viernes, 19 de abril de 2019

Abuelo

Mauro Francisco Herrera Arroyo (el de bigote) al lado de Haya.

Me lo dice mi editor casi al mediodía, que es cuando me levanto porque estoy escribiendo cosas y me arrimo al silencio de la madrugada para oírme decir lo que luego voy transcribiendo en el Word. Me dice por Facebook que Caballo Loco se ha matado. De hecho, a la hora que me lo dice, ya lleva casi dos horas de muerto, y entonces me conecto a las redes sociales para enterarme lo que manifiesta la opinión pública, para saber cómo están llevando el luto algunos y cómo le ha aguado la fiesta a los que querían verlo preso (yo entre estos): queríamos, entonces. No se pudo porque Alan García prefirió la muerte antes que verse esposado o que lo veamos esposado. A las 6:37 a. m. ese ego de elefante, que muchos confunden con dignidad, lo lleva a pedir permiso a los fiscales, ubicados ya en su casa y prestos a darle una detención preliminar o preventiva o lo que fuese, pero detención al fin y al cabo (que para eso ha vivido mi tío Lucho, para ver preso al delincuente), y entonces, ya digo, el ego tanático lo lleva a pedir permiso para llamar a su abogado y se encierra en su pieza, busca en el velador de su cama y encuentra su Colt 38 y se descerraja la cabeza con un tiro en la sien derecha. El resto es historia y él quería pertenecer a ella y, a su modo, lo ha logrado. Un suicidio no es precisamente la manera más discreta de irse de este mundo. Uno entra a la historia porque antes hizo cosas que afectaron a la historia y se gana un capítulo en ella —triste en este caso; macabro— cargándose a alguien, a un famoso, o matándose en fama. Una salida cobarde pero, al mismo tiempo, coherente para el hombre que fue todo exhibición y grandilocuencia. Lo mismo ha dicho mi madre, ya menos indolente a las muertes violentas (es enfermera y, dado su oficio, lo ha visto todo). Recordó a Mauro, su padre; era aprista. Aprista antiguo, como suele decirse de alguien que valió la pena cuando el partido era algo parecido a la esperanza. Murió en un pequeño cuarto, de enfermedad repentina y en Navidad, y mi madre me llevó a Huancayo para las exequias y allí los miembros del partido, los nuevos —es decir, nefastos en su mayoría o totalidad— le rindieron homenajes y pude ver a una oradora que acaparaba la atención, que usó el funeral de mi abuelo para aumentar su capital simbólico y político: una aún desconocida Nidia Vílchez. Vuelvo a la muerte de García, al suicidio. No he dejado de percibir que nos afecta a todos y de muchas formas, en todo el significado de la palabra afectar. Nos llena de desconcierto, desarma un poco a los más entusiastas y enorgullece a los fanáticos. Pocas muertes han dejado a un país en medio de un debate de estados de ánimo. La muerte tampoco exime del pecado. Alan García murió ladrón y asesino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario