Aquí, los regalos que me compré. |
Terminé mi secundaria en un colegio pequeñísimo pero, quién lo diría, la carencia de espacios hacía que los púberes que allí estudiábamos sintiéramos una unión que me era desconocida hasta ese entonces. Yo venía de un colegio de anchos pasillos y amplias canchas de fulbito en donde jamás me sentí cómodo. Si es cierto eso que dicen que, antes de morir, uno ve su toda vida pasar en un breve minuto, supongo que mi espíritu se detendrá muchos segundos flotando en las imágenes de ese hermoso año 2002.
Recuerdo claramente cuando la profesora que nos enseñaba Religión se sentó a mi lado y empezó a hablarme de cosas que nada tenían que ver con los cursos. Una juventud plena se traslucía en sus ojos. Un brillo inquieto. Tomó mi cuaderno del curso y empezó a echarle un vistazo. Tenía el cabello rizado y negro. Vio mis láminas sobre los siete pecados capitales y posó la uña roja sobre la figura que hacía alusión a la lujuria y me preguntó "¿y tú... ya?", con esa misma mirada vacilante parecida a la llama de una vela que baila en la oscuridad. Recuerdo que me cogió los cinco o seis pelos que colgaban de mi quijada y que eran sólo el prólogo de la barba. Me lanzó una mirada que jamás supe aprovechar. Por mi mente pasaron muchas cosas, pero ninguna atinaba a brindarme una luz sobre un acercamiento de alumno a maestra. Ella tenía veinticinco años.
Hoy cumplo su misma edad. "Un cuarto de siglo", como cuando se lo traduje aquella vez y ella se escandalizó un poco. Veinticinco años en donde la vida no es siempre la misma cada día, pues aún me causa asombro el simple hecho de estar vivo, de tener la conciencia de "ser". Hoy me he levantado temprano. Ozzy Osbourne me ha cantado "Las mañanitas". He acariciado el lomo de los perros mientras duermen. He visto mi serie favorita. Me he puesto a tocar la guitarra eléctrica y a cantar. Hoy he dicho gracias.
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