jueves, 1 de mayo de 2025

Diego Otero sobre "La velocidad del pánico"

En una de las notas de La preparación de la novela, el magnífico seminario de Roland Barthes para el Collége de France, el crítico y semiólogo dice que solo le interesan las novelas que funcionan como un palimpsesto: es decir, que poseen una densidad alegórica, un sentido oculto bajo el sentido aparente, bajo la trama. Y remata diciendo que no le importa desconocer cuál es ese sentido oculto. Pues bien, yo creo que una novela como La velocidad del pánico le hubiera interesado a Barthes, pues no solo reverbera en ella un sentido oculto, sino varios. Y yo debo confesar que no me siento en capacidad, ahora mismo, de definir esos sentidos ocultos.

Preliminarmente, en todo caso, puedo decir que La velocidad del pánico no es tanto la historia de un aprendiz de escritor que enloquece y que se ve envuelto en el brutal homicidio de un crítico literario, sino sobre todo un artefacto escritural cuya estructura y cuyo lenguaje activan un efecto de enloquecimiento. Ahí radican su gracia y su valor artístico. Su potencia poética. A través del entrecruzamiento de puntos de vista y de tiempos, el lector va armando el rompecabezas de un relato sombrío sobre ambiciones y mezquindades literarias, sobre amores posibles e imposibles, sobre las consecuencias del insomnio y los procesos creativos. Pero con el paso de las páginas ese rompecabezas va supurando, como una herida infectada, la extraña e imprecisa sensación de pérdida del control y del sentido de la realidad. ¿Qué pasa realmente en La velocidad del pánico? ¿Quién miente y quién dice la verdad? ¿Está realmente loco S –el protagonista– o solo se trata de una coartada para evitar consecuencias aún peores?

Incomoda no saber las respuestas, incomoda aún más no “entender” del todo la historia, pero el arte nunca se trató de entender ni de ofrecer respuestas. Se trató y se trata, más bien, de compartir las preguntas, de transmitir las inquietudes y las emociones, de construir un pequeño mundo al cual podemos entrar para vislumbrar la proyección de un sueño. Por eso quizá en más de una entrevista he escuchado a Stuart Flores decir que no le interesa la trama o el argumento sino el lenguaje. Yo agregaría también la estructura. Porque la literatura es lenguaje y estructura, y lo que se suele llamar contenido no es más que el resultado de la fricción entre ese lenguaje y esa estructura. En La velocidad del pánico, además, hay algo del orden de la fábula gótica, con ese hospital psiquiátrico instalado en un castillo, con esas calles húmedas que se parecen a las de Lima pero que podrían ser las de cualquier ciudad del mundo, con ese doctor y ese enfermero que recuerdan un poco a los personajes del Instituto Benjamenta de Robert Walser.  Walser, Kafka, Bolaño sin duda, sobre todo en ciertos giros sintácticos, pero también Cormac McCarthy y sus diálogos afilados y escuetos. Escritores todos para quienes el lenguaje no es solo un vehículo para ensamblar anécdotas. Escritores todos, además, obsesionados con la locura del mundo en sus diferentes manifestaciones. Ese es el linaje de La velocidad del pánico, esa es la ruta que esta novela quiere seguir. 

En una escena narrativa como la peruana, donde el conservadurismo formal y la indagación sociologizante son norma y motivo de celebración, una novela como La velocidad del pánico abre todo un ramo de vías posibles. Y lo hace porque le deja mucho espacio al lector para volar o arrastrarse, para soñar o guarecerse. La escena final de la novela, que no voy a contar, nos dice con otras palabras que lo único que existe es la imaginación, que la única herramienta frente a un mundo ruinoso es la fantasía.