Hacía un día hermoso, yo tenía el compartimiento, por no decir el vagón entero, para mí solo, por la ventanilla entraba el aire, y noté cómo bullía en mí una especie de alegría festiva. Hacia las diez o las once de la noche llegué a Colmar, pasé una buena noche en el Hotel Terminus Bristol en la Place de la Gare y a la mañana siguiente fui de inmediato al museo para empezar a estudiar los cuadros de Grünewald. La radical cosmovisión de este hombre tan extraño, que impregnaba todos los detalles, contorsionaba todos los miembros y se propagaba por los colores como una enfermedad, resultó —como siempre había sabido y ahora pude corroborar con mis pripios ojos— radicalmente de mi agrado. La monstruosidad del dolor, que partiendo de las figuras plasmadas se adueñaba de toda la naturaleza para refluir de los paisajes sin vida a las cadavéricas estampas humanas, esa monstruosidad subía y bajaba entonces en mí como lo hace la marea. Así comprendí poco a poco, mirando los cuerpos horadados y las figuras —encorvadas de pena como los juncos del río— de los testigos de la ejecución, que a partir de cierto grado el dolor anula su propia condición, la conciencia, y por ende a sí mismo, tal vez... sabemos muy poco de todo eso. De seguro, en cambio, que el sufrimiento del alma prácticamente no tiene fin. Cuando se cree haber alcanzado el último límite, siempre quedan aún nuevos tormentos. Caemos de abismo en abismo.
SEBALD, W. G. Los emigrados. Barcelona: Anagrama, 2006.
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