Los entusiastas lo saludaban llamándolo por su
nombre, con un tuteo que tenía algo de falso, y le preguntaban cosas que yo no
lograba entender, y luego me presentaban, aunque la verdad es que yo no
necesitaba presentación alguna pues durante un tiempo, un tiempo breve, me
había carteado con él y sus cartas en cierta forma me habían ayudado, estoy
hablando del año 1981 o 1982, cuando vivía encerrado en una casa de Gerona casi
sin nada de dinero ni perspectivas de tenerlo, y la literatura era un vasto
campo minado en donde todos eran mis enemigos, salvo algunos clásicos (y no
todos), y yo cada día tenía que pasear por ese campo minado, apoyándome
únicamente en los poemas de Arquíloco, y dar un paso en falso hubiera sido
fatal. Esto les pasa a todos los escritores jóvenes. Hay un momento en que no
tienes nada en que apoyarte, ni amigos, ni mucho menos maestros, ni hay nadie
que te tienda la mano, las publicaciones, los premios, las becas son para los
otros, los que han dicho «sí, señor», repetidas veces, o los que han alabado a
los mandarines de la literatura, una horda inacabable cuya única virtud es su
sentido policial de la vida, a ésos nada se les escapa, nada perdonan. En fin,
como decía, no hay escritor joven que no se haya sentido así en algún momento
de su vida. Pero yo por entonces tenía veintiocho años y bajo ninguna
circunstancia me podía considerar un escritor joven. Estaba en la inopia. No
era el típico escritor latinoamericano que vivía en Europa gracias al mecenazgo
(y al patronazgo) de un Estado. Nadie me conocía y yo no estaba dispuesto ni a
dar ni a pedir cuartel. Entonces comencé a cartearme con Enrique Lihn. Por
supuesto, yo le escribí primero. Su respuesta no tardó en llegarme. Una carta
larga y de mal genio, en el sentido que damos en Chile al término mal genio, es
decir hosca, irascible. Le contesté hablándole de mi vida, de mi casa en el
campo, en uno de los cerros de Gerona, delante de mi casa la ciudad medieval,
detrás el campo o el vacío. También le hablé de mi perra, Laika, y le dije que
la literatura chilena, salvo dos o tres excepciones, me parecía una mierda. En
su siguiente carta ya se podía decir que éramos amigos.
BOLAÑO, Roberto. Putas asesinas. Barcelona: Anagrama, 2003.
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