A finales del año pasado, J me preguntó si quería formar parte de un proyecto. Me dijo que, luego de haber conversado con unos amigos, habían decidido crear una editorial. Yo le pregunté si en el momento de tal decisión estaban ebrios, pues tales proyectos, como le expliqué, surgen siempre casi a las tres de la madrugada, cuando el licor se ha acabado y uno de los menos lúcidos dice: «Oigan, ¿y si formamos una editorial?». Pero ese no fue el caso, me aclaró J. Me dijo que el objetivo principal era crear una editorial accesible a jóvenes y talentosos escritores. Por razones experimentales y económicas, se publicaría un poemario. Para empezar.
El afán lucrativo estaba lejos de esta editorial, me dijo también J; por lo tanto, cada uno aportaría con su mejor habilidad. Así, luego de designar las labores que haría cada uno (corrección de estilo, cuidado de la edición, etc.), nos pusimos a votar por un nombre. La democracia nos condujo a que se llamara Agalma. Luego pasamos a la selección del manuscrito mejor logrado de los que teníamos a disposición y, finalmente, pusimos manos a la obra.
Para el mes de abril, donde se necesitaban muchas manos, pues era el mes en que se tenía que imprimir el poemario, estuve enyesado del brazo derecho. Felizmente, unas semanas antes había enviado los diseños del logotipo de la editorial y de la tapa del primer poemario. Esa fue toda mi colaboración. Ya hacia finales de mayo se presentó el libro y pude ver por fin el fruto de nuestros jóvenes sueños: era bello. No podía creer que habíamos logrado crear algo de apariencia tan hermosa y con tan pocos recursos.
Ahora que han pasado varios días desde que nos pusimos a celebrar la aparición de este buen primer libro, miro con cierta distancia el proyecto que en pocos meses pasó de su forma gaseosa y se materializó. Un proyecto que tiene por delante un largo viaje. Y al que, con toda franqueza, le deseo el mejor de los horizontes.
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