Yo tenía la creencia de que, días antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el escritor apagaba la computadora o colocaba a un lado la Olivetti o guardaba para siempre las libretas de apuntes. En suma, que colgaba las armas y se despedía un poco del mundo porque allí, en Estocolmo, iban a matarlo con honores (vean la escena con la que inicia El ciudadano ilustre).
(Creencia entendible si asumimos que dicho premio es la coronación última a la que puede acceder el escritor en aquello que se conoce como «carrera literaria». Luego de esto, supongo, la gloria y el abismo).
No obstante, la lectura de la última novela de Mario Vargas Llosa me ha hecho reflexionar sobre la vigencia de un escritor que ha recibido, quizá, todos los premios literarios más importantes del planeta. Un autor incansable y fuera de serie. Un verdadero galeote de la pluma.
Tiempos recios (Alfaguara, 2019) es un libro que se inscribe dentro del subgénero de la ‘novela de dictador’ y cuyo escenario se sitúa en la Guatemala de los años 50, durante los gobiernos de Jacobo Árbenz y Carlos Castillo Armas.
El libro inicia con un desconcertante texto titulado «Antes» y que está escrito con un lenguaje expositivo. Desconcierta porque uno llega a pensar que toda la novela ha de estar construida con una prosa tan gélida como la de ese arranque. Sin embargo, con los capítulos I y II asistimos a un cambio notable.
Es así que, alternando episodios largos junto a otros muy breves (32 en total), Vargas Llosa nos introduce en los dilemas de Árbenz y sus ideas de progreso (que Estados Unidos, a través de la CIA, cortará de raíz) y el ascenso y caída de su sucesor, Carlos Castillo Armas (el misterioso asesinato de este le dará a la historia un aura de poderoso thriller).
Si bien la novela no es tan extensa, nuestro Nobel se las ingenia para concentrar en ella los sucesos más oscuros de Guatemala y especular sobre lo que hubiera pasado si la CIA, con la excusa de una cacería de comunistas, no hubiera aplastado las reformas que trató de implantar Árbenz durante su mandato.
Por otro lado, resulta destacable la construcción de los personajes, pero, sobre todo, la de Marta Borrero Parra, tal vez el más logrado de todos los que desfilan a lo largo de la novela. Su presencia la atraviesa por completo y le sirve a Vargas Llosa para, hacia el final (en un texto titulado «Después»), llevar lo narrado hacia el límite entre realidad y ficción (en este punto hay que detenerse porque Marta existió, aunque su nombre verdadero fue Gloria Bolaños Pons, antigua amante de Castillo Armas).
Vargas Llosa reafirma con Tiempos recios su magisterio sobre el género novelesco y demuestra, a la vez, una tenacidad elogiable en el oficio. Por el momento parece estar lejos de abandonar las ficciones y hay que agradecer que sea así.
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