jueves, 27 de febrero de 2020

Apendicitis

Mary Henrietta Dering Curtois. Ruston Ward, Lincoln County Hospital (1891)

Contrario a lo que se piensa, en los hospitales uno jamás consigue leer gran literatura.

La literatura de los hospitales se reduce a la que contiene el diario o la revista –lo mismo que en las salas de espera del dentista o el peluquero–, que es, en realidad, una literatura en estado prematuro, urgida por las prisas del cierre. Una prosa apurada cuyo canto solemne se mezcla con las lejías de los que limpian y los quejidos de los dolientes y los ronquidos de los que sueñan.

La literatura de los hospitales debería pertenecerle a la poesía porque ella convive con el dolor y es fragmentaria –entre quejido y quejido puedo leer un verso– y también porque la poesía parece sobrevivirnos a todos. De hecho, la poesía misma habita en las salas donde reposan los enfermos: en las moscas que, sobre la piel, duermen un sueño violento y veloz; en el agua lenta de las cánulas que llevan el suero salvador allí donde antes descansaba la esfera de nuestros relojes; en el susurro de los enfermos que hablan consigo mismos o con Dios y se hacen promesas y se las hacen a Dios también («si salgo vivo de esta, juro no volver a fumar»).

La muerte aún está por aquí y lo que se espera es que se retire de a pocos. Al muchachito de al lado, mi vecino después de la operación del sábado, el ser con quien más he intimado en estos últimos días porque lo he visto sufrir y yo no le he negado mi callado llanto, a este muchachito, decía, la muerte se le ha dormido sobre los riñones como un pesado gato, y los doctores van y examinan al gato, lo tocan con cuidado, no vaya a ser que despierte malhumorado y clave sus uñas sobre la debilitada carne.

Por la noche he observado a ese gato oscuro y de ojos encendidos y le he dicho, con lo que intenta decir una mirada, que se largue ya. Pero cada cual tiene su felino aquí, y el mío es tierno y me ha mordido en el costado y ya espabila un poco y los doctores me dicen que quizá, a lo mejor, se marcha en la mañana.

Por la noche salgo a leer al pasillo —camino lento, como poeta desconocido por las masas o decano de universidad— y confirmo esto que venía diciendo. Que en los hospitales no se puede leer gran literatura (quizás la única excepción sea la Biblia, que aquí se lee mucho porque es poesía). No se consigue la concentración necesaria. Quizá escribir sea, en estos momentos, la única señal que uno puede emitir para que no lo den por muerto.

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