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Mauro Francisco Herrera Arroyo (el de bigote) al lado de Haya. |
Me lo dice mi editor casi al mediodía, que es cuando me levanto porque estoy escribiendo cosas y me arrimo al silencio de la madrugada para oírme decir lo que luego voy transcribiendo en el Word. Me dice por Facebook que Caballo Loco se ha matado. De hecho, a la hora que me lo dice, ya lleva casi dos horas de muerto, y entonces me conecto a las redes sociales para enterarme lo que manifiesta la opinión pública, para saber cómo están llevando el luto algunos y cómo le ha aguado la fiesta a los que querían verlo preso (yo entre estos): queríamos, entonces. No se pudo porque Alan García prefirió la muerte antes que verse esposado o que lo veamos esposado. A las 6:37 a. m. ese ego de elefante, que muchos confunden con dignidad, lo lleva a pedir permiso a los fiscales, ubicados ya en su casa y prestos a darle una detención preliminar o preventiva o lo que fuese, pero detención al fin y al cabo (que para eso ha vivido mi tío Lucho, para ver preso al delincuente), y entonces, ya digo, el ego tanático lo lleva a pedir permiso para llamar a su abogado y se encierra en su pieza, busca en el velador de su cama y encuentra su Colt 38 y se descerraja la cabeza con un tiro en la sien derecha. El resto es historia y él quería pertenecer a ella y, a su modo, lo ha logrado. Un suicidio no es precisamente la manera más discreta de irse de este mundo. Uno entra a la historia porque antes hizo cosas que afectaron a la historia y se gana un capítulo en ella —triste en este caso; macabro— cargándose a alguien, a un famoso, o matándose en fama. Una salida cobarde pero, al mismo tiempo, coherente para el hombre que fue todo exhibición y grandilocuencia. Lo mismo ha dicho mi madre, ya menos indolente a las muertes violentas (es enfermera y, dado su oficio, lo ha visto todo). Recordó a Mauro, su padre; era aprista. Aprista antiguo, como suele decirse de alguien que valió la pena cuando el partido era algo parecido a la esperanza. Murió en un pequeño cuarto, de enfermedad repentina y en Navidad, y mi madre me llevó a Huancayo para las exequias y allí los miembros del partido, los nuevos —es decir, nefastos en su mayoría o totalidad— le rindieron homenajes y pude ver a una oradora que acaparaba la atención, que usó el funeral de mi abuelo para aumentar su capital simbólico y político: una aún desconocida Nidia Vílchez. Vuelvo a la muerte de García, al suicidio. No he dejado de percibir que nos afecta a todos y de muchas formas, en todo el significado de la palabra afectar. Nos llena de desconcierto, desarma un poco a los más entusiastas y enorgullece a los fanáticos. Pocas muertes han dejado a un país en medio de un debate de estados de ánimo. La muerte tampoco exime del pecado. Alan García murió ladrón y asesino.
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