cuentos anteriores), una situación anormal que dispara la historia. Se trata de un cuento que solo sirve para que el libro tenga más páginas.
«La respiración cavernaria.» Esta nouvelle reúne los elementos más pobres de Schweblin: descripciones innecesarias, ese ambiente oscuro que ya resulta cansino y agotador, situaciones que no aportan nada a la historia de la anciana encerrada en su casa o que resaltan su drama hasta caer en lo redundante. A estas alturas podemos decir que Siete casas vacías es un enorme fracaso. Estoy aturdido.
«Cuarenta centímetros cuadrados.» Otro relato insípido. Más elementos absurdos, datos escondidos que no generan la más mínima intriga, el anodino trajín de una mujer que se pierde en calles oscuras. Llegado a este punto, uno comienza a pensar si los otros finalistas del Ribera del Duero fueron un verdadero fiasco y tuvieron que elegir a este libro como el menos malo.
«Un hombre sin suerte.» Este es el mejor cuento y no estuvo incluido en el manuscrito que Samanta Schweblin mandó al concurso. Un gran relato, sin duda. No hay más que señalar. Aquí no hay casas.
«Salir.» Pudo estar mejor. Este relato es solo una suma inconexa de situaciones absurdas que no aportan nada al desarrollo de la historia. El absurdo es la especialidad de Schweblin, la exploración del sin sentido. Solo que acá todo parece gratuito y forzado.
Y es todo lo que hay.
Schweblin se repite. Parece que estuviera escribiendo el mismo cuento con distintas (y mínimas) variantes una y otra vez, y cae en el más burdo autoplagio. Y eso es lo peor, pues ha descubierto la formula ganadora (de premios) y lo que tenemos es a una esclava de su propio método. Lo mejor que le podría pasar es que su literatura vire hacia otro rumbo. Con tantos reconocimientos acumulados, creo que sería saludable pagarse un poco de libertad al momento de escribir. Pues de jugar se trata, en el suma, la Literatura (en mayúscula).
Siete cuentos vacíos que le valieron a su autora cincuenta mil euros. Es todo lo que hay y es muy pobre.
SCHWEBLIN, Samanta. Siete casas vacías. Madrid: Páginas de Espuma, 2015.