jueves, 5 de marzo de 2020

Clase maestra

En una entrevista a propósito de Opus Gelber. Retrato de un pianista, Leila Guerriero afirmó que «el periodismo narrativo no se puede hacer sentado en una redacción doce horas al día y haciendo entrevistas por teléfono». El periodismo, en efecto, es hacer calle, salir, ensuciarse los zapatos. Ya luego, como consecuencia de la constante aventura, uno llega a tener calle.

Luis Miranda tiene mucha calle y pluma rigurosa, de cirujano. La editorial Colmillo Blanco le reeditó el año pasado El pintor de Lavoes y otras crónicas.

Si queremos resumirlo, este libro es una clase maestra de crónica periodística. En pocas páginas, Miranda nos demuestra que es un excelente cazador de historias. Su osadía y buen olfato lo han llevado a lugares llamativos, como una discoteca donde miles de muchachos se reunían para bailar tecno o a las zonas más peligrosas de un distrito para seguirle la pista a un hosco grafitero.

Miranda domina el lenguaje y con este captura la esencia de las calles y los seres que las habitan y nos entrega personajes deslumbrantes, a los que uno puede oler y escuchar mientras se sumerge en este universo. En el prólogo de esta edición, y refiriéndose a las páginas donde aún perviven sus propias criaturas, Miranda expresa así el logro de dar vida a través de la palabra: «sus personajes siguen vivos, a pesar de que muchos estén muertos».

Al leer estas historias, uno puede intuir que el autor se divirtió mucho involucrándose con ellas y, posteriormente, arrojándolas sobre el papel. Su especialidad es la frase hilarante e ingeniosa. En una crónica sobre la urinoterapia transcribe un testimonio: «Un amigo dice que cada vez que toma cerveza Cristal, su orina sabe a Pilsen». También es consciente de que al lector hay que robarle la atención desde la primera línea. Una crónica sobre la compra y venta de ropa usada inicia así: «De Tacora se puede salir calato, pero también bien vestido».

Cada tanto, Miranda riega sus textos con imágenes que se le incrustan a uno en la cabeza con una pasmosa facilidad: «Una cicatriz le marca el cráneo pelado como una larga cremallera» o «ella pone carita de niño, achori, con un Hamilton colgado de la sonrisa».

¿Hay alguna norma para escribir crónicas que resistan al tiempo? Tras esta lectura solo se me ocurren dos: hacer calle y pisarle el cuello al lenguaje para que este diga lo que queremos que diga, palabra por palabra.

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