Durante veintidós años escribí a escondidas, sin esperanzas y para esa nena. Es que ya entonces percibía la desmesura de mi ambición. Una desmesura que se fue clarificando con el paso del tiempo: vivía en una casa más del Gran Buenos Aires, tenía el apellido más común de la lengua española, trabajaba mil horas en lugares que detestaba y mi vida no transcurría entre fiestas y tertulias literarias. Era obvio que nadie nunca iba a presentarme a un escritor o a un editor de carne y hueso. Mejor que trabajara realmente en mi escritura porque era lo único que tenía. Y eso hice.
A los treinta y cuatro años y gracias a la Universidad de Texas en El Paso, me encontré con dos libros terminados con los que no sabía qué hacer. Una amiga me contó que su prima era escritora, que había publicado algunos libros y que quizás podía ayudarme. Resultó que se trataba de Paola Kaufmann. Yo había leído La hermana y me había gustado. Después de mucho dudar (¡Paola acababa de ganase el Premio Planeta!), vencí el pudor y le escribí. Puedo reproducir exactamente lo que me contestó porque guardé para siempre ese correo (Paola murió unos meses después, apenas unas semanas antes de que yo ganara el Clarín; ni siquiera llegué a agradecerle personalmente su generosidad). Entonces me dijo algo que solo sabemos los que ya hemos publicado: «La verdad es que las editoriales acá, salvo quizás honrosas excepciones de editoriales chicas, no reciben manuscritos, o los reciben pero no los leen. El modo de que te lean (no necesariamente que ganes nada) es mandar a algún concurso piola, grande, con buenos jurados». Ese era el camino que había seguido Paola (bióloga de día, escritora de noche) y quizás el único disponible para aquellos que sienten que, en la batalla por la publicación, no tienen más armas que su escritura y el esfuerzo cotidiano en ella.
Fuente: Aquí.
(Tienen que leer el artículo completo para que entiendan el título de esta entrada.)
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